-Las Eras de Renueva era un barrio humilde de León del que sólo queda la chimenea de la Fábrica de Leche ALY. Ahora se levantan los edificios de la Autonomía y por ahí quería construirse el chalé Rodríguez Zapatero. Todo estaba detrás de San Marcos, impresionante plateresco, antes de que Manuel Fraga lo convirtiera en hostal. La iglesia de San Marcos la llevaban los Jesuitas y en los patios traseros había un cuartel de Caballería donde, siendo muy pequeño y atendiendo al jolgorio de que llevaran las yeguas a los sementales para garantizar la recurrencia de la especie, me encaramé a una puerta, un militar se apercibió de ello y salió hacia mí. Eché a correr pero mi casa estaba cerca. Era cuando las mujeres bajaban a coser a la calle y preguntó, muy enfadado, de quién era el niño. Cuando mi madre se lo contó a mi padre, vi en él una sonrisa. Como pensé que no era muy grave, las siguientes veces abrí un poco la puerta para mantener mi curiosidad zoológica-etológica. Luego supe que Aristóteles fue gran zoólogo y su «Reproducción de los animales», un libro exquisito.

-¿Pesaban los militares en su barrio?

-El poder eran los Jesuitas. Nuestra casa era de tres pisos y la había construido un guardia civil que vivía en el del medio. Nosotros, arriba y el señor Ibáñez, murciano casado con una avilesina, abajo. Ibáñez era un represaliado que leía a Galdós y a veces comentaba lo mal que lo había pasado. En mi casa, el lado de mi padre era más bien franquista. Mi padre en la Guerra Civil se alistó en la Legión y fue para África para evitar que Sepúlveda fuera su campo de batalla, pero yo tenía un tío alférez provisional y otro que marchó a la División Azul. La familia de mi madre, madrileña, era de socialistas y su padre era anarquista.

-¿A qué se dedicaban en su casa?

-Mi padre, Antonio García Gil, era técnico de Correos y mi madre, Pilar López Redondo, ama de casa. Él empezó de cartero y seguía viajando y opositando para ganar más, y mi madre para ahorrar más y que progresáramos mis dos hermanas y yo.

-¿Dónde empezó a estudiar?

-Hice párvulos en las Agustinas y mi padre me llevó a la escuela pública El Cid hasta que a los 7 años contraje la tuberculosis y una médica amiga, Saturnina Mainzhausen, con familia de Grado, represaliada, se empeñó en que no me quedara ninguna secuela. Pasé año y pico aislado para no contagiar a mis hermanas, leyendo «Hazañas Bélicas» y «Roberto Alcázar y Pedrín» y las páginas deportivas que me traía mi padre. Yo era socio de la Cultural Leonesa, de la que jugaron en Asturias Puente, Rabadán, Vallejo y luego Marianín. Mi padre me daba clases de Matemáticas, Geografía, Historia y Gramática con paciencia.

-Su padre es un personaje...

-Central en mi vida. De joven había sido novillero. En la preparatoria, don Alberto era un primor en matemáticas y nos leía el «Quijote». De mayor supe que era franquista, pero se llevaba con el otro maestro, republicano. Saqué sobresaliente en el ingreso del Instituto Padre Isla y se cruzó el Seminario de los misioneros de Nuestra Señora del Sagrado Corazón.

-¿Qué era eso?

-Era una orden fundada por un francés, Julio Chevalier, en el siglo XIX, cuando Pío IX proclamó el dogma de la Inmaculada Concepción. Se destina a misiones, en Guatemala y en Nueva Guinea Papúa. Tenían Seminario Menor en Valladolid, noviciado en Canet de Mar y Seminario Mayor en Logroño. Un misionero que era amigo de mi padre captaba jóvenes y yo pensé en la aventura de ser misionero, evangelizar y salir de León y conocer mundo, mezclaba la idea sublime de influir en otros con las aventuras de «Roberto Alcázar y Pedrín». Para mi madre fue un disgusto. Mi padre aceptó: que pruebe.

-¿En su casa eran religiosos?

