Aunque es cierto que cocinar con fuego nos ha hecho inteligentes no significa que, con el paso de los años, la pasión por lo crudo haya dejado de existir. Al contrario, cada vez son más los partidarios del raw food o la comida viva. Y, para confirmar esta tendencia, está de moda el sashimi, el amor japonés por la materia prima, la aparente sencillez de lo difícil, la técnica del takaki para cocinar la carne sólo marcándola al fuego y deteniendo bruscamente la cocción en hielo, etcétera.

El atún toro de almadraba, de carne roja y excelente textura y sabor, es una de las pasiones de los japoneses. El mercado central de pescados de Tsukiji, en Tokio, que ocupa una superficie de más de veinte hectáreas, es un termómetro de esta afición nipona por el atún. Los atunes magros procedentes del océano Índico se cotizan cuatro o cinco veces menos que los que se pescan en grandes cantidades cerca de las costas japonesas. El cliente juzga la calidad de la carne haciendo una incisión en la cola del pez, que permite averiguar el frescor del índice de grasa, sinónimo de calidad. En japonés, la palabra sashimi designa cualquier trozo de pescado crudo bien cortado que se baña en salsa de soja o se adereza con wasabi, la picante mostaza verde que a más de uno le habrá asombrado por su peculiar sabor. Sin embargo, de toda la variedad de pescados que en el Japón, el pueblo más ictiófago, se pueden llevar a la mesa no hay uno con mayor aceptación que el maguro, es decir, el atún, del que se aprecia tanto la parte grasa de un color rosado como la carne roja y magra.

Hay una forma de comer el atún muy extendida entre los japoneses, que es en tartare, con cebolleta, pepinillos, aceite, limón y alcaparras. Existen también variantes en tacos marinados y lo que se conoce por carpaccio, porque a los cursis les ha dado ahora por llamar así a todo lo que se prepara, sin cocer, en láminas, sea lo que sea, aunque no se trate de ternera o buey, que es de lo que debería tratarse, puesto que el nombre le viene a la preparación del vivo color encarnado que usaba el pintor veneciano Vittore Carpaccio.

El origen del verdadero carpaccio está en el Harry's Bar, de Venecia, un establecimiento declarado «monumento de interés», fundado en el período de entreguerras por Giuseppe Cipriani y frecuentado, entre otros, por Truman Capote, Scott Fitzgerald y Ernest Hemingway. De hecho, Hemingway incluyó como protagonista de la novela Al otro lado del río y entre los árboles a Cipriani, que cuenta en sus memorias cómo ideó el carpaccio para satisfacer el apetito de carne cruda de la condesa Nani Mocenigo, que tenía desajustes con la hemoglobina y a la que el médico le había impuesto una dieta severa.

Volvemos a los peces. Los cortes, ahí está la destreza del itamae (el especialista en sushi y sashimi), tienen que hacerse con un cuchillo incisivo. Hay que utilizar pinzas para sacar limpiamente las espinas. El pescado crudo se basa en la excelencia de su carne y en la presentación. Ricardo Sanz, jefe de cocina del restaurante Kabuki Wellington, ha logrado en Madrid con su imaginación y una destreza incomparable con el cuchillo un punto de fusión perfecto entre lo japonés y lo mediterráneo. Un nipón castizo que merece todos los honores con platos como el toro con pan con tomate o un sashimi de mero acompañado de papa arrugada y mojo verde, o combinando en un escabeche con el shichimi y el wakame.

El clásico de la carne cruda desde hace ya tiempo es el steak tartare, que proviene de la costumbre tártara, un tanto salvaje y nómada, de macerar la carne bajo la misma montura del caballo. Sin embargo, el ritual de la preparación del tartare en las mesas europeas se convirtió a lo largo de décadas en sinónimo de civilización: la ceremoniosa mezcla de carne con las hierbas frescas, cebolletas, las alcaparras y la yema de huevo antes de servirlo.

