La fotografía de Villablino es de las pocas que se conservan de aquel verano, junto a la que muy probablemente le sacó Miguel Prieto durante las semanas en Castropol. Allí, tumbado en la playa de la Linera, casi como una sirena, mirando quizás hacia Figueras, quedó inmortalizado, en un gesto en el que Rivero Taravillo cree descubrir «su fastidio ante el mal tiempo». El biógrafo cree que el clima del Occidente le deprimió. «Hay que tener en cuenta», explica por teléfono desde Sevilla, «que Cernuda amó el sol y las playas, y ahí encontró playas, pero no sol. Siempre se deprimía en esos lugares que carecían de luz, aunque tanto en Escocia como Inglaterra o en Estados Unidos, aunque no encuentre la calidez del sol de Málaga, él siempre está buscando las playas, que ve como espacios donde se encuentra a gusto».

Con todo, la imagen que se incorporó a la memoria histórica castropolense no es tanto la de Cernuda tumbado en la ría del Eo como la de un señor «muy perfumado y siempre de blanco», más propio del retrato de Villablino. Así se lo contó a la bibliotecaria Manuela Busto don Egidio, dentista del pueblo fallecido recientemente con más de noventa años. La presencia de aquel «dandy» sevillano, algo deprimido, aquejado de su romántico «spleen», una melancolía que más bien se podría traducir por una constante angustia existencial, debió de causar, cuando menos, sorpresa y reparos en el pueblo. Manuel Díaz, ecónomo de Castropol entre los años 1934 y 1938, cura integrista natural de Pajares, cargó en su hoja parroquial de noviembre de aquel año contra la presencia de Prieto y Cernuda, según recoge también Luis Legaspi. El texto rezaba: «Es una lástima que se derrochen tantos cientos de miles de pesetas para vacaciones y no misiones pedagógicas, en las frescas ciudades del Pirineo o en las no menos frescas playas del Cantábrico. Los tuvimos aquí».

Se da la casualidad, añade Legaspi, de que los curas de Castropol se alojaban en el hotel Guerra, el mismo en el que pasaron aquellas semanas Prieto y Cernuda sin que se conozca, por otra parte, ningún enfrentamiento entre la Iglesia y la intelectualidad. Aquel establecimiento aparece perfectamente descrito en el relato de «Santiniebla»: «Mi guarida [...] se hallaba en una empinada calleja, a la entrada del pueblo, precisamente en la parte más alta y al borde mismo de la colina donde se asienta Santiniebla. La espalda de la casa caía sobre la ría. Desde la ventana de mi habitación podía ver tras de los turbios cristales el agua, donde apenas sí aparecía alguna vez la menuda vela de una barca. Otras veces, al retirarse la marea, sólo veía un fangoso pantano, en cuyo fondo, entre musgos y algas, aparecían extrañas huellas, como en la cueva de un monstruo remoto e invisible».

Hoy el hotel Guerra ya no es tal, aunque la casa se conserva tal cual e incluso en la medianera del inmueble se pueden apreciar todavía, muy deterioradas, las letras con el nombre del establecimiento. Charo Díaz, que vive hoy allí, cuenta cómo Antonia Guerra Álvarez-Cascos regentaba en aquel 1935 el negocio. Era, dicen, una mujer de carácter, hija de Manuel Álvarez-Cascos de la Reguera, que según Luis Legaspi habría sido tía abuela del ex presidente del Principado.

Allí se alojó Cernuda, que llegó un poco antes que el resto de sus compañeros a Castropol, según consta en el registro de actividades de la Biblioteca Popular Circulante. Su primera aparición es el 4 de agosto en Quinta de Paleiras, en la escuela: «Cernuda explica lo que son las Misiones, se hace oír el disco del Sr. Cossío, glosado por Vicente Loriente y se proyectan "La cenicienta", "Viaje de Polichinela", "De la hoja de tabaco al cigarrillo", "Animales de la región ártica" y "Una isla de la India Oriental". Los acumuladores funcionaron esta vez admirablemente, al revés de lo sucedido el año pasado, cuando fue preciso suspender la sesión por haberse descargado».

El 22 de agosto, en Vilavedelle, Loriente sustituye ya a Cernuda en la explicación de las Misiones, lo que hace suponer que ya había abandonado la villa, siendo el 20 de agosto el último día que se le cita. Hay que suponer también que el 12 de agosto, día en que se representa la farsa de «El falso fakir» en la plaza de Baxo, de Castropol, Miguel Prieto ya estaría acompañando a Cernuda.

Después, el rastro de Cernuda y de Prieto se pierde, aunque el eurodiputado Antonio Masip, que ha estudiado y escrito ampliamente sobre el paso de Cernuda por el Occidente, los sitúa en Puerto de Vega, donde Prieto habría sido fotografiado según documentación de una gran muestra que se le dedicó hace pocos años. Rivero Taravillo supone, por su parte, que la excursión de los misioneros podría haber seguido por Sahagún y Riaño.

