Creo que nunca hubiera tocado el tema de no estar publicado en algunos medios, porque se trata de una complicada crónica en la que, como testimonio algo más que decorativo, tuve un pequeño papel testimonial y describe una época de la historia de España por la que se desinteresan los comentaristas. Se trata de la fortuna y los bienes de una familia malagueña de gran solera que buscó pasar desapercibida en una España de sobredimensionado oropel. No eran riquezas despampanantes ni posición social y política cimera, sino las peripecias de unos seres humanos, favorecidos por algunas gracias y duramente golpeados por el infortunio. Los apellidos Larios, Príes, Maturana están entrelazados con el mundo de las dehesas, los vinos, la industria, las finanzas, con cables robustos hacia las islas Británicas, los USA y ese pudor sureño, poco perceptible, que aconseja mezclarse con gente de fuera y evitar la endogamia. Eso se da, por ejemplo, en Jerez, donde creo que es difícil encontrar lazos parentales entre apellidos bodegueros, que, sin embargo, mantienen buenas relaciones sociales.

Los años sesenta fueron el arranque de una prosperidad hasta entonces desconocida en España, que oscilaba entre la levita y la alpargata, el latifundio y la miseria. Las cosas eran así y marchaban, con lentitud hacia nuevas formas de vida que conformaban el mundo moderno. De la memoria de la Guerra Civil se iba pasando al olvido, a las nuevas maneras de vivir, a disfrutar algo de esos momentos que pasamos por los ríos que van a dar en el mar de la nada. El pedregoso litoral meridional se hace hospitalario y gente emprendedora olfatea la prosperidad en el turismo, en la llegada de cuerpos ociosos y carteras provistas. Los catalanes reivindican en sus calas algo para ellos mismos; Levante, con aquel gran hombre, sencillo y batallador, que fue Pedro Zaragoza, se inventa un emporio alzando chalés y torres en la playa alicantina de Benidorm, las arenas y las olas más próximas a la reseca Meseta castellana. El Norte mantiene el postulado de huir de los calores veraniegos.

Nace Torremolinos, con el protagonismo de las hermanas Luque, hijas de un afamado médico humanista y sibarita. Las chicas se pusieron el mundo por montera y desafiaron la mojigatería dictatorial bañándose desnudas, al amanecer, en el pilón de la plaza del pueblo, o ésa fue la especie que corrió por las tertulias de todo el país.

A dos pasos, Marbella, con la presunción del miniclima guarnecido por la Sierra Blanca, y la vida al revés, realzando la noche y sesteando la mañana. Un teutón de maneras castizas, Alfonso de Hohenlohe, abre un hotel con bungalows, se consolida el whisky como sustitutorio de aquel horrendo «cubalibre», que era coñac de elevada graduación servido con sifón en vaso alto. Uno de los creadores que surgieron de la guerra, el constructor José Banús, planea el puerto deportivo donde antes sólo llegaban las lanchas con algunos jureles y langostinos. El mundo se repone de los enormes destrozos, arriba a las pintorescas arenas demoliendo la armazón moral sacristanesca con el sucinto biquini de las muchachas suecas y la desmayada urgencia de las «caves» existencialistas francesas.

Los yates comienzan a afluir, quizá no los lujosos barcos de los nuevos ricos alemanes, que siguieron fieles a la Costa Azul, el paseo de Niza, la bahía de Montecarlo, el abrigo de Cannes. Por cierto, y eso me lo contó el forzoso protagonista de esta historia: a finales del siglo XIX, el lugar era un humilde puertecillo de pescadores. Un día llegó el rey de aquellos mares, el barco del súper príncipe de Gales, hijo talludo de la reina Victoria, principito de más de 60 años en espera del relevo, que echó ancla para reponer agua, algo nunca negado hasta entonces. Quizá por resentimientos sociales, los híspidos pescadores dijeron que si el futuro emperador de las Indias quería agua, que la buscase en otra parte o la pagase. Un chinchorro partió de la lujosa embarcación, al mando de un oficial, que se entrevistó con el alcalde, y llegaron a un fácil acuerdo: adquiere agua gratis, para cualquier barco que la solicitara, pagando por anticipado el suministro durante cien años. Fue el comienzo del auge del puertecito, una de las joyas de aquella costa. Alcancé el final de la franquicia.

