El físico Javier Cacho Gómez (Madrid, 1952) ha vivido en la Antártida una doble aventura, la de la investigación y la de quien se enfrenta a un territorio cuya lejanía y condiciones extremas lo preservan de la colonización. Cacho estuvo en la primera expedición española al continente antártico, en 1986, y fue jefe de la base española «Juan Carlos I» en sucesivas campañas. Dedicado al estudio de la atmósfera, su labor investigadora se centró en la década de los ochenta del siglo pasado en el agujero de la capa de ozono, la alteración perceptible en los polos que se puede considerar la primera muestra de magnitud de la grave incidencia de la actividad humana en el clima del planeta.

Cacho Gómez es además un divulgador científico, con varios libros publicados. El último de ellos lleva por título «Amundsen-Scott: duelo en la Antártida. La carrera al Polo Sur» (Fórcola Ediciones) y narra el desafío legendario por alcanzar el punto más austral de la tierra, sólo unas coordenadas que hace cien años llevaron a la gloria al noruego Roald Amundsen. De ello habló en Oviedo, en el Club Prensa Asturiana de LA NUEVA ESPAÑA, en una conferencia organizada por Tribuna Ciudadana.

-Cuando Amundsen y Scott competían por llegar a allí ¿el Polo Sur era la última frontera para el hombre?

-Era el último gran desafío de la humanidad. En aquel momento era la última frontera, sólo nos quedaba salir al espacio exterior, conquistar la Luna y seguir por otros mundos. Había otro límite no alcanzado, que era la máxima altura de la Tierra, el Everest, que ocurrió bastantes años después, y ahí no tuvimos la suerte de asistir a un duelo, como ocurrió en el caso de la Antártida.

-Hoy vemos el Polo Sur como un espacio a proteger, de alto interés científico, pero en plena conquista la perspectiva sobre este territorio era totalmente aventurera.

-Tenía el interés de la exploración, que es un concepto que tenemos un poco abandonado porque en la Tierra ya hemos dejado de explorar. En aquel momento sí existían los exploradores profesionales. El Polo Sur es un punto físico, no es nada en sí mismo, pero tenía todo el simbolismo de alcanzar los dos extremos, los lugares más distantes de toda la Tierra, el Polo Norte y el Polo Sur. Desde finales del siglo XIX y comienzos del XX se sucedieron las expediciones de uno y de otro. El XIX vivió la extensión del hombre occidental por todo el planeta. Fuimos alcanzando nuevos territorios, avasallando y dominando culturas. Sólo había dos zonas que se nos resistían, que eran las zonas polares. En el caso del Polo Norte todavía hay tribus dispersas. En la Antártida no existe población autóctona, nunca hubo ocupación allí, no sólo por las dificultades para sobrevivir, sino porque está tan alejado de cualquier otro lugar que su colonización fue imposible, siempre permaneció virgen.

-Queda lejos incluso para nosotros hoy que tenemos la sensación de que todo el mundo es accesible.

-Voy a ilustrar esa distancia con una historia personal. Mi mujer es científica como yo y cuando hacía campañas en la Antártida trabajábamos en el mismo grupo de investigación. Ella podía haber venido conmigo porque íbamos siempre en grupos de dos. Nunca fue y ni siquiera se lo planteó. Y no porque no le entusiasmase la idea tanto de la aventura antártica como de la propia investigación, sino porque allí sabes cuándo vas pero no cuándo vuelves. Recuerdo una vez que fui para un mes y me quedé cuatro. Los vuelos son muy especiales. En la Antártida hay cinco o seis aeropuertos, por llamarlos de alguna manera. Son pistas de tierra batida, permafrost, y las luces de señalización bidones de gasóleo que se encienden en caso de que sea de noche o haya niebla. Había un vuelo mensual para cubrir las necesidades de la base. Yo pensaba volver en el siguiente avión y lo que era una conexión mensual se aplazó cuatro meses. Allí estás lejísimos de todas partes.

-¿Y cómo se vive a tanta distancia y tan aislado?

