El azar ha querido, juguetón como él solo, que la semana en la que Madrid rendía homenaje a los «padres» de la familia Telerín, el hombre que dio vida a los Geyperman y los Juegos Reunidos perdiera su última partida a los 94 años. Se llamaba Antonio Pérez Sánchez y pocos sabían de su existencia, a pesar de los muchos ratos inolvidables que les proporcionó su trabajo como juguetero.

El pellizco de la nostalgia es inevitable cuando llegan estos momentos. Millones de niños españoles fueron a la guerra en los años setenta comandando muñecos de acción que tomaban el testigo de los Madelman, más sesenteros y simples. Hoy, quien tiene un Geyperman en casa tiene un tesoro sentimental, y más si conserva la caja original. De la abundancia de complementos se puede tener constancia haciendo un viaje rápido por eBay, el portal de venta por internet: una pistola automática por 4 euros, un quad del desierto superchulo por 115, un cuchillo de machete ¡roto! por 1,98, dos granadas de mano por el mismo precio (sin explotar, eso sí), un uniforme megaguay de granadero por 120...

La puerta de la máquina del tiempo está abierta. Nos espera. Entremos. En los años setenta los juguetes tenían su territorio sobre todo en quioscos, puestos callejeros y jugueterías. No existían la macrocompetencia de las grandes superficies ni las videoconsolas. Los críos no suspiraban por la Nintendo, sino por el Cinexin o las canicas de entrañas psicodélicas, los paracaidistas de uniforme monocolor y los diminutos soldados de plástico en sobres de apariencia espectacular. Los anuncios de televisión (dos canales y gracias) no eran un bombardeo constante de tentaciones y como no había DVD había que conformarse con las proyecciones mudas del Cinexin. Como «The artist», pero en color y sin música. Ni «Oscar». Castillos por piezas más bien simples (algunos con fantasmita), álbumes coleccionables de todo tipo, tebeos (nadie decía cómic en aquella viñeta de sus vidas), ciclistas, chapas, peonzas... Los juguetes no se anulaban entre sí por acumulación y no había construcciones gigantescas con Playmobil para dar y tomar. Había una singularidad que creaba una complicidad especial entre el niño y su muñeco articulado. Exploradores, soldados, vaqueros, piratas, indios, cazadores... Los Geyperman no iban en tropa y cuando se tenía la fortuna de contar con varios o se declaraba la guerra a otros niños se establecían extraños combates entre, por ejemplo, un policía montado del Canadá y un soldado ruso, o un cadete de West Point y un comando con garfios. H. G. Wells habría flipado con esos delirios del tiempo.

Si Geyperman representaba la guerra por tu cuenta, los Juegos Reunidos eran una invitación a la diversión colectiva, sobre todo familiar. Con permiso de Magia Borrás, fue el set que más bolas de juego regaló a varias generaciones. La idea de juntar varios juegos de mesas en un mismo lote era tan sencilla como genial. Había cajas de distintos tamaños (de 10 a 55 juegos) y en la década de los sesenta se convirtieron en reyes de muchos Reyes, el paquete más desenvuelto que te podías echar a la cara. El Parchís, la Oca, la Ruleta, el Quita y Pon, Las Ratas, los 3 en Raya... Juegos variados (y alguno que siempre se quedaba inédito, por difícil o rarito) para alegrar las tardes caseras y las excursiones domingueras. Un casino en casa donde la banca no ganaba siempre.

La muerte de Pérez Sánchez invita a la nostalgia desde la tristeza. Mejor cambiarla por el goce de ver juntos a la familia Telerín, la calabaza Ruperta o el «negrito» del África tropical, creados por los míticos Estudios Moro cuando campaban a sus anchas en el mundo de la publicidad en los años sesenta. «El anuncio de la modernidad» es una exposición inaugurada esta semana en Madrid que recoge doscientos de los mejores trabajos de los hermanos Santiago y José Luis Moro, que pusieron su talento al servicio de firmas como Avecrem, Starlux, Danone, El Almendro, Coca-Cola o El Lobo. «Vamos a la cama, que hay que descansar»... Y los niños seguían el consejo de aquellos dibujos en blanco y negro, o se conocían al dedillo los bailes de la calabaza Ruperta (saltándose el consejo anterior, claro), o se conmovían con el mensaje de salvar a los peces pequeños («pezqueñines, no gracias, debes dejarlos crecer»).

Y, ahora, por 25 pesetas cada respuesta, nombres de juguetes y anuncios de tu infancia... Un, dos tres, responda otra vez.