Un año antes de que Mario Vargas Llosa dejase escapar su profundo lamento por el derrumbe del mundo de la cultura, Jordi Llovet, catedrático de Teoría de la Literatura de la Universidad de Barcelona, ya andaba a vueltas con la decadencia de los saberes clásicos en su «Adiós a la Universidad. El eclipse de las Humanidades» (Galaxia Gutenberg). Llovet (Barcelona 1947) se despedía de la vida académica -a la que luego regresaría- con una reflexión, cargada de ironía y erudición, sobre la Universidad, la enseñanza y la pérdida de un núcleo de conocimiento sobre el que debe asentarse «el buen ciudadano». Otro Jordi, de apellido Gracia, le dio la réplica a través de un panfleto -en sentido literal- en el que, sin citarlo, identifica a Llovet como «intelectual melancólico». Este catedrático de verbo torrencial puntuado con carcajadas, que hilvana ideas con el humo de un pitillo continuo, no parece, sin embargo, alguien aquejado de la tristeza profunda que dejan los males morales. Lo demostró en Oviedo, en el Club Prensa Asturiana de LA NUEVA ESPAÑA, invitado por Tribuna Ciudadana, y superando su poca inclinación a las conferencias, que considera «un género narcisista».

-En lo relativo al saber, ¿cualquier tiempo pasado fue mejor que el actual?

En lo que respecta a las Humanidades, sin duda, pero no cualquier tiempo. Fue mejor el Romanticismo, la Ilustración, el Humanismo renacentista, y lo mejor, Grecia y Roma, por supuesto. Por el medio ha habido unos eclipses, unos paréntesis en los que el saber humanístico aparece como algo secundario, sin importancia ni utilidad. En la Edad Media quedó eclipsado por la religión y el dogma religioso se comió todo el avance en materia de filosofía, de filología e incluso de historia. Resurgió en el XIV con Petrarca. La ciencia va por su lado, ha tenido un progreso permanente y en estos momentos está mejor que nunca. Pero las Humanidades sufren baches tremendos y el más reciente corresponde a la ascensión de la clase burguesa europea, a la que no le interesa nada el saber humanístico. Hasta la Segunda Guerra Mundial el grueso de esos saberes impregnaba la vida colectiva. En estos momentos hay una enorme ignorancia en esos temas y, lo que es peor, una enorme indiferencia, porque la sociedad se ha vuelto muy utilitarista y esas materias no parece ya que sean urgentes ni importantes. Sin embargo, mi tesis es que sólo a través de las Humanidades se forma a un buen ciudadano, es absurdo pensar que ese cometido lo van a desempeñar las nuevas tecnologías, de la medicina o de las ciencias exactas. El buen ciudadano se ha formado siempre a través de la religión o de las Humanidades, que no dejan de ser una religión laica. Hay muy poca diferencia entre un clérigo y un intelectual: son gente dedicada al estudio y a la reflexión, con una cierta preocupación política, cívica y moral. Y eso es lo que en estos momentos no tiene ninguna importancia. Todos los planes de estudio del Bachillerato son deleznables.

-Comparte visión con Vargas Llosa.

Vargas Llosa coincide conmigo. Mi libro salió primero. La alta cultura nunca fue de espectáculo, siempre fue minoritaria. Es fundamental que las sociedades tengan en la cúspide a gente muy preparada. Fuera de esa alta cultura, a lo único que nos podemos acoger hoy es a las culturas populares, que me parecen mucho más sanas que todas las estupideces que se divulgan por televisión.

-Usted, en su libro, identifica el comienzo de ese retroceso de las Humanidades con el momento en que la palabra entra en decadencia.

Para criticar la estupidez burguesa en ascenso a mediados del siglo XIX, Flaubert hizo su diccionario de tópicos. Ése es el momento en que la mentalidad utilitarista se adueña de todo. Ha durado tanto esa ilusión burguesa que uno se pregunta qué va a pasar ahora, porque la educación ya está muy estropeada. Cuando salió mi libro, el ministro Gabilondo me llamó y mostró su preocupación por la situación universitaria. Terminó confesándome que no podía hacer nada por el poder que ostentan los sindicatos de profesores y la burocracia, la ministerial y la universitaria, que está matando el deseo de conocer y de investigar. La burocracia es el último emblema de la burguesía decimonónica, es la apoteosis del mercantilismo burgués, como diagnosticó ejemplarmente Kafka al reflejar ese momento en que el ciudadano se ve atrapado en unos mecanismos que en el fondo son de poder, totalitarios.

-Usted se jubiló de la Universidad de forma anticipada harto ya del clima académico, pero ha optado por volver.

Soy un profesor nato. He escrito poco y lo que tengo es vocación profesoral. Me prejubilé, eché de menos a los estudiantes y me dejaron volver con ciertas restricciones. Mis colegas me decían que la Universidad había cambiado mucho en los cuatro años en que estuve fuera, que los alumnos ya no sabían nada. Para mí eso no es un problema, el problema consiste en que no quieran saber nada. Pero son estupendos, mucho mejores que mi generación. Muchos están implicados en ONG, en políticas alternativas. Son muy sanos, hacen el amor continuamente. No tienen más que ventajas. Entre chicos y chicas de 18 años estoy en mi elemento, les tengo un inmenso cariño.

