Sastre en Cuba.

«Nazco en Mondoñedo, provincia de Lugo, nada más y nada menos que el 16 de junio de 1928, o sea, que soy un anciano de 84 años. Mis padres eran personas modestas, y mi padre, Ricardo Pedreira, era sastre. Había estado en Cuba mucho tiempo y se casó allí con mi madre, Adela Pérez Santamarina, también gallega, de una aldea de Fonsagrada, San Martín de Suarna. Pero toda su ilusión era que yo naciese en Mondoñedo, porque no quería que fuese cubano. Por eso digo que fui encargado en la isla caribeña pero fui a nacer en Mondoñedo a los 20 días de llegar mi madre de Cuba. Mi padre era sastre porque su padre, a su vez, le había enseñado un poco el oficio. Sabía coser, pero no cortar, y fue en Cuba donde aprendió el resto. Había llegado muy joven allí, con 17 años, después de decir que él se iba para allá aunque se muriese. Y en Cuba encontró a uno de Monforte que le dijo: "Si me pagas, te enseñó a cortar". Aprendió y entonces empezó a ganarse la vida. Él, además, dibujaba muy bien, porque en Modoñedo había una sociedad de obreros católicos que por la noche ofrecía clases de dibujo y entonces casi todos los niños o estudiaban música o estudiaban dibujo. Lo de la música era porque en la catedral de Mondoñedo había coro de niños, organista y maestro de música. Al volver a Mondoñedo se establece como sastre y tiene la gran suerte de que triunfa y consigue que sus cinco hijos estudien carrera universitaria. Salir de un pueblo para estudiar en la Universidad no era sencillo, pero uno lo hizo en Santiago, otros en Oviedo y yo en La Coruña y Madrid. Su taller de sastrería trabajaba para toda la zona, por ejemplo, con clientes que iban desde Ribadeo o Vegadeo. Él era muy expeditivo y trabajador, y pasaba muchas horas y horas en el taller, pero por eso nunca quiso que los hijos quedásemos allí. Yo le decía: "Pero, papá, ¿por qué no se queda uno de nosotros aquí, con la tienda?", y él respondía: "No, no, ya he trabajado yo bastante; vosotros procurad buscar la vida por otros caminos"».

Hermano socialista.

«De los cinco hermanos, yo fui el mayor, y después vienen Pepita (Josefa), Elena, Gilberto (ya fallecido), y Manolo. Pepita estudió Filosofía y Letras en Oviedo, y después fue catedrática en el famoso instituto de Madrid Ramiro de Maeztu. Elena estudió Derecho, también en Oviedo, e ingresó en el Ministerio de Educación y Ciencia en Madrid, donde terminó siendo jefe de la sección de recursos. Gilberto fue técnico de Administración Civil y el único que estudió en Santiago, porque cuando le dijo mi padre que se fuera a Oviedo insistió en quedarse en Compostela, por el ambiente y porque le gustaba un poco la buena vida. Falleció a los cincuenta y tantos años y en la familia, desde el punto de vista político, era el socialista, conocido de Felipe González y, sobre todo, tuvo gran amistad con el periodista Alfonso Palomares, que fue director de la revista "Posible". Y Manuel vive aquí, jubilado, después de haber sido jefe administrativo y financiero de la Central Lechera Asturiana, antes de la reforma y de que se incorporara Pedro Astals. Fue entonces cuando él se jubiló, tras haber sido colaborador de Jesús Sáenz de Miera. Había estudiado en Oviedo para profesor mercantil y se hizo también auditor de cuentas».

Tertulias y Radio Londres.