-Mi padre era frío y recuerdo una queja suya -que entendí luego- sobre las bulas. Viajaba y si tenía que comer carne debía pagar bula y en abonarla se le iba el beneficio del viaje. Mi madre, aunque procedía de familia de izquierdas, tenía creencias. Me apoyó para entrar en el Seminario mi tío José Ignacio, el alférez provisional, también poeta, que pagó mi estancia en el Seminario. Yo tenía 11 años.

-¿Cómo le fue?

-Éramos cien, muchos asturianos, entre ellos Florencio Friera, Alberto Hidalgo Tuñón? Me incomodaba dormir en un pabellón, la comida era escasa y el frío tremendo. Aprendí mucho latín, francés y música. Entré en el coro, fui voz blanca a los 12, baja a los 13, por gallos, y a los 14, bajo. Mi padre reforzaba mi enseñanza de matemáticas en verano. Decían que era algo abúlico y que me dormía en los laureles. Tenían algo de razón. El padre Carbonell me metió por el atletismo y fui segundo en salto de altura y tercero en 100 metros lisos. En cuarto me expulsaron.

-¿Por qué?

-Di un cambiazo. Los sábados y domingos, después de estudiar toda la semana, había oficios, deporte y estudio, y me escapaba al Campo Grande, el parque de Valladolid, porque me gustaba ver gente, el lago, los animales, salir del Seminario. Compraba algún pitillo suelto. Me pillaron fumando Bisonte, rubio sin emboquillar, en el lavabo y además flojeé en dos asignaturas. Acabé el curso y en verano enviaron una carta a mi padre recomendando que no volviera.

-¿Cómo lo vivió?

-De manera dramática e inesperada. Luego me fui dando cuenta de que mi falta había sido grave. Mi madre se alegró de que regresara a casa su hijo varón; mi padre, también, y mi tío quedó mal con los frailes, pero lo aceptó bien. Me consolé prendándome de una chica rubia con trenzas, año y medio menor que yo, hija del guardés de la fábrica de ALY, que también era guardia civil, aunque mis intenciones no cuajaron. En septiembre volví al Padre Isla.

-¿Y qué tal?

-Fue mi salvación. Tuve profesores extraordinarios y donde fallaba me apuntaló mi padre. Entré en contacto con la filosofía a través de don Lucio García Ortega, un profesor que, desde el existencialismo cristiano de Kierkegaard y de Unamuno más el de Sartre y Heidegger, nos hizo perder la fe. Tendría 40 años. Supe luego que estaba en contacto con Gustavo Bueno. Murió a los cincuenta y tantos, de infarto. Procedía del Seminario de Burgos y de la Universidad de Comillas. Era director de teatro y montó «Esperando a Godot». Otro profesor importante era don Luis, canónigo de la catedral y profesor de Literatura, que nos dio a leer el «Fray Gerundio de Campazas» y que, comentábamos entre nosotros, como en «San Manuel Bueno, mártir», había perdido la fe pero seguía subiendo al púlpito. Tenía una ironía impresionante. Canté en el coro del instituto, que llevaba el capellán. Me decanté por las Letras. Los profesores eran muy buenos pero muy estrictos y rigurosos, y yo, como tendía al mínimo esfuerzo, tenía que espabilarme. Jugué al fútbol, de interior, en el instituto -que siempre perdía contra los Maristas- y también en el Puente Castro. Se me abrió el mundo. Tenía amigos en el barrio, hacíamos montañismo, excursiones, alguna vez nos coló mi padre en la vía estrecha... Alguna verbena, llegaba a casa a las once, aunque mi madre me ponía de límite a las diez. Dejé de ir a misa, sin desgarro.

-Su madre es el rigor; su padre, la comprensión.

-Se complementaron. Mi padre intervino siempre para suplir mis déficits, pero nunca me agobió. A mis 16 años me desatendió algo más porque pasó una depresión y la doctora Mainzhausen nos echó otro capote y salió muy bien.

-Llegó a Oviedo en 1963.

-Y me impactaron dos grandes profesores, don Gustavo Bueno y don Emilio Alarcos. Me gustaban igual la filosofía y el griego. Los primeros años eran comunes...

-¿Qué le pareció Oviedo?

