El crimen es un asunto muy familiar en Nueva York. Tanto que los restos de Lucky Luciano reposan en el cementerio de Saint John, en Queens, junto a los de Salvatore Maranzano, fundador de las cinco familias neoyorquinas y el hombre que asesinó para tomar el poder. Muy cerca, en un nicho imperial se encuentra Vito Genovese, uno de los padrinos y jefe del clan del mismo nombre. Los chicos no los olvidan.

En la mafia todo es familiar y pertenece a un mismo guion. Ahora que se han cumplido cuarenta años de «El Padrino», la primera de las tres películas de Francis Ford Coppola sobre los Corleone, no cuesta nada establecer el parentesco entre la impecable imitación que hace Silvio, el consigliere de Tony Soprano, de Michael Corleone (Al Pacino) en aquella aplaudida secuencia en la que el heredero de Don Vito dice «cuando creía que estaba fuera, me arrastraron dentro», como si le estuvieran sacando una confesión amarga de su vida.

Si no fuera por la trilogía de «El Padrino», probablemente no estaríamos hablando de «Uno de los nuestros», y si Martin Scorsese no hubiera filmado «Uno de los nuestros» tampoco habríamos tenido el cuerpo tan preparado para la dicha los seguidores incondicionales de la serie televisiva «Los Soprano». Si «Los Soprano» no resultase tras los años desde el apagón una placentera nostalgia para los televidentes, el canal de pago HBO no se habría lanzado de cabeza a producir «Boardwalk Empire», del mismo escritor, Terence Winter, de la mítica serie sobre la mafia de Nueva Jersey.

Nueva York es una ciudad disfrutada gracias a esa inmensa huella del crimen que nos han dejado algunos de los filmes más admirados del cine negro. La ficción y la vida real se han confabulado para ofrecer un escenario de película en la ciudad más cinematográfica que existe. A veces no es fácil distinguir dónde acaba lo irreal y empieza lo auténtico.

George Raft, actor y a la sazón reputado gángster, fue el que mejor definió esa maravillosa sintonía del fundido en negro. Cuando le preguntaron por qué los gángsteres reales sonaban tan parecidos a los de las películas, el actor respondió que el motivo era que éstas habían enseñado a los gángsteres cómo se debía hablar. Él en concreto fue uno de los que se doctoró en esa celebrada labor pedagógica. Los «chicos» absortos frente a la pantalla veían a James Cagney en «El enemigo público número uno» y se quedaban boquiabiertos. Luego incorporaban la gestualidad del actor a su repertorio de tíos duros; no se puede decir nunca si primero fue el huevo o la gallina. Christopher Moltisanti, el sobrino de Tony Soprano, buscó en la serie de culto producida por HBO homenajear esa conexión entre el pandillero y la versión que de él ofrece el séptimo arte.

La mafia es un asunto tremendamente atractivo y un gran negocio, como explica el éxito reciente en Estados Unidos de un libro con consejos para las empresas escrito por Louis Ferrante, ex miembro del clan Gambino. Igual que lo han demostrado la trilogía de «El Padrino» y las novelas de Mario Puzzo. Las tres películas de Coppola, sobremanera las dos primeras, se encuentran entre las mejores y más taquilleras de la segunda mitad del siglo pasado. Como las grandes obras maestras, no hay riesgo en ellas de caducidad. El binomio entre el cine y el mundo del crimen, desde hace décadas, supone una enorme fuente de ingresos para los productores, de reconocimiento para directores y actores, y de satisfacción constante para los espectadores.

Por si la dicha fuera poca, María Adell y Pau Llavador han recopilado en un libro, «El Nueva York del Padrino y otras películas de la mafia», un conjunto de escenarios entrañables para los devotos del género. Una guía de mano para seguir las huellas del crimen en la Gran Manzana y sus satélites suburbanos, incluido Newark, Asbury Park y North Caldwell, donde Johnny «Sack» Sacromonti compró la casa en la que Gina, su mujer, se atiborraba de chocolatinas ¿Se acuerdan de Johnny Sack, el vengativo underboss de Carmine Lupertazzi, jefe del clan de Nueva York del mismo nombre? Claro que se acuerdan de él, ¿quién podría olvidarse de un rostro así?

Si damos una vuelta por Nueva York de la mano de María Adell y Pau Llavador podremos seguir las huellas de algunas de las localizaciones donde se filmaron las secuencias de las tres películas de «El Padrino», «The French Connection», «Uno de los nuestros», «Cotton Club», «El honor de los Prizzi», «Cuestión de sangre», «King of New York», «El funeral», «Érase una vez en América», «American Gangster», «Donnie Brasco», «Malas calles», «Atrapado por su pasado» o «El clan de los irlandeses». En algunos casos, las huellas permanecen indelebles, el bar, el restaurante, el café, el edificio de apartamentos, la iglesia baptista, la tienda de armas, etcétera. No se han movido de lugar el Waldorf Astoria ni el imponente puente de Manhattan, en Brooklyn, de aquella inolvidable secuencia de los alevines de hampones de «Érase una vez en América», ni, como es obvio, la catedral de San Patricio.

No hay problema de perderse en la calle 32, de Queens, donde Henry Hill (Ray Liotta), el protagonista de «Godfellas», recuerda su infancia: «Desde que tengo uso de razón, siempre he querido ser gángster», o el John's Restaurant, de Manhattan, en el que Tony Soprano (James Gandolfini) le rompe la boca a Coco, el mafioso de poca monta que se atreve a intimidar a su hija, y sus dientes ensangrentados quedan esparcidos por el suelo de mosaico. Algunos de ellos incluso pegados al dobladillo del pantalón del agresor. «John's», del Lower East Side, se encuentra muy cerca de donde Lucky Luciano, padrino de los Genovese, se dice que asesinó en 1922 a Rocco Valenti. En el restaurante, que también aparece en «Boardwalk Empire», se sirven desde 1908 espaguetis con albóndigas, berenjenas a la parmesana y pappardelle toscano con una de esas salsas densas que harían suspirar a Clemenza, que por cierto interpretaba en «El Padrino» Richard Castellano, sobrino de Paul Castellano, jefe de los Gambino, acribillado a balazos en las afueras del restaurante Sparks Steak House en Manhattan por órdenes de John Gotti. De nuevo ficción y realidad cabalgando juntas en un escenario trepidante en medio del fuego cruzado.

Los dos autores de este baedeker del crimen neoyorquino se pasaron casi cuatro meses buscando los lugares reales para situarlos en la ficción, fotografiándolos y ordenando las piezas para armar el puzle. Lo habían hecho con anterioridad en otro libro publicado sobre el Nueva York de las películas de Woody Allen, de modo que tenían experiencia. Pero una cosa es dar con el Caffe Reggio, donde Vito Corleone se entrevista con el extorsionador Fanucci, y otra seguir la pista del lugar donde matan a Luca Brassi. «Luca Brassi... Luca», como recalca Big Pussy para corregir a Christopher Moltisanti en «Los Soprano».

Por si no lo saben, en el 110 de Longfellow Road, del acomodado Staten Island, está la mansión de los Corleone, cuya fachada encerraría supuestamente los interiores donde se filmaron las secuencias con que arranca la historia de Puzzo llevada al cine. La fiesta al aire libre con motivo de la boda de la hija de Don Vito, la conversación del Padrino con Bonasera en busca de favores, el numerito de Johnny Fontane, que quiere el papel en una película que se le resiste. Digo supuestamente porque los interiores se rodaron entonces en unos estudios de Manhattan, que ya no existen, según se han encargado de avisar los autores del libro. También hay polvo de estrellas en esta guía negra.