«Pasé la guerra en Mondoñedo, que no fue lugar de contienda, pero tenía dos hospitales de sangre: el hospital general y otro que se habilitó en el Seminario. Además de no ser zona de conflicto armado tampoco fue lugar de hambre, porque casi todos teníamos un trocín de tierra donde se sembrar patatas o legumbres. Preparábamos caldo y lo único que escaseaba era el aceite. Cada poco llegaban a los dos hospitales heridos del frente de Asturias. Aún conservo fotos de aquellas escenas, y también venían soldados moros. Hasta se nos murió uno de ellos, que hubo que enterrarle en el monte, con la tumba en dirección a La Meca. Vamos, que supongo que ésa era la intención, y la cueva donde se le enterró sigue allí, en el monte. En Mondoñedo seguimos haciendo la vida normal durante la guerra e íbamos a la escuela, en la que los alumnos nos llevábamos todos bien. Mi padre era liberal, tremendamente liberal, y en su tienda se reunía los domingos por la mañana (porque él abría la sastrería ese día) un grupo de gente sobre los que he escrito en varios libros. Eran maestros, empleados de Juzgado y otros profesionales. Se reunían para criticar la situación, porque todos ellos creían en la democracia, aunque muchos de ellos se murieron sin verla. Recuerdo que en Mondoñedo se escuchaba Radio Londres, pero en portugués, ya que la emisión en castellano tenía un pitido continuo y no se oía nada. Era una interferencia, supongo que provocada no sé desde dónde, tal vez desde La Coruña; pero seguir las emisiones en portugués era fácil, con lo que el domingo por la mañana los que había escuchado Radio Londres contaban las noticias y las comentaban entre todos; pero cada vez que entraba en la tienda alguien que era de Falange o algo así (por entonces, casi todos eran falangistas, aunque pasado el tiempo nadie lo ha reconocido), alguien de la tertulia decía: "Cuidado, cuidado", y de repente la conversación cambiaba: "Pues, sí, la cosecha de este año...". Yo era un niño que observaba aquello y quedaba asombrado. Los maestros eran casi todos de izquierdas, y a uno de ellos terminaron castigándolo al destinarlo al quinto pino. Era un hombre buenísimo y los demás le preguntaban: "Pero ¿de qué te acusan?", y él respondía: "La verdad es que no lo sé"; pero el hecho es que había denuncias».

Tremendamente levítico.

«Pasada la guerra y la posguerra, en Mondoñedo se vivió bien. A mi padre le decía un canónigo que había allí (aquí tuvimos un canónigo que se llamaba Pedro Reigosa, pero el hermano era don Francisco, vicario general de Mondoñedo, gran canonista y también canónigo): "Ay, don Ricardo, si usted fuese a misa sería la persona mejor del pueblo", y mi padre le replicaba: "Pero tengo que trabajar y no puedo ir a misa; tengo que trabajar porque tengo muchos hijos". Con el tiempo le convenció mi madre y ya iba alguna vez a misa por las mañanas, pero en una ocasión acudió por la tarde y coincidió que el cura dijo a los asistentes: "Hay que cantar en misa, porque el que no canta no oye misa". Entonces mi padre se dijo: "Pues yo no sé cantar", y no volvió. Al final de su vida, cuando padeció el mal de Alzheimer, venía por casa un canónigo muy amigo suyo, con el que hablaba. Creo que lo convenció y le dio la absolución y pienso que murió dentro de la Iglesia, aunque no había sido nunca muy católico. Esto mismo les pasaba a algunos de los que habían estado en Cuba, pero, en cambio, Mondoñedo era entonces un lugar tremendamente levítico: teníamos catorce o quince canónigos, más los beneficiados, que eran otros tantos, más los profesores del Seminario». Todo lleno de clérigos».

Plazas calculadas.

