A Pedro Pablo González se le dibuja una sonrisa cuando echa un vistazo a la mesa de su salón, soporte provisional de las reliquias que rescató de un saco de patatas durante uno de sus últimos paseos dominicales por el rastro de Oviedo. «No fui consciente de lo que tenía entre manos hasta que llegué a casa y las observé detenidamente», relata este coleccionista de juguetes mientras da vueltas, apasionado, en torno a las treinta caricaturas de presos en cárceles asturianas durante la Guerra Civil, que ocupan temporalmente el centro de su hogar, un segundo piso en las estribaciones del sector 2 de Soto de Llanera. Todas están firmadas por un mismo autor, con caligrafía confusa y que bien podría ser «Rafa», «Zafra» o algo parecido. Un artista que, por los trazos y tonalidades empleados, conocía el oficio y que probablemente mató las horas muertas en el presidio retratando a sus compañeros. Su legado da color a uno de los episodios más oscuros de la reciente historia regional.

«Me encantaría que alguien pudiera identificar entre los caricaturizados a un familiar. Daría aún más sentido a este hallazgo», explica González, convencido de que su recién adquirida colección merece la pena tanto por lo ético como por lo estético. Porque, al margen de la destreza del autor para dar forma exagerada sobre el papel a los rasgos de los demás, se percibe bajo los ingenuos colores una latente crítica social. Un intento de humanizar e individualizar a unos reos que eran poco más que un número, una colectividad sin rostro en la soledad de una penitenciaría.

Todas las caricaturas están fechadas entre noviembre de 1937 y enero de 1938, poco después de que el cinturón republicano de Asturias sucumbiera al Ejército franquista. Las primeras se realizaron en la cárcel gijonesa de El Coto, mientras que las segundas se ejecutaron en la de Avilés, lo que podría indicar que el autor fue trasladado de una a otra en aquellas semanas convulsas y especialmente violentas. Su rastro se pierde después. «Quizá fue ajusticiado», razona González, que no ha parado de hacer cábalas sobre las motivaciones que llevaron al desconocido artista a dar color a las hojas de su cuaderno, todas del mismo tamaño, todas con la misma apariencia amarillenta que tiene el papel con muchas décadas.

En cada una de las cuartillas, aparece también el nombre, el mote o la localidad de procedencia del caracterizado. «Ésa puede ser la mejor pista para su posible identificación», sostiene el coleccionista. Marbán Benavente-Zamora, Luciano, Celso, C. Antuña, Sama, Carreras, Casuco, José Fernández Taleno, Don Gerardo, Sarachaga «Dick» de Santander... Cada preso con el apelativo que recibía en el patio de la cárcel. Y todos de perfil, salvo uno. El único que figura en tres ocasiones, siempre de frente y que está sin identificar. «Estoy plenamente convencido de que se trata del autorretrato de nuestro artista», apunta el dueño de las caricaturas. De esta forma, habría dejado constancia de que también él pagó con el cautiverio por una condena más o menos justa.

No sólo la autoría y la identidad de los personajes son difusos. Tampoco se sabe por cuántas manos ha pasado la colección, desde los años cuarenta, antes de llegar a las de González. Lo único claro es que ha estado infravalorada durante todo este tiempo. «Se la compré a muy buen precio a una comerciante habitual en el rastro de Oviedo. Estaba levantando su puesto, a primera hora de la tarde, y me fijé en los dibujos al buscar algún juguete. Sólo me dijo que a ella se los vendió otra ambulante, que a su vez los recibió de un hombre que los tenía colgados en casa desde hacía mucho tiempo», asegura. Es probable que por eso estén enmarcados, lo que seguramente los salvó de una destrucción segura. Además, todos presentan una pequeña parte central deteriorada por alguna sustancia pegajosa. También para esto tiene su propietario una explicación. «Quizás el propio creador los pegaba con algo en una pared», explica. De ser así, habría convertido su celda en un museo en miniatura.

Las caricaturas de la cárcel son además un mosaico social del período bélico español. En ellas aparecen reflejados, con sus respectivos atributos, hombres de toda clase y condición. Los hay desarrapados, con camisa azul de Falange, con chaqueta anarquista o con uniforme de regular. Algunos fuman en pipa, otros se atusan la barba con un peine o lucen corte de pelo según los gustos de la «belle époque» de los años veinte. «Reflejan la personalidad de cada uno de ellos. Se puede adivinar sin mucha dificultad quién era presumido o un tipo fornido, probablemente procedente del ámbito rural», afirma González. Además, se vislumbran las diferentes tendencias políticas de la época, con presidiarios de los dos bandos que, en ese momento, dividían el país. Son pinceladas fidedignas de un lugar y de una época.

El nuevo dueño de las estampas tiene ahora el problema de encontrarles una ubicación apropiada. «Está claro que en una mesa no las puedo tener, pero me gustaría que tuvieran una utilidad, que sirvieran para que alguien pueda completar esta historia, que ahora está coja», comenta. Y las revisa, una a una, con ensimismamiento. «Me parece que son realmente bonitas, un ejemplo claro de la capacidad artística de una persona aunque esté pasando malos momentos», añade. Por eso, confía en que algún organismo se ponga en contacto con él para darle a su tesoro una utilidad social. «Me haría ilusión que una nieta de una de estas personas, por poner un ejemplo, me pudiera dar datos sobre la vida de su abuelo», dice. De esta forma, se cerraría un círculo abierto hace casi ochenta años gracias a la creatividad de un perfecto anónimo.

González tiene el propósito de regresar cada domingo al Campillín, el parque donde todas las semanas se instalan los puestos ambulantes del rastro ovetense, para indagar sobre unas caricaturas a las que ha dedicado ya horas y horas de observación. «Soy curioso por naturaleza y meditar sobre este asunto despierta en mí muchas preguntas que siguen sin respuesta», sentencia. Aunque también es consciente de que será difícil dar con algún testimonio que le permita saber algo sobre «Rafa», «Zafra» o comoquiera que se llamara el hombre que dio rienda suelta a su vena creadora entre rejas.

«No creo que existan muchos casos así en otras cárceles españolas durante la Guerra Civil. Al menos, no creo que pervivan dibujos de esta calidad realizados en esas circunstancias», prosigue el coleccionista, un gijonés que persigue por mercados y ferias cualquier objeto que acumule años y originalidad. «Muchas veces, la gente se deshace de documentos que tienen un gran valor histórico y que, incluso, pueden llegar a explicar episodios importantes de una ciudad, una región o un país entero», prosigue, mientras agita con la mano derecha un papel en el que figura la carrera militar de uno de los combatientes que defendieron Oviedo del asedio republicano. «Detrás de algo que parece intrascendente, pueden esconderse datos muy interesantes», concluye.

Después, abandona el salón en el que se han quedado a vivir por el momento los treinta presos de las cárceles del Coto y de Avilés que vieron pasar buena parte de la Guerra Civil entre cuatro paredes. Unos, castigados por cuestiones ideológicas. Otros, por delitos de distinta índole. Todos son el retrato de una España en blanco y negro que alguien se tomó con sentido del humor y la pintó con rasgos grotescos pero, paradójicamente, entrañables.

Pedro Pablo González, en el salón de su piso, con 27 de las 30 caricaturas que compró en el rastro de Oviedo. | nacho orejas