Contaba Llaneza en la entrevista que Hollywood es «una ciudad encantadora» aunque le producía «cierta pena contemplar todos los días, junto al estudio, la enorme fila de extras que esperaban trabajo. En aquella larga hilera había hombres y mujeres de todas las partes del mundo, que soñaban con la gloria del cine. Tras sus rostros, que deseaban aparecer sonrientes, se ocultaba el hambre y la amargura de la lucha».

La jornada normal en los estudios era de ocho horas, pero muchas veces se alargaba «hasta doce y catorce». Su marcha fue de todo menos agradable: «Durante mi contrato con la Metro se me extinguió el permiso de permanencia en Estados Unidos, y di con mis huesos en la cárcel de Los Ángeles, por denuncia de un compatriota (...). En América, y esto se lo corroborarán a usted todos los que allí han vivido, no tiene el español otro enemigo que el propio español. Esto es triste, pero es verdad. Así, denunciado por uno, estuve nueve días vistiendo el clásico traje a rayas de los presidiarios norteamericanos y haciendo los oficios más bajos de la prisión, en unión de negros y chinos. Gracias a que la Metro y el cónsul español intervinieron, poniéndome en libertad bajo fianza, hasta que el asunto se arregló». Cuando los estudios de la Metro se vieron «conquistados» por los españoles, «quedó muy quebrantada la disciplina yanqui, tan amiga del orden. Todo era llegar tarde, protestar y murmurar. ¡Con decirle a usted que a un trocito de calle donde salíamos a tomar el sol y a descansar después del trabajo, un zumbón le llamó «la calle de Sevilla!».

Llaneza vivía «en una casita que alquilé en Culver City. Allí, yo, que soy cocinero de afición, preparaba banquetes pantagruélicos a algunos compañeros (...) Yo hacía de todo: sopas de ajo a Ernesto Vilches, fabadas a Julio Villarreal, que, como buen asturiano, se perecía por ellas, y hasta pote gallego y menchetas, para los restantes. Cierto día, durante una de las frecuentes comilonas, y sabedores de que yo tenía alcohol en abundancia, se me bebieron dos galones de vino y uno de whisky».

Luis Montes fue actor y decorador. Su vida parece un guión de aventuras. Nacido en Oviedo en 1892, fue amigo y compañero de estudios de Abd el-Krim, futuro caudillo de las cábilas rifeñas y pesadilla de las tropas españolas en la guerra con Marruecos (1921-1926), durante la cual tuvo un papel destacado como intermediario en busca de la paz. Cambió esos peligrosos aires por la soleada California, donde trabajó como extra en películas de Greta Garbo y Gregory Peck. En 1931 participó en «Soñadores de gloria». Dejó su trabajo como actor para incorporarse al equipo de decoradores de la Columbia. Murió en Los Ángeles en 1965.

Manolo Noriega nació en Colombres en 1880. Emigró a México siendo muy joven, allí se convirtió en uno de los pioneros del cine, hasta el punto de que muchas biografías se refieren a él sin mencionar su origen asturiano. Al explotar la Revolución mexicana emigró a Estados Unidos y en Nueva York, durante un intenso 1915, llevó a escena obras españolas.

De regreso a España dirigió películas importantes de la época muda como «Bajo las nieblas de Asturias», con guión y música de Eduardo Martínez Torner, «José» o la muy arriesgada «Madrid en el año 2000», que, como se explica en el blog «Celuloide con caimanes», era una «desaparecida fábula de ciencia ficción en donde la capital de España era un emporio cosmopolita, navegable merced al río Manzanares, un gran canal conectado con el mar por donde transitaban transatlánticos. El público quedó asombrado por los efectos ópticos y maquetas que recrearon un Madrid con playas, que tenía monumentos como el Palacio Real al borde del agua».

Noriega volvió a volcarse de nuevo en el teatro y recorrer mundo con su compañía, con una breve parada para trabajar en Hollywood antes de instalarse definitivamente en México, donde obtendría su mayor reconocimiento en una versión de «Pepita Jiménez». Allí murió en 1961, dejando tras de sí más de 200 películas como actor. En Hollywood trabajó junto a estrellas de las versiones en español como Catalina Bárcena, Rosita Moreno, Gilbert Roland o Mona Maris, reunidas en la producción de la Fox «Yo, tú y ella», de 1933.

Figura especialmente destacada fue la del llanisco Baltasar Fernández Cue, o Baltasar Pola. Nacido en 1878. Vivió en México hasta que, acusado de incitar a la rebelión, fue deportado a Estados Unidos, donde ejerció como corresponsal en Hollywood de la revista neoyorquina «Cine Mundial». Al iniciarse los rodajes de las versiones españolas fue contratado para traducir y adaptar los diálogos al castellano de películas de la Fox, Warner Bros y la Universal, compañía que le puso al frente de toda la producción hispana en 1930-31. A veces recurrió a otro seudónimo: Gabriel Argüelles. Volvió a España durante la II República. Encarcelado en la Guerra Civil por las tropas franquistas, acusado de llevar a cabo labores de información para la causa republicana, fue condenado a muerte, pena que sería conmutada por 30 años de cárcel. Tras un calvario por varias prisiones, aprovechó la libertad provisional para embarcar rumbo a Estados Unidos. Murió en Los Ángeles en 1966.

Lolo Maya, director de «El Oriente de Asturias», dedicó el libro «Un llanisco en Hollywood» a la vida y obra de Pola, de quien se sabe que fue amigo íntimo de la mítica Gloria Swanson (o amantes, según se rumoreó) y acompañante ocasional de Greta Garbo.

