-Viví en Sama hasta los 8 años, donde mi padre era el director del Banco Español de Crédito, que a la puerta tenía «moros», aquellos regulares de Ceuta y Melilla. Cuando tenía 7 años, Isolina, la chica que nos cuidaba, nos llevó a mi hermano y a mí hasta unos mortuorios en los que estaba el cadáver de un «fugao» que había que identificar. Como era pequeño sólo logré ver las alpargatas. Mi padre nos llevaba a los concursos de entibadores y a los conciertos en el Parque Dorado con la banda municipal, que dirigía Ángel Curto. Yo estudiaba en las Dominicas y compartí aula con José Luis Carcedo, luego insigne ginecólogo, y con Juan Luis Iglesias Prada. Lo que más me marcó es que empecé piano.

-Sus padres eran de Oviedo.

-Veníamos mucho a casa de mis abuelos maternos, en la calle Santa Ana. Cuando nos instalamos en Oviedo, entré en los Dominicos, había mucha vida y películas sábados y domingos. Fui un alumno medio alto y tuve de compañeros a Manuel Fernández de la Cera, Suárez Baragaña, José María Geijo, Manolo Rodríguez Arbesú, los hermanos Cervero, Alfredo Olay, Vicente Vito y Juan Carlos Díaz Valdés.

-¿Qué le gustaba a usted?

-La medicina, desde pequeño. Tenía un tío médico, Antonio Argüelles Landeta, generalista en Caborana y luego en la calle de la Lila, al que veíamos en navidades. Despertó mi gusto y lo fijó para siempre.

-La medicina le sacó de Oviedo.

-No sin dolor, porque era muy de Oviedín, de la calle Fruela hasta la estación del Norte y vuelta por el paseo de los Álamos. Desde pequeño era socio del Real Oviedo de Sánchez Lage, Sará, Parajón, Caldentey. Iba mucho a la Acción Católica de San Tirso a jugar al pimpón, al futbito y a reuniones de catequesis.

-¿Era muy pío?

-Mi familia era bastante católica. Me dejó huella. Soy creyente de baja intensidad, pero la misa de los domingos sigue siendo importante para mí.

-¿Siguió con piano en Oviedo?

-Sí. Salía del colegio en los recreos, que duraban tres cuartos de hora, corría hasta la calle Rosal, donde estaba el Conservatorio provincial, recibía clases de armonía, de estética o de historia de la música durante media hora, y vuelta corriendo al colegio. Dejaba a los amigos jugando al fútbol en el patio y me iba a que me impartiera clases de armonía Vicente Santimoteo, que era director de la Banda de Música del Milán y me tachaba los deberes. Tengo un gran recuerdo de ese hombre, pero la armonía, el álgebra de la música, se me daba fatal. También recibía clases de Mario G. Nuevo, catedrático de piano, en su casa, tres días a la semana. Hacía cursos en junio y en septiembre. La carrera era de ocho años y mis padres querían que la acabara antes.

-¿Por qué?

-Les gustaba la música, pero no eran melómanos ni había tradición familiar. Intuyo que había competencia con los amigos en plan de «si tu hijo hace música, el mío también». Así fue también para mi hermano Adolfo, 16 meses más pequeño, que fue director general de Hunosa. Tres cursos de solfeo, los seis de piano y dos de la Escuela Superior de Madrid.

-¿Lo hizo?

-Sí, me catearon en séptimo. No tuve sensación de hacerlo muy mal pero Sopeña, el director, me suspendió. En el expreso, con el primer suspenso en mis 15 años de vida, pensé: «nunca más piano». En casa contestaron: «pues tienes que seguir y, si no, vas a la oficina con tu padre».

-¿Qué hizo?

-Pasar dos días sentado viendo trabajar a mi padre, hasta que acepté continuar. Hoy sería impensable. Ahora los colegios absorben más y se estudia inglés o chino, pero entonces el piano «se llevaba», lo había en las casas y muchas chicas estudiaban la carrera. Me gustaban Debussy, Mahler y Beethoven, y cuando acabé la carrera sentí la satisfacción de las cosas terminadas. No se me daba mal. Me hubiera encantado ser director de orquesta, pero entonces no se podía concebir dedicarse a algo de tanta incertidumbre. He oído música toda mi vida y he perdido mano por falta de práctica. Ahora, con más tiempo, no descarto dedicarle unas horas.

-¿Cómo era su madre, María Luisa?

-Bondadosa. Se sacrificó mucho por nosotros. La recuerdo apesadumbrada al volver de buscarme la pensión en Valladolid porque sabía que íbamos a separarnos. Marchabas en octubre no volvías hasta finales de diciembre. Era un gasto y mi familia no estaba boyante.

-¿Como era su padre, Secundino?

-Muy trabajador, con muy buena cabeza y memoria prodigiosa. Dejó la banca y se centró en otros negocios.

-Les dio caña, por lo que le oigo.

-Complacencias, ninguna. Disciplina, rigor y también cariño. Estábamos más juntos en los veranos, en Llorianes (Siero), en casa de unos familiares lejanos. Allí jugaba con mi hermano y a «sapiar».

-¿Qué era eso?