Estamos terminando el verano de los años sesenta. Mi revista «Sábado Gráfico» tuvo un tinte ñoño y cursi, ocupándose de eventos sociales y guateques burgueses. Teníamos una pareja de corresponsales en la Costa del Sol, dos amables gays bien recibidos en todas partes que daban cuenta de los inocentes eventos. Entre ellos, como foto veraniega, la fiesta que el marqués de Paúl ofrecía en su yate «Babette II». Aparecía la efigie sonriente de una hermosa mujer, pero no era correcta la identificación. Anfitriona, sí, pero no marquesa.

Días después, me anuncian en el despacho la visita de una dama, la genuina marquesa de Paúl, y su abogado granadino, José María Stampa Braun. Venían a rectificar la información gráfica y restituir la realidad. Como los documentos parecían correctos, aseguré que la reparación se llevaría a cabo, lo que se hizo. La señora me pareció una dama pizpireta, morena, de aire forzadamente mojigato, junto a su letrado, hombre de leyes y de Universidad, que se instaló en Madrid y en pocos años llegó a figurar en la primera fila de los abogados españoles.

De ello saqué el beneficio de su amistad, me defendió como delincuente de prensa, a cambio de los contactos que pude facilitarle. Stampa dominaba el derecho, informaba con elegancia, contundencia y sabiduría y en poco tiempo, no hubo pleito difícil que fallara en encontrar el camino de su despacho. Es de justicia reseñar que ayudó a muchos periodistas. Cuando, al cabo de los años, asediado por las adversidades y las denuncias le pedí que me representara por última vez, quiso excusarse diciendo que no disponía ni de un minuto libre para dedicarlo a un nuevo pleito y tuve que conmover su corazón con el único argumento que me quedaba, ya que no le interesaba la cuantía de la minuta. Le supliqué: «Por favor, hazte cargo de mi asunto. Aunque sólo sea porque soy el único cliente inocente que tienes». Y un millón de pesetas.

Se produjeron informaciones y réplicas del equívoco publicado mientras el verano llegaba a su fin. El marqués me visitó, fascinándome con su trato de simpatía e inteligencia pleno. Nació una buena relación que se consolidaba con invitaciones a la finca «Los Llanos», a una docena de kilómetros de la ciudad de Albacete, uno de los predios de perdices mejores en una región privilegiada. La finca ha estado providencialmente protegida de la expansión de la ciudad manchega al tener en su interior las pistas del aeródromo militar, el «Ala 5», creo, de cazas supersónicos, por lo que, en tiempos, se llegó a establecer el alquiler de una peseta anual.

La temporada de caza ofrecía este lugar como uno de los emblemáticos en tierras yermas, con dispersión de granos, plantados, para que comieran las perdices, y los arroyuelos que cruzaban las tierras ocres. Desde siempre fueron sólo eso, coto de caza, donde los campesinos disponían de fechas para practicar este deporte y contener la población volátil.

El antiguo monasterio pasó, tras la Desamortización de Mendizábal, a poder del marqués de Salamanca, que dotó a parte del espacio de un muro de 16 o 17 kilómetros que embolsaba una parte de la posesión, dentro de la que se soltaron venados, muflones, ciervos, liebres y conejos que correteaban entre las encinas. Excelente lugar cinegético, uno de los predilectos de Franco para darle al gatillo, y allí cazaba cada temporada. El edificio, que también fue convento y sede de la aviación republicana durante la Guerra Civil, fue transformado por el marqués de Larios y la que fue su esposa, Pilar Príes, en confortable residencia campestre con todas las comodidades y el añadido de una capilla anexa, donde se venera a la Virgen de los Llanos, patrona del paisaje, en cuyo panteón está inhumado el prócer malagueño, muerto antes de los 60 años. La marquesa, una mujer menuda, de increíbles y luminosos ojos gris azulados, había estado brevemente casada con un oficial que murió en los primeros días de la guerra. De mi amistad con ellos y de su sencillez recuerdo que me contaba la situación por la que pasó, viuda joven, con prosapia y sin dinero, cargando con un hijo al que alimentar y educar. «Hice de todo, asistí, fregué escaleras», relataba para mi conocimiento en las largas noches invernales. Creo que un ejemplo de dignidad, sencillez y nobleza brotaban de aquella historia verídica. De ella se enamoró el poderoso y afortunado marqués de Larios, hombre joven, gran deportista, amante de sus tradiciones, considerado con la esposa, mentor del hijo de ésta, hasta el punto de que lo adoptó, pasando por un largo puente de apellidos, pues se llamaba Carlos Gutiérrez Maturana Larios y Príes. Con ello, si es que se pensó, quedaba amartillada la fortuna, formada por la gananciosa Azucarera del Sur, la ginebra Larios y multitud de empresas agrícolas, enólogas, financieras.

