Circuló por ahí durante décadas la leyenda de que la mafia italoamericana había propalado una teoría infundada y canalla de la peste porcina para cerrar las fronteras de Estados Unidos a los jamones españoles y favorecer el negocio del prosciutto de Parma, estupendo pero de una escala inferior en cuanto a calidad al nuestro. Es posible que Lucky Luciano fuese consciente de esto último e intentase cerrar y abrir mercados de la manera que sólo la Cosa Nostra sabe, el caso es que por una u otra razón, los jamones nacionales permanecieron en casa y si bien hizo que se resintiese la exportación ibérica, ello redundó, por otra parte, en la felicidad de los hijos de esta tierra ¿Quién sabe qué hubiera sido de la calidad golosa del pata negra en unas circunstancias de expansión del producto?

Años más tarde Wang Weiqiang, en 2006, y su compatriota Wu Zheren, en 2007, quisieron hacer las cosas de otra manera registrando las marcas Jabugo y Hameng Jabugo para distribuir falsas patentes ibéricas en China. Por entonces, España empezaba a exportar jamones al país del Dragón y existía el temor entre las oficinas comerciales de que nuestro producto más distinguido fuese a ser copiado. Y probablemente eso era lo que pretendían los chinos del Jabugo, sin tener en cuenta que se trata de una marca registrada por la firma Sánchez Romero Carvajal y que, en general, los jamones de ese bendito rincón de la tierra están protegidos bajo la denominación Jamón de Huelva.

La operación desvelada estos días después de haber permanecido bajo llave se frustró afortunadamente gracias a la intervención de la Oficina Económica y Comercial de la Embajada de España en China, que detectó la maniobra del par de oportunistas dispuestos a vender los jamones de sus cerdos con el apellido más aristocrático que existe en el mundo chacinero.

Efectivamente, el cerdo ibérico es un animal magnífico. Goloso de las bellotas y devoto de la gimnasia en la montanera, le gusta, a diferencia de su mucho menos agraciado hermano, el blanco, hacer el amor en libertad, bajo los alcornoques y las encinas del territorio de la dehesa que acaba por agotarle. No hay casi nada en este mundo comparable a la carne curada de un cerdo ibérico puro. Para ser un gorrino, el ibérico pura sangre es un animal elegante, virtuoso en el andar, de cuartos traseros muy finos, largos y estilizados. Cuenta en su perfumada y musculosa carne con vetas de grasa infiltrada que caracterizan su sabor. La grasa es decisiva en el gusto y la fragancia de un pata negra.

Los principales rasgos fisonómicos de un jamón se encuentran en su presencia estilizada, más larga que ancha, con un costado de cuero en forma de uve y otro con una capa grasa, algo sucia y gris debido al paso por la bodega donde se lleva a cabo el proceso de maduración. El peso recomendado de la pieza es de entre seis y siete kilos. Para distinguir a un ibérico puro de uno cruzado o de un recebo hay un método que suele resultar infalible: presionar con un dedo sobre la parte del jamón con más tocino. Si la carne cede, se hunde, y no reflota con facilidad es que nos hallamos ante un verdadero jamón de bellota. Otros tocinos son más duros.

El corte también es fundamental. El jamón hay que rebanarlo fino, de manera que la loncha se funda en la boca a la hora de pasarla. Para proceder a cortarlo se debe esperar hasta el último momento. El solo hecho de entrar en contacto con el aire puede producir que el jamón comience a perder parte de sus perfumes. Resulta común hallar en las piezas puntos blancos diminutos salpicados entre la carne magra. Se trata de cristales de tiroxina producidos por una degradación de las proteínas que denota que el jamón es de calidad y su añejamiento correcto. Y ¿qué beber con un buen jamón? Personalmente, prefiero un fino de Jerez o una manzanilla de Sanlúcar, para acompañarlo, un tomate a la vera y un pan de payés o similar.

