Entre los profesores de mi bachiller de los que guardo mejor recuerdo destaca Angelita Orán. Amaba la literatura y nos transmitía ese entusiasmo quizá por su franqueza y cercanía. Incluso nos contaba alguna anécdota de su familia. Un día nos dijo que a su sobrino, hijo de Francisco Grande Covián, le habían dicho que parecía bobo: «Es que toda la inteligencia se la llevó mi padre». No debía ser tan parado cuando se casó con la bella, inteligente y sofisticada Jessica Lange. Si tenía algo de la apostura y bonhomía de su padre, no me extraña que Jessica se hubiera prendado de él.

Tuve la suerte de conversar en varias ocasiones con Grande Covián. En una de ellas me dijo con entusiasmo que acababan de darle el premio Nobel al grupo diseñador de los anticuerpos monoclonales. Entonces ya previó sus consecuencias, que casi treinta años más tarde disfrutamos.

En la justificación para otorgar el premio se describía el sistema inmune como una sociedad celular anónima, llena de talento y bien entrenada. Niels Jerne, uno de los galardonados, pensó y demostró que la capacidad del sistema inmune para reconocer miles de moléculas extrañas está predeterminada. Es decir, ya existe en el cuerpo antes de que se produzca el primer contacto con la sustancia ajena y potencialmente peligrosa para su integridad. En ese momento lo que ocurre es que se activa la producción de ese particular anticuerpo que reconoció la molécula extraña. Hay en esta teoría una suerte de selección natural de los más aptos que confirma la idea de Darwin. También subyace la idea de que nacemos con unas potencialidades y que es el medio el que nos convierte en lo que somos. Ocurre también en cosas tan dispares como las emociones o la lengua: nuestro cerebro está precableado para ello y en el medio, en contacto con los estímulos, se forma una determinada manera de ser emocional y lingüística.

Los otros dos galardonados fueron César Milstein, argentino de nacimiento, y Georges Köhler. El doctor Milstein logró, mediante el cultivo de dos líneas, células tumorales productoras anticuerpos que algunas se mezclaran. Rescató solo las hibridadas y observó que producían anticuerpos híbridos que fabrican una estirpe nuevo. Khöler estaba interesado en resolver un incordio. En el laboratorio se usaban sueros de animales inmunizados para reconocer, gracias a sus anticuerpos, la presencia de moléculas (por ejemplo, antígenos de bacterias). Era un instrumento diagnóstico importante pero muy enojoso de producir y difícil de estandarizar porque cada suero tiene una mezcla particular y compleja de anticuerpos. Khöler vio en los experimentos de Milstein una posibilidad y se desplazó a Cambridge, donde trabajaba este último. Entre los dos diseñaron esos anticuerpos que fabrican las células hibridadas que llamaron monoclonales porque proceden de un clon. Así se puede seleccionar el que se precisa para un diagnóstico.

Desde entonces se ha recorrido mucho camino. En el año 2000 cerca de la cuarta parte de los medicamentos que se desarrollaban basados en la biotecnología se fabricaban con anticuerpos monoclonales.

La mayoría de los anticuerpos monoclonales actúa activando el sistema inmunitario porque tienen la capacidad de unirse a las células diana y destruirlas mediante la activación de otros componentes del sistema inmunitario. También pueden actuar anulando ciertas proteínas necesarias para la supervivencia de la célula. Finalmente, otra función aún no bien desarrollada es que sirvan de transportadores de sustancias citotóxicas, de manera que como reconocen la célula que se quiere matar, se consiga que el fármaco llegue a ellas y sólo a ellas.

La forma tradicional de producirlos es la siguiente. Para obtener anticuerpos contra la proteína x, se inmuniza un ratón con esa proteína, se sacrifica y las células de su bazo, que producen anticuerpos, se hibridan con células del tumor mieloma humano que secretan anticuerpos. A partir de ahí se cultiva en ciertos medios que aseguran la línea celular requerida. El problema es que el ratón aporta un aspecto del anticuerpo que se denomina Fc, que no reacciona bien con los mecanismos efectores humanos. Ahí aparece la ingeniería recombinante. Sean quiméricos, murinos o humanizados, los anticuerpos monoclonales son medicamentos que vemos cada vez más en la clínica. Se distinguen porque su nombre finaliza en mab de «monoclonal anti body».

Hoy hay más de treinta medicamentos para tratar una variedad de patologías. Por ejemplo, se usan en la enfermedad cardiovascular para inhibir la agregación plaquetaria, en las enfermedades reumáticas para modular la inflamación, en la psoriasis, en asma, en la degeneración macular, en la osteoporosis, en esclerosis múltiple, en los trasplantes y, sobre todo, en cáncer.

La terapia con anticuerpos monoclonales es una de las muchas terapias biológicas ahora disponibles. Son medicamentos muy caros no sólo por la inversión en investigación que hubo de hacerse, también por la complejidad en la producción. Es un campo abierto al futuro muy prometedor pero que si no se regula nos puede llevar a la ruina.