¿Cuál es la temperatura de cocción de la vanidad en la hoguera del chef? Alta, muy alta. La lista británica que distingue todos los años, desde hace una decena, a los 50 mejores restaurantes se está encontrando con la incomprensión de los no elegidos, en mayor medida que la Guía Roja francesa con fama de cicatera en algunos países, entre ellos España, pero más ortodoxa al peinar un campo notablemente amplio de recomendaciones y hacerlo con inspectores, sin meter a los propios cocineros en danza. «Restaurant Magazine» es una revista, como cualquier otra publicación del género, con inequívocas pretensiones comerciales. Los ochocientos votantes de su lista elevan a unos y, al distinguirlos, como es natural, rebajan a otros. No todos caben en las marmitas donde se cuecen distintos intereses, pero la postración resulta insoportable para la vanidad.

Hasta hace poco más de cinco años la repercusión de «Restaurant» era pequeña, y ahora se ha convertido en un gigante de la propaganda culinaria. La revista de los «50 mejores restaurantes del mundo» fía su criterio a una especie de jurado internacional compuesto por cocineros, dueños de restaurantes, académicos de la gastronomía, críticos y otros baberos. Cada uno de ellos, me imagino que son muchos y desperdigados aquí y allá, vota cinco restaurantes. La elección final es caprichosa: producto de filias y fobias. La lista se hace pública todos los abriles y la expectación que la rodea cada vez es mayor. La decepción o el enfado, en igual medida, resultan superlativos para quienes no ocupan un lugar en la relación de restaurantes, que sigue encabezando el danés Noma y en la que, si no me equivoco, ocupa el segundo lugar Celler de Can Roca (Gerona), y el tercero es para Mugaritz, de Andoni Luis Aduriz. Arzak, séptimo, se encuentra entre los diez primeros.

«Restaurant» contribuye eficazmente a la hoguera de las vanidades. La publicación anglosajona, como la francesa, dirige su negocio de las distinciones culinarias como le conviene, en función de su ámbito de influencia y del dinero del lugar: Michelin, por ejemplo, prima lo suyo y a los restaurantes japoneses, mientras que a «Restaurant» le dio un tiempo por los rusos. Los españoles no salen mal parados, pero eso no significa, como ocurre en los casos de Berasategui y Subijana, que algunos de los más renombrados chefs del país, mimados por la Guía Roja francesa, no se sientan excluidos y hasta discriminados. La prueba de que la lista anglosajona es una respuesta a Michelin se aprecia claramente en el desprecio hacia los chefs galos y en el premio que, en cambio, reciben los estadounidenses, ingleses y sudafricanos. Los japoneses, que copan la famosa Guía Roja -en Tokio brillan del orden de 230 estrellas, aproximadamente un 40 por ciento más que en toda España-, tardan en aparecer en la relación de «Restaurant Magazine». La exclusión nipona ha sido uno de los argumentes utilizados por el chef donostiarra Martín Berasategui, el primero en bramar contra la lista patrocinada por S. Pellegrino. Otro motivo es que sean los propios colegas los que deciden, como ocurre con el «Balón de oro» en el fútbol. Y el más contundente, para el vasco, tan devoto de la cocina como del negocio, el hecho de que los franceses le hayan honrado con siete de sus estrellas en comparación con el desprecio inglés. «No lo soportan», ha dicho. De esta hoguera donde se cuece el trabajo, la exigencia y la vanidad no han sido pocos los quemados que finalmente decidieron desertar. Mayormente franceses. Alain Senderens, con tres estrellas Michelin y leyenda durante veinte años al frente del lujoso restaurante Lucas Carton, de París, transformó en 2005 su templo gastronómico en una sencilla y popular brasserie. Senderens estaba hasta el gorro de los costes elevados de mantener abierto un restaurante en el centro parisino: de tener que verse obligado a cobrar de trescientos a cuatrocientos euros el menú, de la pérdida de clientela precisamente por ese motivo y de la insoportable presión de las guías gastronómicas. «La alta cocina tiene más de teatro que de realidad», dijo antes de pegar el portazo.

El caso de Senderens no es único. Joël Robuchon, que en los noventa fue considerado el mejor chef del mundo, anunció a finales de esa década el cierre de su local de París para dedicarse a las asesorías, un negocio bastante más lucrativo, que han emprendido no pocos cocineros de élite. Acto seguido abrió L'Atelier, con muchas menos pretensiones y presiones. Y, sobre todo, unos costes menores.

La alta gastronomía tiene un lado trágico. Se ha cobrado también vidas. Bernard Loiseau, chef del Côte d'Or, se suicidó en 2003 por haber bajado dos puntos en la guía GaultMillau. Años antes, en 1966, el cocinero parisino Alain Zick se había pegado un tiro tras enterarse de la pérdida de una estrella de las que otorga Michelin. En 1999 los británicos Marco Pierre White y Nico Ladenis renunciaron al estrellato Michelin al no poder soportar las exigencias requeridas para mantenerse en él; Marc Meneau perdió su estrella en 2000 y a raíz de ello tuvo una fuerte depresión. Gerard Besson sufrió un infarto en 2003 cuando perdió una de las suyas. René Jugy-Berges, del restaurante provenzal Le Relais Sainte Victoire, de Beaurecueil, la devolvió por el estrés y la angustia que le producía. Recientemente, en 2009, Marc Veyrat, patrón de L'Auberge de L'Eridan, prescindió de su tríada. El chef Gualterio Marchesi, el primero en Italia en obtener tres estrellas Michelin, también renunció a ellas, igual que el francés Jean-Paul Lacombe. No me acuerdo de más, pero resultan suficientes para ilustrar este tenebroso y frenético asunto de egos revueltos.

Probablemente harían falta litros de agua S. Pellegrino, patrocinadora de la lista «Restaurant», para apagar este último fuego.