Aunque según Luis Legaspi el paso de Cernuda por Castropol fue más el de «un señorito», no muy implicado en las actividades, lo cierto es que hubo algún contacto más. «La amistad entre Loriente y Cernuda», escribe Xabier F. Coronado, «continuó en Madrid, en donde se reunían a menudo con otros escritores y artistas. Prueba de ese afecto es una carta postal que Luis Cernuda envía a Vicente Loriente al Centro de Estudios Históricos en la que se hace referencia a una de esas reuniones. La carta, fechada el 24 de abril de 1936, dice: "Gracias, querido Loriente, por la cariñosa felicitación, que estimo y recordaré cuando recuerde aquella reunión con los amigos de mi obra. Afectos de Luis Cernuda"».

Un año más tarde, entre el 26 de agosto y el 4 de septiembre, según fecha Rivero Taravillo, Cernuda escribe en Valencia «En la costa de Santiniebla», que publica en el número 10 de «Hora de España».

El relato, como se ha dicho, es en parte un trasunto de la estancia de Cernuda en Castropol: un escritor se encuentra pasando unos días en Santiniebla, entre bruma y melancolía. Viaja en ocasiones a Peñapol (trasunto de Ribadeo), y pasa sus días con cierta abulia. Una mañana, malhumorado el protagonista con el ruido «de las almadreñas que calzaban unas mujeres, quienes con su herrada en la cabeza y charlando en su jerigonza vernácula subían la empinada senda sobre la que se abría mi ventana», siente de pronto las notas de la «Sonata a Kreutzer». Se sabe que la Biblioteca celebró el centenario de Beethoven y que Matilde Penzol, la esposa de Loriente, tocaba el piano. Acaso fueran notas reales filtradas desde la casa del matrimonio, junto a «Villa Rosita», hasta el hotel Guerra. La otra posibilidad es que, como en el relato, procedieran del gramófono de otro visitante. El compañero del protagonista en el relato de «Santiniebla» es Demetrio V***. Antonio Masip lo ha identificado con Dámaso Alonso, que también pasaba temporadas en la zona, alojado en el hotel Argentina, en la parte baja de la cuesta justo donde paraban los autobuses que tuvieron que traer a Cernuda hasta la villa en aquel año. Aunque Rivero Taravillo descarta que hubiera tanta relación como para que se colara en el relato, Masip mantiene que la enemistad probada entre Cernuda y Dámaso queda reflejada en las pullas que se lanzan los personajes y en el diálogo en el que se preguntan sobre amigos comunes en Madrid, donde estarían reflejados, con nombres falsos Lorca (Hermógenes) y Alberti (Héctor).

El protagonista pasa su días dando vueltas, acudiendo en ocasiones al «cafetín» del pueblo, instalado en aquel año, según relata Luis Legaspi, en la plaza del Ayuntamiento donde hoy hay una sucursal de Caja Rural, regentado por un comunista, precisa. Allí, unos tragos le hacen descubrir una belleza más profunda en el melancólico paisaje castropolense, hasta el punto de afirmar que «poco accesible será a la naturaleza quien no sienta sus pupilas enturbiadas por las lágrimas». Porque, a pesar de no encontrar el sol andaluz, Cernuda llega a aplaudir, en boca del otro personaje y con cita de Unamuno, este clima «de grandeza y hermosura poco comunes» frente a ese Sur «para tenderos enriquecidos». Una cita que bien podría sustentar hoy en día una campaña turística.

Las idas y venidas del personaje, que enferma de sus empeños en pasar desnudo las mañanas entre los arenales cercanos, seguramente en la playa de la Fuente, acaban cuando un marinero los descubre hablando de esa presencia «dramática» en el aire y les relata lo sucedido «cuando la última Guerra Civil». Aquí la ficción autobiográfica da un quiebro y se convierte en relato fantástico. En pleno 1937 Cernuda plantea un cuento futurista en el que la contienda ya ha acabado y aquel vecino les explica horrorizado cómo los hombres del pueblo fueron asesinados lanzándolos al agua con piedras amarradas a sus pies.

En Castropol hubo represión, coinciden todos los entrevistados. Sin embargo, los fusilamientos se realizaban en el cementerio. Del otro enfrentamiento puntual, en julio de 1936, cuando entraron los nacionales, hubo diez muertos. Legaspi recuerda bien que en los días anteriores se anunciaba «ciérrense puertas y ventanas, que llegan los mineros», y que él buscaba un hueco para verlos, pensando que serían «marcianos o dinosaurios». Aunque los milicianos guardaban el puerto, los nacionales entraron por carretera.

Nada de esto tiene que ver con los crímenes del relato de Cernuda. La novelista asturiana Ana Rodríguez Fischer, que emplea parte de estos materiales en su reciente novela «El pulso del azar», supo de Cernuda por Rosa Chacel y la amiga común de los dos, Concha de Albornoz, con casa en Luarca. Rodríguez Fischer cree que Cernuda trataba de homenajear al frente Norte que acababa de caer y que sucesos similares de ahogados podría haberlos escuchado en Barcelona.

En parecida clave fantástica a la del relato se pueden también explicar esos muertos y esos horrores como una «anticipación» de Cernuda, ejemplo de literatura reveladora y profética, de los horrores que un año después, en 1938, sucederían allí cerca, en el campo de concentración de Arnao, en Figueras, que funcionó hasta 1943.