-Colocabas un sapo en el extremo de una tabla y la golpeabas para lanzar lo más lejos posible. Hoy amo los animales y soy antitaurino. Vaciábamos calabazas, poníamos una vela dentro y las colocábamos en la caleya para asustar a la gente.

-El primer cambio abrupto de su vida fue ir a estudiar Medicina fuera de casa.

-Sí. Rompía vínculos y, cuando llegaba septiembre, me entraba el desasosiego. Marché la primera vez en 1958, en aquel expreso que salía a las 11 de la noche y llegaba a las 4 de la mañana. Lo primero que notabas era lo de la canción: «joder, qué frío hace en Valladolid». Pensé en la suerte de mis amigos de Geológicas, Químicas y Derecho que quedaban en Oviedo. Medicina era una carrera de 7 años. Fui a la pensión Los Ángeles, en la calle Héroes de Teruel. Se comía bien. Tenía cinco habitaciones para trabajadores de la Fasa-Renault y estudiantes. Luego obtuve una beca de protección escolar que mantuve con las notas y que me permitió ir al Colegio Mayor Reyes Católicos.

-¿Qué descubrió en Valladolid?

-Que los tacos se decían en un castellano impoluto y uno de los mayores era «¡cállate, tío pelele!». Un asturiano no sacia con eso el insulto, necesita de «hijoputa» para arriba. Valladolid cambió mucho. Entonces era lo que llamábamos un pueblón, una ciudad castellana, austera, con mucha luz en primavera y verano pero de calles lúgubres y gente mal vestida.

-¿Y las clases?

-En el tren me habían advertido que me daría anatomía Pérez Casas, que era un hueso. Fue un profesor duro y una entrañable persona. Saqué sobresaliente con él, dirigió mi tesis y fue como un segundo padre. También recuerdo entrañablemente a su esposa, Esperanza Bengoechea.

-¿Y fuera de las clases?

-Me hice socio de la Filarmónica para ver los conciertos que dirigía Vicente Spiteri, también director titular de la Sinfónica de Madrid. Mi amigo entonces era Ernesto Fernández del Busto, hoy profesor universitario y cirujano de urología. Estudiaba mucho porque quería los veranos libres para coger la tienda de campaña o la bicicleta e ir al monte en Lena o a Poo de Llanes con José María Geijo. Ni me aburrí ni fui un juerguista. Tuve novia. Elegí Valladolid como destino de la mili porque no quería salir de allí sin la tesis hecha y quería hacer la tesis porque sin doctorado tenía la sensación de que el proceso no estaba completo. Si dejo las cosas a medias me siento incómodo conmigo. Tuve sobresaliente cum laude en la tesis.

-¿Había política en su entorno?

-El curso 1966-67 dirigí el Colegio Mayor San Juan Evangelista, que tenía alumnos con gran inquietud social y varios estudiantes en células comunistas. La Policía secreta visitaba el centro y llevó algún detenido para freírlo a preguntas. Yo no me plegaba, pero les era muy fácil obtener una orden del Gobierno Civil por la que debías decir quiénes estaban en el colegio.

-¿Aquello le cogía de nuevas?

-El San Juan Evangelista no era como el colegio en el que había estado, muy franquista entonces, donde el director llevaba camisa azul. Sabía que era muy social, de la Iglesia aperturista de Juan XXIII. Mis alumnos tenían más formación política que yo. Estuve un curso y lo llevé como pude.

-¿Cuándo quiso ser ginecólogo?

-Tardé bastante en decantarme por esa especialidad y fue un poco por exclusión. Quería una especialidad que no fuera muy amplia -como medicina interna o pediatría- y, al tiempo, que tuviera parte quirúrgica y parte médica. Quería operar. Siempre tuve el sentimiento de que el médico que no opera se queda en puertas de resolver el asunto de modo definitivo.

-Si no acaba la tarea se queda mal.

-Si me encuentro con un cuadro clínico que tengo que mandarlo a otro me jode mogollón. La cirugía permite llegar hasta el límite de la resolución.

-¿Y esa idea de que la cirugía es el fracaso de la medicina?

-Si fracasó el internista, claro. Un tumor ovárico, después de diagnosticarlo, hay que sacarlo. Hoy no mantengo que la ginecología sea fácilmente abarcable. Conforme me metí en la especialidad me di cuenta de que entraba en otro mundo. Empecé a dar clases con José Ramón del Sol, que luego, en la Universidad Autónoma de Madrid, se pegó un tiro cuando el Gobierno socialista le quitó el despacho desde el que ejercía la medicina privada y la pública.

-Una reacción exagerada. ¿Era así cuando le conoció en Valladolid?

-Tenía bruscos cambios de humor y era muy vehemente. Y buen catedrático.

-¿Por qué marchó a Inglaterra?

-Por asegurar mi adiestramiento. Los hospitales universitarios españoles tenían pocos pacientes de ginecología: los partos iban a las residencias del seguro, el número de cirugías era ínfimo y estaban reservadas a los primeros espadas de la cátedra. Me impacienté. Hice el curso de médico de empresa y la tesis. Un chico que venía muy bien formado de Manchester me habló de las excelencias de hacer la especialidad en Inglaterra. Entonces la gente iba a Alemania, pero yo era poco germanófilo y atisbaba que el inglés se nos venía encima.