-Tuve que acostumbrarme al cambio de clima. Se me abrió el mundo de la política, aunque, rebobinando años después, no estaba tan lejos de ella. Los misioneros del Sagrado Corazón se enfrentaron en Guatemala a Romeo Lucas García y mataron al padre José María (Gran Cirera) y en Nicaragua, a la dictadura de Anastasio Somoza, donde el asturiano Gaspar García Laviana, compañero mío en Valladolid, gran futbolista, denunció la prostitución infantil. Otro misionero importante en Guatemala fue Jesús Lada Camblor, que se dedicaba a suscitar la vocación. Nos llevaba filminas de los indígenas. Mis primeras clases de antropología cultural o de etnología me las dieron misioneros, que me interesaban mucho. Desde la Teología de la Liberación había puntos en contacto con lo que hacíamos en Oviedo en el Partido Comunista. No me costó entrar en el PC por ese antecedente, aunque desde una visión laica.

-¿Dónde se instaló en Oviedo?

-En la residencia Claret de la plaza América, con otros chicos de León. Los claretianos eran muy tolerantes y nos aplaudieron incluso cuando volvimos de la primera encerrona que se hizo en Oviedo cuando detuvieron a José Antonio Brugos y en la que un grupo de profesores, entre ellos Bueno, impidió que entrara la Policía. Aquella noche leímos poemas, escuchamos a Raimon y oímos a Francisco de Asís Fernández, que declamaba muy bien.

-¿Cuántas clases pasó sin entender lo que decía Bueno?

-Lo mismo hablaba de Wittgenstein que de Piaget, de Heidegger que de Marx, pero es de infinita generosidad, y, terminada la clase, Gabriel Santullano, José Antonio Brugos, Alfredo Mourenza, Carmen Mourenza y yo íbamos a su departamento, un cuartucho lleno de libros y le preguntábamos sobre lo que no habíamos entendido hasta más allá de las tres. Una vez se presentó su mujer, enfadada, a recordarle que era la hora de comer. Por la tarde, organizaba seminarios. Era sesión continua.

-¿Cuándo entró en el PC?

-En segundo de comunes, en 1965. Sentíamos el aliento de don Gustavo. Mis compañeros de clase me invitaron a una reunión secreta. Yo estaba convencido de que era lo que había que hacer.

-¿Por el pensamiento o por la acción?

-Por influencia directa de Brugos, Santullano, chicos muy desenvueltos cuyos argumentos me convencían. Hablaban de los desmanes del capitalismo y de la dictadura. Hasta entonces yo no era muy consciente de esos conflictos. El detonante fue que yo tenía gran amistad con Brugos y no podía entender por qué le habían detenido. Era una gran injusticia y por eso fui a la encerrona. Luego me dijeron que pertenecía al PC y yo contesté que lo que proponía no me parecía inaceptable, que eran cosas básicas como el derecho de reunión, de expresión... Entonces se había implantado el tribunal Russell contra la guerra de Vietnam y en Oviedo había manifestaciones y la Policía nos arreaba. En segundo curso me fui a convivir a una pensión en General Elorza con 3 estudiantes de León.

-¿Su familia notó que era comunista?

-Influí sobre mis hermanas. Discutí con mi padre, siempre en buen plan. Mi madre me decía «no te metas en política».

-¿Cómo era su vida en Oviedo?

-Mucho cine-club, la sidrería del Naranco El Mirador, donde aprendí todo el folclore asturiano porque Santullano cantaba muy bien y tenía formación musical. Recuerdo a Ángela Paramio, a Sara, a Luisina. Dos años inolvidables. Oviedo me moldeó, pero no había especialidad en Filosofía, que era lo que yo quería desde aquellos seminarios en los que había réplicas, debates... Los asturleoneses fuimos a Valencia porque nos lo recomendó don Gustavo -porque allí estaban Carlos París, Manuel Garrido, Cubells- y porque en Madrid, donde eran escolásticos, se estableció el númerus clausus. En 1966 la escolástica no era lo que se llevaba. Empezamos a valorarla a partir de don Gustavo, a partir de 1981, aunque ya alertaba en 1972: cuidado con repudiar la escolástica.