«Con doce o trece años, en 1940, fui a estudiar a La Coruña en su Escuela de Comercio y después cursé Intendencia en la Escuela Superior de Comercio de Madrid. Más tarde también me hice actuario de seguro, o sea, las dos carreras superiores que había en las escuelas de Comercio. Para estudiar actuario había que hacer un ingreso de Matemáticas muy parecido al de las escuelas de ingenieros, bastante difícil, por cierto, aunque yo tuve mucha suerte y siempre que lo cuento no me lo cree nadie. Iba a la Biblioteca Nacional a consultar libros de Matemáticas y en uno de ellos vi una integral dificilísima y pensé: "Coño, si ponen esta integral suspenden a todo el mundo". Y la pusieron, pero yo fui de los pocos que la resolvió, aunque fuera de casualidad. Éramos unos 300 en el examen y aprobaban 15 o 16 porque aquellos actuarios de seguros salían todos colocados. La razón es que el director de la Escuela, Antonio Lasheras Sanz sabía las vacantes que se producían en las empresas de seguros, no sólo de España, sino de Hispanoamérica, y añadía un par de alumnos más por si se moría alguno. Con ese cálculo hecho, no sacaba más que esas 15 o 16 plazas. Aquélla era una carrera curiosísima, de tan sólo dos años y cuatro asignaturas: en primero, Cálculo de Probabilidades y Estadística Matemática, y Legislación de Seguros Sociales, y en segundo, Estudios Superiores de Contabilidad y Teoría Matemática del Seguro; pero, claro, eran clases diarias de cada asignatura y con muchas prácticas y manejo de estadísticas. En fin, era bastante complicado, pero nos colocaba muy bien».

Oposiciones de seis ejercicios.

«Acabados los estudios pensé en aquello de que «audaces Fortuna iuvat», la fortuna favorece a los valientes, y se me ocurre la machada de opositar con 21 años a cátedras de Contabilidad, que era lo que me gustaba. Llegué al penúltimo ejercicio y ahí me suspendieron; injustamente, pero me suspendieron. Mejor dicho, justamente, porque no estaba preparado, pero injustamente porque aprobaron a otros que realmente no deberían haber aprobado, por ejemplo, a un señor muy mayor que era delegado de Hacienda y no sé para qué fue a la oposición, ya que a los tres o cuatro años se jubilaba. Se conoce que quería ponerlo en la esquela, digo yo. Las oposiciones eran durísimas, a diferencia de las de ahora, que tienen algo de cachondeo. Había seis ejercicios y el primero era en el que exponías tus méritos para opositar. Tenías que documentarlos, y te sacudían: "Pero, bueno, ¿qué mérito es éste?", te decía un miembro del tribunal, y tenías que rebatirle. Comenzaba así la famosa trinca, de la que Ramón y Cajal ya hablaba en su tiempo. Es decir, que había palos del tribunal, que iba a trincar al opositor. El segundo ejercicio era una cosa parecida, porque exponías el programa de lo que explicarías en su momento sobre la materia y allí te sacudían y te criticaban si faltaban o sobraban temas. Era tremendo por lo estricto del procedimiento, y si además se presentaban muchos opositores había bastante más trinca. Y como eran oposiciones con público, que reaccionaba y aplaudía, era realmente un espectáculo. Luego venían los ejercicios de encerrona. De tu programa se sacaban tres temas, mediante tres bolas, y el tribunal escogía una y te daban cuatro horas encerrado para que la preparases y una hora para hablar. El cuarto ejercicio era sobre el programa del propio tribunal, cuyos temas anunciaban con 20 días de antelación. Luego venía el ejercicio práctico, que era muy importante, sobre todo, en Contabilidad. Sucedía lo mismo que con las Matemáticas: si no sabes resolver problemas, se acabó, y en Contabilidad si te ponen unos balances y no sabes juzgar si la situación de la empresa es buena o mala, ya me explicarás qué haces. La oposición finalizaba con un sexto ejercicio».

Con Fernández Pirla.