-Es algo que se sobrelleva como se puede. La investigación científica en la Antártida es apasionante, pero también peligrosa. Compartimos los mismos peligros que los exploradores que alcanzaron el Polo Sur, aunque la vida ya no sea la misma. hemos cambiado en alimentación, en equipamiento y en vestuario. Pero los grandes cambios son las comunicaciones, la posibilidad de saber dónde estás a través de un GPS o el poder, en un momento determinado, llamar a la base o al compañero, o incluso llamar a casa. Ése es el gran cambio. Cuando vas a la Antártida sabes que todo lo que ocurra en tu entorno más inmediato de familia o amigos es algo lejano porque no vas a poder influir en nada. Recuerdo una ocasión en que, cuando estaba preparando un grupo para ir a la base «Juan Carlos I», un chico que tenía a su padre muy enfermo me preguntó si en caso de fallecimiento podría volver. Y tuve que decirle que no podríamos hacer nada. Si alguien de la expedición sufre una enfermedad o un accidente se ponen todos los medios logísticos para sacarlo de allí. Pero no podemos hacer eso mismo por circunstancias de tipo personal por más graves que resulten. A quien se queda aquí le ocurre lo mismo, es consciente de que tú estás en un entorno peligroso. Atraviesas zonas en las que sabes que si te caes al agua el tiempo de supervivencia son dos minutos si no llevas un traje especial. Después de ese plazo lo que recogen es ya un cadáver. Trabajas con vehículos pesados con los que te puedes accidentar y no hay un servicio de emergencias que te atienda de inmediato. Allí tienes al médico de la base y nada más.

-Es entonces una labor científica de alto riesgo, por lo que cuenta.

-Sin duda. Recuerdo una base argentina en la que pasaban el invierno y tenían lo que llamaban un quirófano. Consistía en la camilla de la enfermería y una lámpara ultravioleta para intentar depurar el ambiente y que estuviera lo menos contaminado posible en caso de tener que operar. Te ves muy limitado, aunque no como los primeros exploradores, que cuando se iban estaban allí períodos de tres años durante los que no había noticia de ellos. Con suerte, un barco se podía acercar una vez al año, en el momento en que el mar se abría y podían atravesar los hielos. Todavía conservamos ese sabor de aventura que yo creo que es el que nos ha movido a salir de África y que es innato en el ser humano. Esa curiosidad por saber lo que hay más allá es la misma que tiene el investigador en cualquier campo de la vida.

-En el terreno de la investigación la Antártida es un espacio muy provechoso.

-España organizó su primera expedición a la Antártida hace veinticinco años y desde entonces los científicos vamos con regularidad. La investigación allí es provechosa porque nos encontramos en un entorno en el que la vida está al límite, las condiciones son muy adversas y los seres vivos han desarrollado estrategias de adaptación al frío y a esos seis meses en los que no hay insolación. Toda esa información que recabamos es interesante para muchas cosas. La sangre del pez hielo, por ejemplo, se mantiene líquida pese a las bajas temperaturas gracias a unas enzimas que actúan como anticongelante y que podrían servir para desarrollar un medicamento que contribuya a mantener la sangre más fluida en personas con problemas circulatorios. Tenemos un campo muy grande de estudio tanto en biología como en geología y lo relacionado con la atmósfera. Todo lo que ocurre en la Antártida nos afecta al resto del planeta, es uno de los focos que mueven toda la ingeniería del clima a nivel planetario. Conocer ese clima nos permite mejorar nuestras predicciones meteorológicas. Yo fui a la Antártida a raíz del descubrimiento del agujero de ozono. Fue paradójico que al lugar más limpio y más impoluto del planeta llegase la contaminación producida en un lugar tan distante como el hemisferio Norte. Gracias a que allí había bases que monitorizaban el ozono pudimos poner en marcha acuerdos internacionales encaminados a evitar ese daño atmosférico. Si no se hubiese prestado atención a esa investigación básica, probablemente habríamos descubierto el agujero de ozono cuando hubiese llegado a Sudamérica, el proceso de control habría resultado más lento y sus efectos adversos se habrían manifestado en capas más amplias de la población. Hasta mediados de este siglo no se recuperarán las condiciones normales de ozono. Si hubiésemos seguido con esas emisiones contaminantes el resultado habría sido catastrófico.

-¿Podemos decir entonces que el agujero de ozono está controlado?

-Diría que sí. Lo que ocurre es que los compuestos que provocan esa destrucción del ozono tienen una larga vida media, algunos pueden permanecer en la atmósfera hasta 130 años, lo que implica que aunque hayan cesado las emisiones contaminantes esos elementos todavía están presentes.

