Desconfío del Lambrusco, de su aguja y de su espuma. Pero siempre hay un italiano dispuesto a convencerme de que dentro de las cuarenta variedades que existen, también hay lambruscos aceptables, por no decir buenos. No conozco a nadie mejor para doblegar voluntades y obtener complicidades que un italiano dispuesto a ganarte para su causa con algo relacionado con la comida, la bebida o la belleza. De modo que aquella noche cerrada en Reggio Emilia, el camarero que me atendía en el pequeño y único restaurante que encontré abierto después de haberlo intentado con unos cuantos no tuvo gran dificultad en convencerme de que el Lambrusco que me ofrecía, «de casa», contaba con todas las bendiciones.

Efectivamente, no era peor que el culatello (jamón de Parma) y el parmesano reggiano que lo acompañaron en el antipasto, ambos excelentes. La comparación con el queso de Reggio, para algunos italianos «la octava maravilla del mundo», no deja duda de la chispa insólita de aquel Lambrusco de fattoria que tan convincentemente me supieron vender aquella noche de perros que no paraba de llover y en la que a las nueve apenas se veía ya un alma por las calles. Es verdad también que nunca volví a beber un Lambrusco como aquel que me sacase de la resistencia que mantengo hacia los vinos de aguja. Ni en Reggio, ni en Parma, ni en la mismísima Módena.

En la Antica Latteria Ducale de Cittanova di Modena sí compré, sin embargo, el mejor parmesano que recuerdo. El parmesano reggiano es un queso especial de pasta dura que durante décadas se ha asociado al rallado para condimentar los platos de pasta fuera de Italia, atribuyéndosele, además, a otras variedades inferiores su sacrosanta identidad. El parmesano reggiano, no confundir tampoco con el grana padano, es un queso que se produce en un área limitada de las provincias de Parma, Reggio Emilia y Módena, y partes de las de Mantua y Bolonia. Como el buen vino, es un producto vivo, cuyo sabor madura y evoluciona de una forma que no lo hacen otros quesos.

La leche rica en proteínas que se dedica al parmesano reggiano no la puede producir cualquier vaca. Por esta razón, la que provee es la frisona Holstein, que tiene un perfil genético similar a las extintas razas locales y que se introdujo en Emilia hará unos veinte años. Cada una de las frisonas del parmesano produce unos 10.000 litros de leche al año. Se alimentan de forraje fresco durante el verano, y en los meses de invierno algunos productores les dan a comer la hierba que ha sido deshumidificada, de tal manera que permite mantener los nutrientes esenciales. Debido a que comen básicamente la misma hierba todo el año, la flora en el estómago no se altera y libra de estrés a las vacas, que proporcionan una calidad y una consistencia láctea similar los 365 días. Da gusto verlas.

No hay escuelas que puedan enseñar la elaboración del parmesano reggiano, producto de la sensibilidad, el tacto y el buen juicio de los maestros queseros. El oficio, no es broma, requiere años de aprendizaje. Desde el principio hasta el final del proceso, el quesero se encarga de vigilar y medir la textura y la consistencia de la rueda, y decide todas las fases de la producción con la punta de los dedos.

El proceso de elaboración desde el cuajo es largo y establece varios ciclos. Aproximadamente once meses, entre los que un queso pasa de pesar 80 a 35 kilos. Después, aparece «il battore» (el batidor). Golpea cada rueda con un pequeño mazo. Si se produce un sonido hueco («como el que se obtiene al patear una pelota de fútbol») significa que la pasta tiene fallos estructurales. Les ocurre a aproximadamente siete de cada cien quesos, que son relegados a un área de almacenaje separada. Por lo general, se venden a las fábricas de pasta que utilizan el queso rallado bajo la correspondiente denominación. Los parmesano reggiano que pasan la prueba de sonido se comercializan marcados con el número de identificación de la compañía que los produjo.

A los doce meses, cada parmesano adquiere el logotipo del consorcio. A los dos años se someterán a una segunda batida, que determinará los quesos que tienen pequeñas imperfecciones y los pocos que se destinan a un mayor envejecimiento. El queso se llama nuovo cuando está entre los 12 y 18 meses; vecchio, entre 18 y 24 meses, y stravecchio, si tiene dos o tres años de envejecimiento. A medida que envejece, el color oscurece, surgen ese sabor caramelizado que le caracteriza y un particular regusto de frutos secos, mayormente de nueces. De un parmesano reggiano correctamente conservado puede derivar un staggionato delicadísimo que el consumidor hará mal en dedicarlo exclusivamente para condimentar la pasta después de rallarlo. Se rallan, a ser posible, los trozos sobrantes, las esquinas. Del mismo modo que en la Italia del Norte se utilizan para este menester el parmesano reggiano o el grana padano, en el centro y en Roma eligen las variedades locales de pecorino (oveja), y en el Mezzogiorno se recurre con frecuencia a la ricotta. En Sicilia y Cerdeña, cuando se trata de espolvorear algo sobre una pasta marinara, se utiliza la botarga (hueva de pescado).

Pero volvamos a Reggio Emilia, que cuenta con uno de los mercados más madrugadores y activos de Italia, donde proliferan las verduras y todo tipo de hierbas silvestres que más tarde se cuecen levemente y se comen aliñadas con aceite y sal. A veces, eso sí, con unas finas láminas de la octava maravilla del mundo por encima. Con el stridoli o strigoli, que aquí se conoce por collejas, se hace una popular sopa de carne, a la que también se le añaden en ocasiones trozos de pasta como en la minestrone. Las padinas, tortas de trigo similares a las pitas, se rellenan a veces de hierbajos.

En Emilia-Romaña se come muy bien, estupendas boloñesas, los mejores raviolis de Italia, mortadelas sublimes, embutidos para llorar de alegría, la coppa de Piacenza, el zampone de Módena y el cotechino (cerdo), que en Nochevieja se prepara con las tradicionales lentejas, pero, recuerden, háganme caso, extremen su celo con el vino Lambrusco.