-Es una queja reiterada entre el profesorado ésa de que los alumnos cuando llegan a la Universidad saben menos que nunca.

Eso es verdad, no saben nada. La ESO la regalan y el Bachillerato, prácticamente. La Universidad se resiente de esa situación, ante la que puedes no enseñar nada o hacer una labor intensiva, estimularlos. Mis alumnos son fácilmente estimulables, en primero no están dormidos en absoluto. En segundo ya notan que la cosa no va bien, en tercero están seguros de ello y en cuarto son conscientes de que tienen un futuro muy negro. Como la decisión del Gobierno de no convocar nuevas plazas a medida que los profesores se van jubilando no puede mantenerse siempre, es posible que cuando mis estudiantes se licencien tengan de nuevo acceso a ese mercado laboral.

-¿Qué piensa cuando escucha eso de que tenemos la generación mejor preparada?

En materia de ciencia y técnica, seguro que sí es la generación mejor preparada de los últimos treinta años. Pero en Humanidades, no. Como el griego ya no se enseña en los institutos, cuando llegan a la Universidad hay que comenzar por enseñarles el alfabeto, cuando antes se empezaba ya por leer a Homero. Y ello pese a que son los únicos que saben algo en el conjunto de la filología, porque, como tienen que aprender una lengua clásica, no se mete ahí cualquiera, y porque son departamentos con una excelente tradición pedagógica. Se ha «secundarizado» la Universidad. Los licenciados en Letras salen con el mismo nivel que tienen los estudiantes en Alemania cuando terminan el Gymnasium, es decir, el instituto.

-Y esos estudiante de Filología están también entre los más amenazados por la supresión de aquellas especialidades que no alcancen un número mínimo de alumnos.

El día que en España se suspendan los estudios universitarios de lenguas clásicas podemos cerrar la institución universitaria. Son los que conocen toda la tradición literaria europea, la repercusión de los mitos de Grecia y Roma, saben paleografía, arqueología... Son los auténticos sabios de la universidades españolas.

-En la planificación universitaria domina el criterio de que la formación debe orientarse al mercado laboral.

Eso está bien para los que estudian Farmacia o carreras técnicas, con las que las empresas están ya muy vinculadas, pero pensar en la Humanidades en términos de mercado es una barbaridad. Las humanidades son básicamente la educación y no se puede tratar la educación como un producto mercantil más, es una inmoralidad. Las universidades tienen que atenerse al principio aristotélico de tratar de modo distinto a lo que es distinto, y la especificidad de las Letras debe respetarse en los planes universitarios. Eso no ha sabido hacerse. Pero en los órganos de gobierno universitario nunca se discute sobre estas cosas, no hay un debate intelectual sobre los planes de Letras, que yo sostengo que deben unificarse otra vez.

-Los profesores de instituto se quejan de pérdida de autoridad, de la falta de reconocimiento de su trabajo.

Ésa es una cuestión compleja que, creo, guarda relación con la secularización de la sociedad. Cuando se pierden los referentes de que en el mundo hay una jerarquía y una autoridad, los profesores no pintan nada, entre otras razones porque ganan menos que la mayoría de los padres de sus alumnos. La del profesor de Secundaria es una casta desgraciada, empezando por los sueldos.

-No lo veo un intelectual muy melancólico.

¿Verdad que no? A Jordi Gracia se le ocurrió escribir eso, primero sin citarme, aunque luego ya dijo que era yo. Él habrá vendido su libro, y yo el mío, así que todos contentos. Soy un poco pesimista, eso sí, pero tengo mis razones porque conozco bien España. Si un Gobierno como el de Jordi Pujol no pudo en 23 años, con mayorías absolutas, resolver el problema de la educación en Cataluña, no creo que lo pueda arreglar nadie. Pero parece que no sea un problema urgente. ¿A dónde va a parar todo eso? A que mientras exista una Universidad privada, el resto nos da igual, porque de esos centros ya salen cuadros suficientes para cualquier tipo de trabajo.

-En ese lamento por la decadencia de la alta cultura, ¿no hay también un alejamiento del mundo actual, tan cambiante y tecnificado?

Yo no vivo ajeno a las nuevas tecnologías, aunque soy contrario a los ordenadores en las aulas. De la cultura elitista sale lo que luego son referentes para el resto de la sociedad. La talla, en conjunto, de los nombres que hoy se pueden manejar en un manifiesto de intelectuales en España dista mucho de la que podía ser en tiempos de la República.

-Una sociedad en la que esa cultura que usted defiende tuviera más peso ¿afrontaría de otra manera estos tiempos difíciles?

Cuando una civilización encara momentos como estos, la gente busca alternativas de tipo espiritual y se vuelca en movimientos o tendencias, que van desde los neonazis hasta el culto al cuerpo, y que actúan como religiones de sustitución. Hay deseos de espiritualizarse sin medios para hacerlo, de ahí la conveniencia de formar a la gente intelectualmente para que pueda sobrellevar circunstancias como las actuales momentos como éste. Muerto el mito del progreso infinito y del bienestar interminable, hay que darles mitos más solventes antes de que deriven hacia estas religiones de sustitución.

-¿Cuál es el aspecto más abominable de esa cultura del espectáculo que tanto le desagrada?

La televisión, sin duda.