A raíz del incidente del yate, es posible que la esposa de Franco pensara en la improcedencia de visitar una mansión, donde uno de sus habitantes vivía en pecado, y el caudillo dejó de llevar allí sus escopetas y, por tanto, de invitar a Carlos a la devolución de convites. Fue la época en que mis visitas se hicieron frecuentes y eludí, con tonta suficiencia, la posibilidad, buena para un periodista, de haber conocido personalmente al dueño de España; pero dormí en todas y cada una de las camas de las 22 habitaciones de huéspedes, entre ellas la que ocupó siempre el caudillo, con una enorme cama custodiada por angelotes de escayola pitados de purpurina, el clásico reclinatorio y el dormitorio del «espadín», edecán que dormía junto al Jefe.

Era un vida pausada, pero sin descanso: la tierra reseca, estéril, áspera necesitaba cuidados y don Carlos se hizo labrador, ganadero, cosechero, sembrador, con un trabajo constante, lento, de meditadas decisiones, entre las que faltaba la riqueza que no caía germinalmente desde las nubes. Estudios que llevaban en paralelo otros propietarios aconsejaron la prospección desde los vagabundeos de los zahoríes hasta la investigación por satélites. Había agua, mucha, pero a enormes profundidades. Se pusieron a buscarla y tras varios intentos fallidos, perforando más de dos o tres kilómetros, brotó el surtidor. Estaba allí aquél día en que se llenó la balsa y me pidieron que redactara una placa conmemorativa. Y así lo hice reseñando el esfuerzo de un hombre tenaz que hizo mucho más que embrazar una escopeta o mantener un timón en los siete mares. La undulante llanura se pobló de «pívots», enormes compases por donde caía el agua cuando era precisa.

Contemporáneamente, la relación con la bella navegante seguía su curso. Tuvieron tres hijas, preciosas, listas, bellas; cuando las barreras legales lo hicieron posible, contrajo matrimonio con la madre, Bárbara, renovadora de la finca, restauradora de cortijos desperdigados, creadora de jardines, promotora de una populosa granja avícola, de rebaños de ovejas, proyectos realizados de fabricación de quesos, plantación de viñas que ya dan un vino muy correcto para la región.

A raíz del episodio marbellí, los hijos del matrimonio inicial, Carlos y José Antonio, se quedan con la madre. Aparte de experiencia personal, me consta que los jueces de entonces entregaban sin discusiones la patria potestad a la madre, entre otras cosas, para asegurar el domicilio y una renta. Los procesos eran lo bastante largos para cualesquiera modificaciones. La primera esposa, Julia, no oculta que vivía con un «playboy» muy simpático y escasamente laborioso, llamado Chavi Álvarez de Toledo, compartido, al parecer, con otros modelos, y de todo ello era alimentador el marido, que, según entendí, no puso cortapisas a la mayor generosidad financiera para que pudiera mantener un rango social decoroso. Los hijos encontraron en la madre comprensión y facilidades para hacer lo que quisieran, amén de la semilla de un odio cerval hacia el padre. Aunque podría estar equivocado, viví épocas en que el marqués de Paúl deseó incorporar a la vida familiar a sus dos primogénitos, como hombres que desempeñaran tareas patrimoniales y la pretensión de que establecieran lazos de cariño con las hermanas, lo que así pareció durante algún tiempo.

Como inciso y homenaje a la verdad, una tacha: Carlos Maturana era un alcohólico, templado por la buena educación, pero no es posible servir a la verdad ocultándolo. Muy rara vez su adicción vespertina se mezclaba con el hábito del trabajador permanente y su inteligencia clara, notable y rápida parecía sobreponerse al yugo de la bebida, por cuya causa estuvo varias veces internado, con el intento de verse libre de la lacra.