Hollywood no le deslumbró: «A penas llego a la portería comienzo a topar con falsedades. Por el momento se trata de mentiras vivientes: unas cuantas mujeres llamativas, que sólo muestran la parte húmeda de los ojos. Son un manojo de flores marchitas», escribió Pola. Uno de los capítulos más interesantes está dedicado a su artículo «En el camerino de Norma Talmadge», una actriz muy conocida de la época. «La gran artista se mira al espejo y nos muestra plenamente su espalda, se pone las manos en las caderas y sus brazos desnudos parecen las asas de una grácil ánfora. Se habla del estilo. ¿Es, por ventura, español este vestido que tan bien cuadra en la hermosura de la artista? Norma, mientras coge la guitarra y la pega graciosamente a su cintura, habla de las modas, de los estilos, de las adaptaciones. Como buena yanqui, no admite mandatos. A lo sumo, los aprovecha».

Escribió un escéptico Pola que «las películas en español gustan si los artistas que trabajan en ellas son buenos. Esto que parece un juicio perogrullesco no lo es. Lo digo ya con una experiencia. Hasta ahora, se cree que una película vale por estar en español. Y no. El público ya no tiene la curiosidad de oír el español en el cine. Ya ha perdido la novedad de lo inédito, y, por tanto, exige más. Tiene para las películas en español las mismas exigencias que para las de inglés. Que estén bien interpretadas y que estén bien habladas».

José Manuel Bada nació en Caravia en 1988 y murió en El Salvador en 1967. Fue redactor de revistas como «Cine Mundial», «Bohemia» y «Diversiones», lo que le abrió las puertas para entrevistar a celebridades como Caruso, Carlos Gardel y Pirandello. Llegó a cartearse con la gran estrella del cine mudo Rodolfo Valentino, a quien le escribió su Tango Valentino. Armando Palacio Valdés, cuyos derechos cinematográficos representó en Estados Unidos, siguiendo el ejemplo de Vicente Blasco Ibáñez, le calificó de «el fénix de los amigos». En 1917 fue promotor de la primera película hispana en Estados Unidos, «El pobrecito Valbuena», dirigida por su paisano Manuel Noriega. La nieta de su hermano, Yolanda Cerra Bada, destaca de él «su bondad, prudencia y timidez. Intentó en vano volver a España, pero no pudo hacerlo cuando quiso: estalló la guerra. A finales de los 50 lo intentó de nuevo, pero no se adaptó al clima y, me imagino, mucho menos al asfixiante ambiente de la época, él que venía del otro continente».

Según Yolanda Cerra, «es un referente familiar muy importante. Mi abuelo custodió sus recortes, sus fotos y sus libros; mi madre se carteó con él e influyó para que fuera un referente familiar muy importante, facilitando, además, la publicación del epistolario. Me toca recoger el testigo y espero escribir algo no tardando».

Y al final...

Tal y como subrayaron Álvaro Armero y Juan Antonio Molina Foix en un artículo, la ambiciosa operación comercial por parte de Hollywood para ganar mercados extranjeros estaba «condenada al fracaso por el escaso interés real que se tomaban los productores. Considerando el atraso y subdesarrollo de los mercados hispanoparlantes, los medios puestos para la realización de estas versiones fueron exiguos y de ínfima calidad. Lo que unido al general desconocimiento en materia cinematográfica de cuantos se desplazaron a los estudios californianos y la inaceptable incongruencia que suponía la sustitución de estrellas con carisma por actores casi desconocidos, cuyo mérito era -y no siempre- el dominio del idioma español motivó la escasa valía de estas películas, calificadas por el historiador García Escudero de «teatro enlatado». Si los esfuerzos fueron, por lo general, baldíos debido a la inadecuación de estos filmes a las verdaderas exigencias de los espectadores a los que iban destinados, otra circunstancia imprevista contribuyó eficazmente a su deficiencia, arrastrando consigo la pérdida de interés por parte del público. Fue la llamada «batalla de la Z». Alimentada por egoísmos personales y pueriles rivalidades nacionales, una desabrida polémica se entabló entre españoles y el resto de hispanoamericanos -sobre todo mexicanos, chilenos, argentinos y cubanos- acerca de cuál era el idioma que convenía adaptar para estas versiones: si el castellano o el español de América. Esta guerra de acentos, iniciada por los mexicanos que eran la mayoría en Hollywood, causó un notable desconcierto entre los productores y técnicos americanos que no sabían a qué carta quedarse y contemplaban con estupor las agrias discusiones que se producían en los estudios, los unos velando la pureza del idioma y los otros defendiendo sus modismos y singularidades fonéticas». El enfrentamiento «terminó con la victoria pírrica de la tesis purista cuando (Edgar) Neville convenció a Irving Thalberg, cerebro de la Metro, para contratar al dramaturgo de prestigio Gregorio Martínez Sierra para que dirimiera aquella controversia».

Paul Kohner, un productor de origen checo que mantenía una gran amistad con el todopoderoso jefe de la Universal, Carl Laemmle, recibió el encargo de sacar adelante la versión hispana de «Drácula», dirigida en su versión norteamericana por Tod Browning e interpretada por Bela Lugosi. Su hermana «gemela» sería rodada por el equipo hispano durante la noche usando los mismos decorados, el vestuario y las marcas del equipo «oficial». El director fue el desconocido George Melford, que ni siquiera sabía decir hola en castellano.

El reparto contó con actores españoles y también sudamericanos, en una demostración clara de que a la Universal, a diferencia de lo que ocurría con la Fox, le importaba poco la mezcla de acentos. El asturiano Baltasar Fernández Cue se encargó de la adaptación, que sería más fiel al guión original tras los ajustes que Browning hizo a su montaje, de ahí la diferencia de metraje entre ellas. Fue, para muchos, el título clave de las dobles versiones en Hollywood, superior en algunos aspectos al original.