Autor de libros de referencia como «España, de la dictadura a la democracia», en colaboración con su maestro Raymond Carr, o «La patria lejana», Juan Pablo Fusi (San Sebastián, 1945) acaba de publicar «Historia mínima de España» (Turner), un compendio cronológico que es, también, una visión desapasionada y apasionada a la vez de una de las viejas naciones del mundo. Relato que aúna amenidad y erudición, el catedrático de la Universidad Complutense de Madrid firma un libro que puede leerse como un manual en el que se atiende con precisión a los hechos, pero también a sus consecuencias.

-Desde Atapuerca hasta el triunfo electoral de Rajoy en poco menos de trescientas páginas. ¿Demasiada síntesis para tanta historia?

Probablemente. El título tiene los precedentes de la «Historia mínima de México», de Daniel Cosío Villegas, y de otros dos libros referidos también a España: la «Historia de España» de Pierre Vilar, y la «Aproximación a la Historia de España», de Vicens Vives, aún más breves que esta mía.

-¿«Mínima» alude aquí a la brevedad o a la materia sobre la que hay ya un consenso establecido entre los historiadores?

A la brevedad y a la propuesta de la editorial, que yo acepté como un desafío. El libro sí sigue un orden cronológico relativamente convencional que se deriva de los propios hechos.

-¿Ninguna historia es definitiva, como afirma John H. Elliot en su reciente «Haciendo historia»?

Cada generación escribe su propia historia, y creo que Elliot estaría de acuerdo. Siempre hay puntos de interés, énfasis, perspectivas€ La Historia tiene una parte de erudición, pero tiene otra de preocupación de actualidad. Cuando hablo de «muchas historias posibles», quiero subrayar que detrás de los hechos... no sé, la romanización por ejemplo... hay muchos factores azarosos. Las cosas han sido de una forma, pero pudieron haber sido de otra.

-Permítame que me ponga esencialista. ¿Qué es España?

Es lo que ha ido siendo a lo largo de su historia. ¿Cuándo uno es uno mismo? Pues es difícil responder. Es difícil hablar de España antes de los siglos XI, XII o XIII, porque no encontramos un proyecto de tal. A partir de esos siglos la palabra «España» empieza a significar cosas, al menos en un sentido geográfico. Y desde el siglo XIII ya hay historias de España, como la de Alfonso X el Sabio. Una cosa es la España medieval, otra la del Imperio, después la España discreta del XVIII -con muchos asturianos por cierto al frente de la vida pública-, y luego ya el Estado nacional moderno, que tiene una parte de debilidad, casi un Estado fallido en el XIX, y luego ya un siglo XX con la guerra civil, el franquismo y la restauración de la democracia. Todo eso es España.

-¿De dónde viene esa manía de preguntarse por la identidad española, que yo no veo en otras naciones?

Tiene razón. Yo creo que es el peso de un pasado brillante que llevó a los intelectuales del XIX y de principios del XX a cuestionarse España como nación, a entrar en el contraste de lo que pudo ser ese gran pasado con la mediocridad, atraso y subdesarrollo de la España que les toca vivir. Todo eso está en Joaquín Costa, en la generación del Noventa y Ocho y en Ortega, que se hace esa pregunta, incluso de manera dramática, en «Meditaciones del Quijote». Mi generación tiene al fondo la guerra civil, vivida como una tragedia total, más la dictadura de Franco, que separa a España de las democracias europeas, lo que lleva a ver España como fracaso, con un profundo pesimismo crítico.

-Entre el relato de la visión unívoca de España que enseñaban a los estudiantes de mi generación y las versiones fragmentarias de la España de las autonomías de hoy, usted parece no quedarse ni con una ni con otras.

Quizás sí. Lo diría de otra manera: es necesario y es inevitable hablar de España, sobre todo a partir de la unión dinástica de los Reyes Católicos, que no fue en principio una unión nacional pero desde la que hay una innegable continuidad político jurídica. Por cierto, nunca se llamaron reyes de España, sino de Castilla, de Aragón€ Ya no hay más que un agente de soberanía. Otra cosa es que la vieja tradición de los reinos y su organización haya sido compuesta, compleja o como se la quiera llamar. Y que aparecen, a partir del XIX, una serie de sociedades y comunidades diferenciadas, como Cataluña, que es preciso reconocer.

-¿Es la razón de que permanezcan las tentaciones centrífugas pese a que hay historias de España desde el siglo XIII?