La incorporación sucesoria no funcionó; el hermano pequeño nunca fue cosa distinta de un adlátere, completamente dominado por el mayor, a quien se le subieron a la cabeza los signos externos. Intentando copiar la existencia de conocidos de gran potencial económico, se propuso dar un vuelco a las finanzas, trastocando el ritmo conveniente. «Este mentecato -me dijo una vez su padre- cree que yo soy como los Albertos o los Cortina. Su ejemplo es Juan Abelló. Ha dado una cacería a sus amiguetes y le entrega un millón de pesetas de propina al mayoral, lo que ha llevado a la confusión a los empleados. Dispongo de recursos, los cuido, intento seguir aumentándolos, pero no se me ocurre parangonarme con ningún multimillonario. Por ese camino, nos arruina». Estaba muy cerca de la realidad a causa de los enjuagues económicos que no podía permitirse. A raíz de una enfermedad, sorprendió la buena fe paterna, obteniendo poderes excesivos y creo que así fue, por cuanto que se los retiró al recuperar la salud.

El padre lo desautoriza, intenta -ya herido de muerte- recomponer la unidad familiar, combate con los mejores abogados que puede contratar al sucesor, y lucha con su propio sentido de defensa, y es conocido el dicho de que el peor defensor es uno mismo. Sólo de pasada un episodio, un desvarío de la condición humana. Durante una temporada, el marqués se extraña de la vida familiar, abandonándola, aunque no económicamente. Se plantea otro divorcio, donde no pude excusar mi comparecencia. Se trataba de atribuir la perla familiar, la finca de «Los Llanos» y declaré la verdad: yo era un invitado de la madre, Pilili Príes, viuda y dueña absoluta de «Los Llanos». La condición humana, de la que nadie está libre, fraguó una relación desdichada entre Bárbara y el hijo de su marido: soledad, abandono, revancha, hilera de errores y pasiones para las que siempre hay que solicitar, al menos, comprensión, por difícil que sea, para la frágil condición humana.

Pasaron los tiempos. La hija mayor, Alejandra, muere de rápida y extraña enfermedad. Durante un año ondeó, a media asta, el banderín de Paúl en la torre del homenaje y los enconos crecieron con un padre malherido por la crisis de salud. El marqués piensa desheredar al hijo o, en todo caso, puede que imagine que no le corresponda más allá de la legítima y el título, aún transmisible por varonía, pero va agonizando, en la creencia de que los bienes más apreciados están en las emprendedoras y buenas manos de la esposa y la utilidad de las dos hijas, plurilingües, inteligentes, trabajadoras. Promueven una urbanización, al final de ese período viajan, se multiplican, mientras el hijo despacha con abogados en el madrileño bar Embassy repartiendo aquello de lo que va a disponer. Al final, en el marqués puede la sangre y sólo tres mujeres se oponen a la única determinación del heredero: reunir en su mano la fortuna del marido de su abuela. Carlos Gutiérrez Altuna, con indesmayable tesón, cerca de los jueces que sabe Dios lo que acabarán haciendo.

Hasta este retiro mío llegan las salpicaduras del suceso. Mi corazón y mi admiración están con la mujer cosmopolita, la frecuentadora de Biárriz, Cannes, Saint Moritz, Nueva York, París, vida social, lujo y trabajo. El abuelo de Bárbara fue un escritor desgarrado español, casi espadachín de finales de XIX, que usó el nombre de «El caballero audaz». Y Nanita, su madre, una extraordinaria mujer cosmopolita que disfrutó de las pocas ocasiones en que Salvador Dalí se apeaba de sus bigotes. El padre, un imaginativo ruso, primo del inventor del famoso fusil, ejerció su papel decorativo, y las bellas hermanas, Claudine y Nadine, casadas con plutócratas extranjeros, una piña de familia que alternó con la aristocracia mundial. Llevó Bárbara su viudez a una finca manchega para crear cosas, cambiarlas y darle sentido a la existencia. Vidas algo extrañas, la verdad, y remolinos en los que el odio es más espeso que la sangre.