-Con el agujero de ozono hubo más unanimidad que con el calentamiento global, en torno al cual existe una controversia de fuertes tintes ideológicos.

-El descubrimiento del agujero de ozono fue algo escalofriante: se trataba de un efecto muy virulento y resultaba evidente que lo estábamos provocando nosotros. Ningún grupo ecologista hubiera soñado que en pocos años se adoptasen las medidas para revertir esa contaminación, batimos un auténtico récord con esas medidas. El caso del calentamiento es mucho más complicado. Aunque los CFC (clorofluorocarbonos) causantes del agujero de ozono influyen en la cadena del frío, todos tenemos nevera en casa y los productos congelados se mueven por todo el mundo, su peso en nuestra economía no es tan vital como el del petróleo, el pilar de toda la economía occidental. Pero también es cierto que existen algunas dudas sobre si todo el proceso está originado por estas emisiones de CO2. Puede haber procesos naturales. Ahora se está estudiando si ese calentamiento puede tener un origen parcial en la actividad solar, en determinadas longitudes de ondas del espectro de emisión solar. Éste es un campo de estudio complejo. Pero siempre debe primar la cautela. Si no estamos seguros de si un producto es bueno o malo, lo que hay que procurar es consumirlo lo menos posible.

-En la Antártida los efectos de ese calentamiento global parecen menos apreciables que en el Polo Norte.

-Son menos apreciables, es cierto. España tiene allí dos bases, ambas en la zona periférica, que es donde más se están notando los efectos del calentamiento global. En otras zonas está ocurriendo todo lo contrario, y los modelos climáticos anticipan que en las tres cuartas partes del continente no se va a producir una fusión, sino todo lo contrario, se va a acumular más hielo y a un ritmo superior del que se acumula ahora. Así que sólo una tercera parte estaría afectada por el cambio climático. Esto es consecuencia de muchos factores. Primero, en el caso del Ártico, todos los focos de contaminación los tenemos en el hemisferio Norte y ese polo es un mar que se congela y que se deshiela, lo que lo hace más vulnerable a los cambios de temperatura. En la Antártida lo que tenemos es una capa de hielo de hasta cinco kilómetros de espesor. Y sólo la parte del litoral es la que se ve afectada por las corrientes marinas. En definitiva, para forzar un cambio climático el agua es mucho más peligrosa que el aire.

-La ciencia no se escapa a los recortes presupuestarios. ¿La investigación en esas bases del Ártico se verá afectada por esa merma de la financiación o es una actividad consolidada?

-Mantener un barco oceanográfico como el «Hespérides» requiere un esfuerzo económico importante, pero esa actividad se seguirá manteniendo. Cabe pensar que en lugar de mandar a cuatro científicos sólo podrán ir tres, que haya que reducir el personal de las bases o ampliar los plazos de los proyectos de investigación para repartirlos en más anualidades, pero creo que la investigación en la Antártida está afianzada. Habrá recortes, pero estoy absolutamente convencido de que no se cerrarán las bases antárticas ni el «Hespérides», quedarán en dique seco durante los próximos tres años. Es un panorama que no se puede ni plantear.

-Usted desarrolla una labor importante como divulgador.

-Es algo vocacional. La faceta más próxima a mi personalidad es la divulgación. Esto no resulta habitual entre los científicos, que suelen estar más centrados en sí mismos que en la transmisión de lo que hacen. Me apasiona poder contar lo que yo sé. Trabajo en un centro de investigación, pero estoy convencido de que tenía que haber sido profesor universitario, la parte de la docencia me gusta mucho. Cuando fuimos a la Antártida para estudiar el agujero de ozono yo no quise limitarme a la tarea investigadora. Entonces me impliqué en tratar de convencer a todo el que se ponía por delante de que estábamos ante un problema grave. Es muy importante que el científico comparta lo que hace con la sociedad.

-Pero eso no es lo habitual, e incluso hay quien considera un demérito esa labor divulgadora.

-Los tiempos están cambiando, por fortuna, pero hace veinticinco años cuando yo hablaba en la prensa o en la radio de asuntos científicos mis compañeros me miraban con cierto recelo, por no decir directamente que me miraban mal.