No es fácil responder de una manera rotunda a un hecho tan complejo. Los historiadores que hemos estudiado el asunto consideramos el nacionalismo, al menos en su versión moderna, como un hecho más reciente que precisa de unas condiciones: soberanía, opinión pública articulada, educación primaria y secundaria unificadas, medios de comunicación, servicio militar obligatorio€ Antes, resulta difícil poder hablar de nacionalismo. ¿Por qué acaba habiendo nacionalismo en Cataluña o en el País Vasco? Pues porque el Estado español del XIX, que es el primer Estado nacional, es menor, pobre, deficiente, fallido. Yo tomo la tesis en parte de Ortega, que dice que en España había provincia y puro localismo. Y de Azaña, quien sostiene que si España hubiera tenido un gran Estado en el XIX no tendríamos estos particularismos regionales. Pero no hay una relación de continuidad, por ejemplo, entre la corona de Aragón y Cataluña, su región más dinámica, o con el catalanismo de Prat de la Riba y, ahora, de CiU.

-Arrecian las voces independentistas en Cataluña y los nacionalistas ganan las elecciones en el País Vasco. ¿Vuelven los viejos problemas?

La organización territorial del Estado ha sido uno de los tres grandes problemas de España en el XX, junto con el atraso económico y la falta de democracia. A aquel problema se le han ido dando distintas respuestas: antes de la República, la Mancomunidad de Cataluña; después la autonomía, también al País Vasco; tras la guerra, y después de una etapa de fuerte centralización con el franquismo, parece que habíamos dado con una fórmula que yo defiendo mucho, que es el Estado de las autonomías. La propia Constitución distingue muy sutilmente entre regiones y nacionalidades, que incorpora, como sabemos, Roca i Junyent. Por lo tanto, la Constitución ha incorporado una visión catalana de la historia de España. Es difícil articular diecisiete administraciones, pero me parece que ahí estaba, con los ajustes necesarios, la verdadera fórmula para la solución del problema territorial. Ahora bien, parece evidente que desde perspectivas nacionalistas que aspiran a la plena soberanía no es suficiente.

-Por recordar la vieja polémica: ¿España es resultado de la línea romano-visigótica-cristiana o es ininteligible sin la presencia mora y judía?

Polémica espléndida. Tanto Sánchez Albornoz como Américo Castro suscitan admiración, al menos en los historiadores de mi generación, lo que no quiere decir que esté totalmente de acuerdo con los términos de la controversia. Hay una continuidad en esta tradición romana, visigoda y cristiana, pero con matices. Los visigodos no eran españoles y los hispanorromanos, que eran sólo romanos, tampoco. La palabra «español» surge en el XI o el XII. Ahora bien, usted y yo hablamos una lengua romance, casi latín, que procede de Roma, como la organización en provincias. Pero qué duda cabe de que la presencia judía y musulmana ha aportado muchísimas cosas al acervo que hoy llamamos «España». Hay que tener en cuenta la circunstancia de cada momento y no exagerar en algunas cosas.

-Usted es crítico, al menos en algún pasaje de su libro, con el período del Imperio español. ¿Respondió sólo a los intereses de la Casa de Austria?

Al poner más énfasis en esa determinada forma de poder, he tratado de responder a esa visión tradicionalista y nacional-católica por la que España se desangró en defensa de la fe y de los valores morales de la Contrarreforma. Hubo algo de eso, pero sin olvidar que muchas de las actuaciones no respondían a ningún proyecto religioso. El propio Felipe II, archicampeón de la fe, tuvo muy malas relaciones con los papas. Vicens Vives dice que es la política castellana la que lleva a ese tipo de poder, frente al menor autoritarismo de la corona de Aragón, cuando son precisamente los intereses de la corona de Aragón los que condicionan, por ejemplo, la política mediterránea imperial.

-Afirma que la articulación de España es, en buena medida, obra de los Borbones.

Los Borbones produjeron cambios sustantivos en la organización del Estado. Eliminan las leyes tradicionales y las instituciones privativas de Cataluña, Valencia y Aragón, no así las de los fueros vascos; además, introducen los equipos con secretarios de Estado, precedente del Consejo de Ministros. Unifican, también, más que nunca la Administración del Estado con la eliminación de aduanas.

-Estamos en el año del bicentenario de las Cortes de Cádiz. ¿La incapacidad para continuar aquella obra fue la gran oportunidad perdida?

Sin duda. El modelo ideal de la política en el XIX es el constitucionalismo basado en el modelo que llamamos la «revolución liberal»: estados basados en la soberanía nacional, con varias fórmulas constitucionales. Y so es lo que nace en las Cortes de Cádiz y se trunca con el autogolpe de Fernando VII, que provoca el retorno del absolutismo en todos los sentidos, con políticas muy reaccionarias. España pierde además su Imperio americano. La Guerra de la Independencia fue muy dura para España, que tardó en recuperarse y quedó en la periferia de la revolución industrial. Entramos en esa fase de atraso, de subdesarrollo, de marginalidad, de la que sólo empezamos a salir, y siempre muy relativamente, a partir de 1850.