«Ya digo que aquellas primeras oposiciones a las que me presenté las suspendí, pero ahí encuentro a la persona que va a ser ya mi guía en el futuro, un miembro del tribunal, el profesor José María Fernández Pirla, que es quien introduce en España la moderna contabilidad y fue el "padre" de todo los catedráticos de Contabilidad y de Economía de la Empresa. Pirla escribe un libro que cambia totalmente el sentido de la contabilidad, porque hasta entonces era una cosa de mero registro de datos. Yo estaba disgustado por haber suspendido, y él me dijo: "Ven a comer a mi casa y allí te voy a decir lo que vas a hacer ahora, porque se acaban de convocar unas oposiciones a la escala general técnica del Ministerio de Hacienda y te vas a matricular". "¿Y eso qué es?", pregunté. "Ven a casa, que te lo voy a explicar". Y fue entonces cuando me lo explicó mientras yo no salía de mi asombro: "Como vas a sacar un buen número, pides Oviedo, y al llegar allí yo te dejaré encargado de la cátedra de Contabilidad de la Escuela de Comercio". Él tenía previsto preparar la oposición a otra cátedra de Madrid, que después sacó brillantemente, como todo lo que hizo. Ya había sido número uno con 23 años, y lo mismo en todas las demás oposiciones a las que se presentó, incluso la de agente de cambio y bolsa».

No cabe en la tarjeta.

«Hice lo que me dijo Pirla. Saqué el número 15, y entonces vine destinado a Oviedo. Me dieron la toma de posesión como oficial de primera clase del Cuerpo General de la Escala Técnica del Ministerio de Hacienda. Al poco tiempo me ascendieron a jefe de negociado de tercera clase de lo mismo, es decir, del Cuerpo General de la Escala Técnica del Ministerio de Hacienda. Y dije: "¿Dónde cabe todo esto en la tarjeta de visita?". Y me respondieron: "No, hombre, pones jefe de negociado de tercera y nada más". Pirla marchó a Madrid, donde fue maestro de profesores mercantiles de Hacienda, que se llamaban así entonces, y luego intendentes de Hacienda, que es lo que luego fui yo. Ahora mismo no sé cómo diablos se llaman, porque el nombre ha cambiado varias veces, entre otras, según la modificación que Paco Ordóñez, del que más adelante hablaré. Tardé en incorporarme a la Universidad, porque las escuelas de Comercio dependían entonces de la Dirección General de Enseñanzas Técnicas, pero me establecí en Oviedo en 1951 y aquí he vivido siempre desde entonces, salvo en algunas etapas. Para mi sorpresa, me destinan a una cosa que se llamaba Sección sobre la Renta. En aquellos años había tan sólo 300 contribuyentes de Renta en Asturias, así que casi los sabía todos de memoria. Fiscalmente, había un mínimo a partir del cual se declaraba la renta, y además todavía no había nada y no pagaba casi nadie tributos, porque estaba empezando a establecerse el sistema. Después, los abogados del Estado requirieron mi presencia y me llevaron al Tribunal Económico, y se da la casualidad de que pasados los años me jubilo como presidente de ese tribunal, que al principio dependía de la Delegación de Hacienda, aunque mucho más tarde ya se separó de ésta. El Tribunal Económico tenía la función de resolver todos los problemas de tributos del Estado, la provincia y el municipio. Esto último se suprimió por culpa de los catalanes, así que si antes te ponía una multa el Ayuntamiento ibas al Tribunal Económico, que no costaba nada, y resolvía el asunto. Ahora, en cambio, tienes que ir al Contencioso y pagar abogado y procurador, con lo que acabas decidiendo pagar la multa. Ahora que se habla tanto de las tasas, también habría que recordar cómo desapareció aquel sistema del Tribunal».

Director de la Escuela de Comercio.

