Pasamos por delante de una clínica que llamaba la atención por sus instalaciones modernas y lujosas. «Es un profesional inquieto», comenté, «tiene tiempo para investigar y publicar, no sé nada de su especialidad, pero debe ser bueno». Mi acompañante permaneció un momento en un silencio meditativo: «¿Qué es ser bueno? No porque sea técnicamente correcto es ya un buen médico, lo es si elige lo mejor para el paciente. Y eso no siempre coincide con los intereses del profesional».

En el XIX el coste más grande de las intervenciones médicas era la propia consulta. Hoy la tecnología es la que más influye en la factura. Ante una situación que se puede afrontar de varias maneras y todas ellas son semejantes en cuanto al resultado en salud, entre elegir una u otra puede haber enormes diferencias de coste. El conflicto ético tiene que ver con el bolsillo, no con la salud. Todavía hoy es el médico el que elige. Él dice lo que necesita el comprador y vende el producto.

El incentivo para elegir la tecnología más cara y moderna lo tienen todos los profesionales, tanto en el ámbito privado como en el público. Hay una fascinación por lo nuevo y sofisticado que tiene algo de mágico. Contar con ella es un estímulo profesional. Además, es un reclamo para los pacientes. La diferencia, que no es poca, es que en la medicina privada es el paciente el que paga, mientras que en la pública se dispara con pólvora del rey. Se podría deducir de ello que el uso de tecnología será más moderado y ajustado a las necesidades en el ámbito privado. No estoy muy seguro de que sea así a juzgar por lo que ocurre en EE UU, donde domina la práctica privada y el coste de la salud duplica el europeo.

El verano pasado me invitaron a dar un curso en un país sudamericano sobre comparación entre sistemas sanitarios. Durante las primeras sesiones me entretuve en mostrar la relación entre diferentes factores y la salud: alimentación, vivienda, educación, saneamiento base etcétera. «Dónde invertir, me preguntaba, para obtener los mejores rendimientos». Mientras les mostraba los problemas de salud más notables de su país: alta mortalidad por enfermedades diarreicas y respiratorias en la infancia. «No se necesitan hospitales ni alta tecnología para afrontarlos», notaba que algunos asistentes estaban inquietos. Por fin uno levantó la mano: «Profesor, todo eso está muy bien y le felicito por su exposición, pero yo lo que vengo aquí es a saber qué modelo puede producir más rendimiento económico porque soy responsable de un fondo de inversiones».

Esto es lo que está pasando. Fondos de inversiones y fondos de capital riesgo están haciéndose con el mercado de la salud en todo el mundo. A principios del siglo XX los hospitales privados los creaban médicos de prestigio, como los doctores Mayo en Minnesota o el doctor Jiménez Díaz en Madrid. No era el afán de lucro el motivo principal, sino el deseo de poder ofrecer la mejor medicina. Ahora los accionistas de esos fondos lo que quieren es beneficios, no saben ni les interesan los resultados en salud como no influya directamente en la cuenta de resultados.

¿Debe esto preocupar? Cuando el sistema público decide entregar la gestión y la provisión de la salud a una empresa privada, se queda con el derecho de evaluar los procesos y resultados y exigir que se cumplan las especificaciones que se acuerden. Siendo así, uno podría estar tranquilo: se controla la calidad. Otra cosa es que se haga o que se sepa hacer o que lo que se controla sea lo que afecta a la salud. Uno mide lo que sabe o puede medir. Por otra parte, la organización puede bien acomodarse para superar esas evaluaciones mientras descuida otros aspectos que no se observan.

La gestión privada, cuando es honesta y busca que sus beneficios resulten de ofrecer un buen producto, tratará de primar que se haga sólo lo que hay que hacer y que eso se haga bien. Por ejemplo, puede intentar controlar el uso innecesario de tecnología. O puede intentar evitar la infección producida por actos médicos. Con ambas estrategias ahorra dinero y mejora la salud. Si el beneficio se obtuviera con esta forma, los ciudadanos estarían en buenas manos. Sin embargo, si lo que prima es el ahorro, por ejemplo, ajustando mucho la plantilla, ese exceso necesario para afrontar situaciones extraordinarias, o restringiendo inadecuadamente el uso de tecnología, evidentemente no sería lo mejor para nosotros.

Hay un riesgo en dejar la gestión de la salud en manos privadas; y un posible beneficio. Nadie ha podido demostrar todavía que la gestión privada sea mejor que la pública en salud, ni que sea más barata. Sea de una u otra forma, lo más importante es un control bien profesionalizado de la calidad.