-¿El otro gran fracaso fue el de la II República?

Son dos fracasos distintos. El de la II República conduce a la guerra civil. Fue el gran momento democratizador de España, pero desembocó en una grave crisis de la propia República y, después, en la tragedia de la guerra civil. Es un gran fracaso colectivo, con independencia de que las responsabilidades últimas, que nunca debemos obviar, son de quienes provocaron el levantamiento militar del 18 de julio de 1936. Previamente, es verdad que la República había topado con grandes dificultades, algunas consecuencia de las medidas de los políticos republicanos; otras, de la resistencia a las reformas por parte de los sectores más conservadores; y, por último, por los intentos de desbordamiento revolucionario.

-En su libro afirma que la Guerra Civil fue un hecho español, pese a que hay quien la define como el primer capítulo de la Segunda Guerra Mundial, del enfrentamiento entre democracia y fascismo.

Lo que aseguro sin sombra de duda es que las causas del levantamiento militar tienen que ver con la dinámica política, económica y social española; que no hay una especie de conspiración internacional que mueva peones en España. Ahora bien, no hay contradicción entre esto que digo y que la Guerra Civil, aun con causas españolas, tenga otros planos por su rápida internacionalización: el apoyo de Alemania e Italia a Franco y, también, el respaldo de la Unión Soviética a la II República. Todo eso en un clima europeo de polarización política y de crisis de la democracia.

-Habrá quien le reproche la visión optimisma que ofrece de la Transición española, un período en el que se evitó el juicio a los cuarenta años de dictadura.

No sé si es optimista, pues la Historia suele darnos un gran escepticismo. Lo que sí es cierto, y voy a contradecirme para disimular, es que la Transición tiene un aspecto muy positivo. Se decía que era imposible la reforma desde el franquismo y que ahí estaban los fantasmas del pasado, incluido el del revanchismo; que era imposible cualquier intento de restablecimiento de la democracia. Pues no, esa historia termina bien por primera vez en mucho tiempo. Unos y otros hicieron concesiones que nos llevaron finalmente a entrar en Europa y a redefinir el papel de España como una democracia. Las elecciones han sido siempre limpias, con una alternancia en el poder casi ideal. Parece que el consenso en torno al nuevo régimen de 1978 era universal, lo que no significa que no hubiera miles de problemas: el 23-F, el Ejército hasta su reforma, ETA, la durísima reconversión industrial... Frente a todo eso, España sale de una dictadura y se instala de una manera sorprendente en el orden democrático europeo. Con respecto a la exigencia de responsabilidades, no ha habido gran debate hasta hace poco, aunque la guerra no estaba olvidada ni mucho menos, como podemos ver por el número de estudios publicados entre 1975 y el año 2000.

-Su principal crítica de este período histórico último la centra en Zapatero por romper, dice usted, «consensos básicos».

Sí, pero no hay animadversión u hostilidad hacia Zapatero, sólo trato de objetivar. A partir de 2005, llega al poder la generación de Zapatero, que no está tan condicionada por el recuerdo de la guerra ni tan obsesionada con el consenso. La mayor crítica no es ésa, sino que me parece un gobierno muy débil desde el primer momento.

-España vuelve a estar sumida en una grave crisis económica y hasta de identidad. Ahora le pido que, desde su perspectiva histórica, haga de analista del presente.

Eso lo hacen mejor ustedes, los periodistas. Los historiadores utilizamos mucho la prensa como fuente, así que casi debería devolver la pregunta y mirar dentro de unos años qué decía LA NUEVA ESPAÑA. Aun así, es evidente que la profundidad de la crisis -y subrayo que sólo algunos «Casandra» la habían anticipado- ha sorprendido a todo el mundo. Es de mayor gravedad que la crisis del petróleo que sufrimos en los setenta o la derivada de la reconversión, ya en los ochenta. La crisis ha acabado con el optimismo en el que nos habíamos instalado. Me resulta difícil imaginar que podamos volver a crecer quince años seguidos por encima del tres por ciento. Iremos, en todo caso, hacia crecimientos modestos, como le viene pasando a Japón desde 1990. Ahora no podríamos integrar una oleada de emigración de cuatro millones de personas e iremos hacia un adelgazamiento de las prestaciones sociales, eso que llamamos Estado del bienestar, para contener el gasto público. Y han vuelto a detonar, en el caso de Cataluña, las aspiraciones de tipo nacional. Es algo que afecta, claro, a la identidad de España.