«Sigo en Oviedo y al poco tiempo se convocan unas oposiciones en Hacienda, una cosa muy curiosa para los que éramos técnicos, que podíamos aspirar por oposición restringida a dos puestos: liquidador de utilidades o inspector diplomado de los tributos. Yo fui a liquidador y aprobé la oposición. El liquidador de utilidades era el encargado de resolver los problemas y calcular la cuota del impuesto de sociedades, que se llamaba entonces de rentas del capital y también del trabajo personal. Hacia 1956 llego por oposición a catedrático numerario de Contabilidad de escuelas de Comercio, y para mi sorpresa (tenía 28 años), me nombran director de la Escuela de Oviedo, un cargo que designaba Madrid. Vino el director general: "Tiene usted que ser director". "Pero es que a mí no me interesa". "Pues da igual, porque tiene que serlo". Así que fui dos veces director: la primera, durante cinco años, y la segunda, cuando ya era por elección, coincidió con que hubo un follón en la Escuela y vinieron algunos catedráticos para que volviera. Me presenté, gané las elecciones y como consecuencia de eso fue por lo que estuve tanto tiempo como miembro de la Junta de Gobierno de la Universidad en representación de las escuelas universitarias, que ahora ya no existe porque son facultades».

Visita al Tesoro de EE UU.

«En 1960, con Fernández Pirla a la cabeza, siete catedráticos españoles viajamos a los Estados Unidos para estudiar sus escuelas de Administración de Empresas. Conseguimos el dinero para el viaje de un sobrante de la ayuda americana a España que había en el Ministerio de Hacienda, y la ICA (Administración de Cooperación Internacional) pagaba la estancia. Viajamos con antelación para visitar antes el Departamento del Tesoro con objeto de hacer un acuerdo de doble imposición entre EE UU y España, es decir, que las empresas americanas establecidas en España y que tributaban en EE UU no lo hicieran aquí, y viceversa; pero la cosa tuvo mucha gracia, porque el director general del Tesoro era un tío muy mayor que hablaba de tal manera que no le entendíamos nada. El hombre se dio cuenta y mandó entrar a un chico joven. Entonces, ya en nuestro mal inglés, logramos entendernos y descubrimos que nos decía que el Departamento de Estado no les había autorizado para establecer un acuerdo de doble imposición. "No se preocupe, que nosotros tampoco estamos facultados, pero ésta es una acción exploratoria para ver qué problemas hay entre el sistema fiscal americano y el nuestro", le respondimos. Cumplida esa visita, nos llevaron a visitar la Bolsa y todo resultó muy bien. Ésa era la visita relativa a Hacienda, y luego recorrimos varias escuelas de negocios: la de Harvard y el MIT (Instituto Tecnológico de Massachusetts), en Boston; la Western University de Chicago (ciudad en la que había un club español que nos dio una cena pantagruélica), y en Filadelfia, la Universidad de Pensilvania, donde había bastantes premios Nobel de Economía y estaba la Wharton School of Commerce, tan importante como Harvard. Finalmente terminamos donde estuvo estudiando el Príncipe Felipe, en la Universidad de Georgetown, de los Jesuitas».

Informe perdido.

«Pero luego vino la parte cómica. Hicimos un informe, creo que bastante bueno, de lo que eran las escuelas de administración de empresas en EE UU, especialmente sobre el grado de "bachelor". Entregamos el informe el Ministerio y pasados siete u ocho años me llama un día Fernández Pirla y me dice: "Oye, ¿no tendrás tú una copia de aquel informe?, porque me dicen que nadie lo leyó en su día y que no saben dónde está". O sea, que nos mandaron allí para nada, y menos mal que no le costamos un duro al Estado español. Más tarde hago las oposiciones a intendente de Hacienda, que creo que es lo que hoy se llama inspector de finanzas del Estado, porque también cambió su denominación. Ahí empiezo a tratar con Paco Ordóñez, que era una persona excelente, muy trabajadora, muy estudiosa, pero tenía, a mi juicio, un defecto: que era demasiado político, es decir, que la política le inundaba por completo, y era terrible. Paco Ordóñez era intendente inspector fiscal del Estado. Él había hecho las oposiciones a fiscal y le habían destinado a Huelva, creo, pero ganaba muy poco. Yo le comenté que había lo que se llamaba inspectores fiscales del Estado y ganó esa oposición con el número uno porque era extraordinariamente inteligente».

Producir sin vender.

