No siento lo que se dice simpatía por los cazadores ni por la caza, y tendría que pensármelo mucho antes de pegarle a un tiro a algo con vida. Tampoco creo que la caza sea, como piensan algunos, una actividad de ocio propia de seres sedientos de sangre. En esto, como en otras cosas, no me considero un radical.

No se puede negar que la caza es, a veces, cuando el fin consiste en llevarse la pieza a la olla, un método primitivo de obtener alimentos. A mi juicio, en ello radica su interés, aunque supongo que los cazadores estarán en desacuerdo conmigo. Y me refiero a la caza terrestre, no a la marítima, más comúnmente llamada pesca, que, como expuso acertadamente Felipe Fernández Armesto, en su Historia de la comida, supone un suministro de recursos muy importante a escala mundial.

El cultivo de peces, la piscifactoría, acabará seguramente imponiéndose como producto de consumo, entre otras razones, por la gran actividad depredadora en los mares. Entonces, la pesca terminará por convertirse en una actividad tan exótica como es la caza en lo que concierne a la despensa. Nos hemos acostumbrado a no poner objeción a la carne de granja, que en otro tiempo se cazaba, pero muchos somos reacios al pescado que no es salvaje, no sólo por defender la industria pesquera tradicional sino probablemente por razones románticas. La pesca, aunque se trate de una ocupación modesta si la comparamos con la persecución de algunos animales en el monte o campo abierto, es lo único que nos queda de la época que precedió a la revolución neolítica.

La caza de pelo y de pluma se ha convertido en territorio restringido de los fogones en algunos lugares de España más que otros. La cinegética tan vinculada a la cocina en otras épocas ya no cuenta con el mismo predicamento. Eso no quiere decir que no haya cazadores ni cuchipandas, que sí los hay. Simplemente que, desde hace ya tiempo, el hombre se ha habituado a agarrar el conejo doméstico por el pescuezo para después llevarlo a la cazuela, mientras que se ha perdido la costumbre de perseguirlo por el monte armado con una escopeta. Julio Camba decía que si soltáramos por el bosque nuestros conejos domésticos y luego los cazáramos habríamos mejorado sensiblemente su sabor.

En primer lugar, está la liebre, cuya carne delicada es desconocida para muchos, entre otras cosas porque no resulta tan fácil pillarla y en algunos lugares es hasta imposible. El propio Fernández Armesto contaba cómo un conocido suyo empeñado en cocinar en Filadelfia para unos amigos un estofado alemán de liebre tuvo que desplazarse a Nueva York para conseguir una, porque en Philly no había dónde encontrarla. En cuanto a España, Alejandro Dumas escribió en el siglo XIX que aquí las liebres se volvían viejas y blancas porque la gente prefería el conejo y no se preocupaba en cazarlas. Las liebres, sin embargo y a pesar de las impresiones viajeras que recogió el autor de Los Tres Mosqueteros, un buen espadachín de la gran cocina, han sido perseguidas implacablemente en muchos lugares de la península Ibérica. De hecho, quedan pocas liebres.

Por lo que respecta a cocinarlas o manipularlas, mi experiencia con ellas empieza y acaba el día en que me regalaron una y la dejé de reposar, como es debido, antes de comprobar que se había cagado, como les suele ocurrir cuando las abaten, y me encontré en las manos con el engorroso pastel. No obstante, siempre que puedo, como liebre. Sigo pensando que la mejor manera de hacerlo es en civet, la fórmula francesa, con el vino, el agua, el vinagre, el bouquet de hierbas y las chalotas rehogadas en mantequilla. El lento y denso guiso reporta casi siempre un rápido placer que uno siempre está dispuesto a alargar con un buen vino, un Toro o un Borgoña.

Para cocinar la caza hay que tener la paciencia que exige la maduración de la pieza. Comer caza fresca es como comerla cruda, en eso tenía razón Josep Pla, defensor del faisandage o la faisandización para evitar la rigidez de la carne a cambio de una leve toxicidad. No tiene por que asustarnos la ligera podredumbre; hay que huir del rigor mortis en la carne.

Siempre que se habla de caza, salen a relucir la becada, el tordo o la perdiz. La primera es, para la generalidad de los aficionados y gourmets, la carne con plumas por excelencia, muy por encima de cualquier otra. La becada, ave migratoria, se alimenta de los gusanos que encuentra a su paso hurgando por el bosque y camina más que vuela. La alta cocina le tiene reservado un lugar de honor con el salmis o salmorejo, el relleno de trufas de Dumas o la bécasse sur canapé, de tradición franchute, que tanto le gustaba a Pla. Se asa el pájaro después de haberlo vaciado. La tripa se brasea y se extiende por una tostada. Encima se coloca la becada asada con los jugos de la cocción. La becada es uno de los grandes reclamos para sentarse a una mesa.

El tordo, negroazulado, también resulta una pieza cinegética golosa. Más preocupante resulta cómo lo pillan por causa de su glotonería. Una vez que se harta de bayas en la montaña, sobrevuela el llano para abalanzarse sobre los olivos y comer las aceitunas. Los campesinos lo que hacen es poner pegamento en las ramas y los pajaritos quedan prendidos de ellas hasta que mueren extenuados al intentar desprenderse. Luego cuelgan como si se tratase de los adornos fúnebres de un árbol de Navidad. Cuando no es así, al tordo lo espera la red, como al hortelano escribano de la pasada semana. El tordo se asa, preferentemente poco y a la parrilla.

La perdiz es otra de las piezas apreciadas por los cazadores. Su carne es algo correosa y no siempre la cocción contribuye a mejorarla. La verdura, el repollo, la berza o aquello que la acompañe suele sentirse beneficiado de ello. Pero no así la propia perdiz. Le ocurre, en cierta medida, como al faisán. Incluso como a aquellos de Sálvora con los que fabulaba Cunqueiro, de pedigrí bizantino o emparentados con el monje de Mostar, que trajeron en jaula de plata a Compostela, para ver si se reencontraba con su forma primitiva, después de haberse comido un alón y convertido en pájaro.

El otro día me invitaron a la presentación de unas jornadas de caza que se celebrarán del 15 al 19 de este mes en Somió Park, Gijón, a cargo de Cecilio y Luis Alberto Lera, de Restaurante Lera-Labrador, en Castroverde de Campos (Zamora), donde saben de palomas y pichones, perdices rojas, liebres y faisanes. Y saben, sobre todo, cómo cocinarlas. Disfruten de la caza mientras puedan. Es un lujo.