Pero no hay mejor experiencia sensorial para el amante del crudo que comerse una ostra; llevarse la valva a la boca y arrancar con los dientes la criatura de la concha. Con ello se está comiendo y bebiendo uno el mar, nada menos que el mar, aunque el desagradable efecto del agua salada haya desaparecido mágicamente. La ostra es uno de los pocos eslabones que nos une con el pasado sin que por ello dejase nunca de ser un bocado chic. Mayormente, hay dos tipos de ostras: las planas, de valvas circulares, y las creuses o alargadas (portuguesas y japonesas). Las ostras de esta variedad Gryphe son las que abundan en toda las costa atlántica y nos hemos acostumbrado ya a su turbador aroma marino.

El apellido Gillardeau es ilustre en Francia. Corresponde a una familia que, tras cuatro generaciones, produce unas ostras suculentas conocidas en el mundo entero. A su sabor nítido, yodado, equilibrado, dulce y, a la vez, salino unen una untuosidad que se prolonga en la boca, dejando un regusto de avellana difícil de explicar. De mayor a menor, se venden en seis tamaños, del 5 al 0. Personalmente, las prefiero del tres, todo lo más del cuatro. Las del cinco resultan un bocado demasiado grande.

Son también muy apreciadas las de Belon, que se cultivan en Bretaña. Es un tipo de ostra plana y suele venderse clasificada como «doble cero» por su tamaño. Las «verdes» de Marennes, planas o alargadas y las fines de claires, únicamente de esta última variedad, son también excelentes y se cultivan desde Capbreton, en las Landas, hasta la bahía de Arcachon. Gujan Mestras, la ciudad de los siete puertos y capital del cultivo ostrícola, es tierra de bienestar. Situada entre los viñedos aquitanos, el bosque de las Landas de Gascuña y las playas de Arcachon, uno llega hasta allí para ver pasar las horas plácidamente, entre paseos, buenas lecturas y generosos platos de ostras, regados con botellas de Muscadet, Pouilly-Fumé o Chablis. Es lo más parecido que conozco a la felicidad.

Pero de todas las ostras que he probado las más finas y sabrosas son las de Colchester. Los ingleses están orgullosos de ellas, la mayoría sólo las come en Francia, donde, por fin, se libran de ese complejo atávico de no probar aquello que les resulta fresco, crudo o francés. Estas suculentas ostras, de sabor más intenso y lechoso que las de Belon y con una textura incomparable, se encuentran a lo largo de cinco kilómetros de una ensenada de la isla de West Mersea, cerca de Colchester, en Essex. En París las he comido en La Marée, un reconocido restaurante de pescados entre el Faubourg Saint-Honoré y la rue Daru. A veces, cuando no las tienen, sirven fines des claires, del ostricultor bordelés David Hervé, también muy apreciadas por los aficionados. Pero si alguien les ofrece en alguna ocasión ostras de Colchester, no duden en pedirlas. Son realmente buenas.

Las ostras de Colchester atrajeron a los europeos continentales desde la época de los antiguos romanos. El propio Plinio el Viejo, agudo observador y hombre de mundo, solía decir que era lo único bueno que producía Gran Bretaña.

Además, no había problema de abastecimiento. En tiempos de Dickens solían abundar tanto que Sam Weller, uno de personajes de Los papeles póstumos del Club Pickwick, decía aquello de que «la pobreza y las ostras parecen ir de la mano». La frágil y delicada población ostrícola decreció vertiginosamente en el siglo XIX y, desde entonces, ha ido desapareciendo en grandes cantidades por culpa de la contaminación o del mal tiempo.

La cocina se debe a la domesticación del fuego, pero también al arte de saber manejar el cuchillo como es debido. Y con esto último, salvo en el caso de las ostras, un modo de esculpir o cincelar lo que uno se lleva a la boca tan ricamente sin cocer.