«En el año 1968 viajé a Rusia. En realidad fui a Helsinki y de ahí a Rusia, a Leningrado, y como consecuencia de aquello y después de tomar notas de todo lo que contaban los economistas soviéticos, escribí un libro sobre economía soviética que titulé "Los impuestos en la economía socialista", algo que ya es historia. Los soviéticos no tenían contabilidad, o la que tenían era muy mala, porque ellos lo que querían era la estadística de la producción, de mucha producción ante todo. Claro, era un país que había pasado por una gran guerra y todos los problemas siguientes, y lo que necesitaban eran productos. Pero, claro, no basta con fabricar productos, sino que hay que hacerlos de calidad. En consecuencia, cuando los rusos tuvieron ya cierto poder económico, apareció un profesor, Liberman, el economista ruso, que dijo que eso no podía ser así, que no podía primarse la cantidad de producción y que debían cobrarse bonos o incentivos cuando se vendiesen los productos. Yo le comenté todo esto a unos de los profesores soviéticos de aquel viaje y añadí: "Es decir, que a este paso ustedes van a inventar la economía de mercado". Hay que ver que cabreo cogió el tío, y me replicó "¿Cómo economía de mercado? Además, no existe la tesis Liberman". "Ay, la leche", pensé: "A ver si esto de Liberman que yo leí en un libro francés no va a ser cierto y me han engañado". Me quedé parado un poco y dije. "Perdóneme, usted"; pero Liberman sí había postulado sus tesis, porque se había dado cuenta de que aquello no podía seguir así, porque era un despilfarro total de montones de productos que no había manera de vender porque nadie los compraba, porque todo era igual y de mala calidad. En definitiva, Liberman afirmaba que había que pagar cuando se hubiera vendido, es decir, cuando los productos tuvieran demanda, y por eso le dije a aquel profesor que iban camino de inventar el mercado».

Con Carlos Prieto en Praga.

A la vuelta de aquel viaje paramos en Praga un par de días, pero tuvimos el tiempo justo para visitar al Niño Jesús de Praga, y el puente, porque justo en aquellos días se produce la invasión de agosto: la entrada de los tanques del Pacto de Varsovia, que decían ellos, aunque eran rusos casi todos. Fue entonces cuando vi que un tanque corría tanto como un taxi y quede impresionado. La cosa había comenzado de madrugada, con los ruidos de la aviación. Alguien de nuestro grupo golpea en la puerta de mi habitación del hotel y me dice: "¡Oye, que ha empezado la invasión!". "Vete a tomar el fresco y no me despiertes", le contesté. "Coño, asómate a la ventana y lo verás". Me asomo y le digo a mi mujer: "Oye, Maruja, esto es verdad, ¡madre mía!". Mi esposa era Maruja Sáenz de Santamaría, con la que ya llevaba tiempo casado. Estábamos en el hotel Alcron de Praga, y allí estaba también la actriz Shirley Temple, con lo que pensé: "Mientras que ésta esté aquí no pasa nada y no nos bombardean". Efectivamente, pero al poco tiempo apareció un cochazo con la bandera americana y se la llevaron. Estaba allí también don Carlos Prieto, aquel asturiano tan rico afincado en México y propietario de la Siderúrgica de Monterrey. Le saludamos en aquellas circunstancias, pero también vinieron y se los llevaron. Los únicos que quedamos allí fuimos los españoles, y entonces la agencia de viajes checa vino a vernos y nos dijo que podía ponernos un autobús al día siguiente que nos llevara hasta la frontera de Austria, pero si se averiaba la responsabilidad sería nuestra. Nos reunimos todos y decidimos irnos, a pesar también de que la agencia nos había dicho que si continuábamos en el hotel tendríamos todos los gastos pagados. Me hizo gracia comprobar en aquellos momentos que aunque la gente era atea, o semiatea, cuando salimos de allí vimos que rezaban el rosario a todo gas. Los españoles también íbamos rezando el rosario en el autobús».