Del príncipe de la montanera sólo cabe esperar lo mejor. Sobre la singularidad de los perniles hay, en cambio, más leyenda que verdad. Que si Jabugo, Montánchez o Guijuelo. Los he comido mejores y peores de cualquiera de las denominaciones. El de Huelva, que ha tentado a los chinos, se distingue generalmente por su veta de grasa y un sabor entre salado y dulce, muy delicado. El extremeño es de textura poco fibrosa, tirando a dulce y lleno de matices en el aroma. El salmantino posee también la adecuada grasilla, las características pintas blancas por la baja concentración de sal, que le proporciona la suficiente dulzura. Los colores siempre van del rosa al rojo púrpura.

Se dice por ahí, y consta también en la leyenda, que hay tres duendes que convierten los jamones del cerdo ibérico en un prodigio. Se trata de la imaginación, de la experiencia y del tiempo. A la imaginación se debe el ecosistema de las dehesas, la relación entre el cerdo y la apetitosa bellota; de esta manera se propició un sabor desconocido de la carne en otras razas porcinas. La experiencia produjo la sabiduría para secar los jamones en las condiciones adecuadas. Y el tiempo enseñó a juzgar los resultados y a rectificar. En la actualidad, nos piden que le tomemos la temperatura.

Julian Baggini, editor de «The Philosopher's Magazine», ha escrito un libro estupendo que se llama El cerdo que quería ser jamón. En él se hace más de una pregunta, entre ellas, qué dirían los vegetarianos en el caso de que los cerdos sintieran un placer masoquista durante su ordalía por convertirse en un apetitoso jamón. «Tras cuarenta años de vegetarianismo, Max Berger se disponía a participar de un banquete de salchichas de cerdo, jamón, bacon crujiente y pechugas de pollo a la plancha. Max siempre había echado de menos el sabor de la carne, pero sus principios eran más fuertes que sus ansias culinarias. Sin embargo, ahora era capaz de comer carne sin cargo de conciencia. El jamón, el bacon y las salchichas procedían de una cerda llamada Priscilla a la que había conocido la semana anterior. Había sido genéticamente diseñada para poder hablar y, lo que es más importante, para querer que se la comieran. Priscilla había deseado toda su vida acabar en una mesa, y el día de su matanza se despertó toda esperanzada. Le había contado todo esto a Max justo antes de dirigirse presurosa al confortable y humano matadero. Después de escuchar su historia, Max pensaba que sería irrespetuoso no comérsela. El pollo procedía de un ave genéticamente modificada que había sido "descerebrada". En otras palabras, vivía como un vegetal, sin conciencia de sí mismo, del entorno, del dolor o del placer. Por consiguiente, matarlo no era más cruel que arrancar una zanahoria. Pese a todo, cuando le pusieron delante el plato, Max sintió un amago de náusea. ¿Se trataba de un simple acto reflejo, provocado por una vida de vegetarianismo? ¿O era el indicio físico de una justificable aflicción psíquica? Sobreponiéndose, cogió el cuchillo y el tenedor?». No cabe mayor ternura y resignación.

Ni tampoco que inspire escaramuzas literarias como la que sigue, que algunos lectores ya conocerán, entre las plumas más afinadas y afiladas del Siglo de Oro. «Yo te untaré mis obras con tocino / Porque no me las muerdas Gongorilla / Perro de ingenios de Castilla / Docto en puyas cual mozo de camino», escribió Quevedo refiriéndose a la ascendencia judía de su adversario Góngora. Este último le respondía a él y Lope de Vega recordándoles su afición por el vino: «Hoy hacen amistad nueva / Más por Baco que por Febo / Don Francisco de Que-bebo / Y Lope Félix de Beba».

Si los dos chinos avispados del «top manta» Jabugo supiesen que detrás de los andares armoniosos de un cerdo ibérico camina la historia y todo un pueblo en procesión, no habrían intentado la aventura de birlar una marca registrada para vender valiéndose de ella la pierna de una rata gigante. O de un cerdo agridulce, o mismamente del famoso cerdo de su horóscopo.