Al igual que el pescado de roca engulle mariscos y la carne del salmonete adquiere a veces en la boca ese sabor inigualable de la gamba, existe ya una expectación por saber cómo resultará el jamón de un cerdo ibérico que ha completado con dátiles su alimentación básica de bellotas. No habrá que esperar mucho para despejar el interrogante puesto que el primer pernil con cuatro años de maduración estará pronto en el mercado comercializado por la empresa Carrasco Guijuelo.

¿Dátiles? ¿Por qué? «Madrid Fusión» ha aportado actualidad sobre este intento pionero de la empresa chacinera en dotar de nuevos matices a la tradicional carne curada ibérica: al parecer, la maduración del dátil de los huertos de Elche coincide con la montanera, de modo que es fácil mantener a los cerdos con productos de temporada que completen su predilección por las bellotas. De momento, la novedad ha resultado un éxito a medias ya que, según se puso de manifiesto, los criadores sólo han conseguido que los cerdos coman dos kilos de dátiles diarios mientras son capaces de devorar más de diez de bellotas. O sea, sigue imperando el gusto tradicional entre la clase porcina más aristocrática, probablemente debido a la saturación de azúcar del fruto de la palmera. Por muy apetitosos que resulten, nadie podría alimentarse exclusivamente de dátiles, con la excepción de algunos beduinos que añadían, además, a su dieta la indigesta leche de camella. Cuando surge la leche de camella, acostumbro a recomendar encarecidamente a quienes tengan la oportunidad de probarla que no caigan por nada del mundo en la tentación de hacerlo.

Pero vamos a nuestro cerdo totémico y a sus manías alimentarias. Goloso de las bellotas y devoto de la gimnasia en la montanera, al gorrino ibérico le gusta, a diferencia de su mucho menos agraciado hermano, el blanco, hacer el amor en libertad, bajo los alcornoques y las encinas del territorio de la dehesa. No hay casi nada en este mundo comparable a la carne curada de un cerdo ibérico puro. Para ser un marrano, el ibérico pura sangre es un animal elegante, virtuoso en el andar, de cuartos traseros muy finos, largos y estilizados. Cuenta en su perfumada y musculosa carne con vetas de grasa infiltrada que caracterizan su sabor. La grasa es decisiva en el gusto y la fragancia de un pata negra. Los principales rasgos fisionómicos de un jamón se encuentran en su presencia estilizada, más larga que ancha, con un costado de cuero en forma de uve y otro con una capa grasa, algo sucia y gris debido al paso por la bodega donde se lleva a cabo el proceso de maduración. El peso recomendado de la pieza es de entre seis y siete kilos.

Para distinguir a un ibérico puro de uno cruzado o de un recebo hay un método que suele resultar infalible: presionar con un dedo sobre la parte del jamón con más tocino. Si la carne cede, se hunde, y no reflota con facilidad, es que nos hallamos ante un verdadero jamón de bellota. Otros tocinos son más duros. El ecosistema de las dehesas se debe a la imaginación y a la estrecha relación entre el cerdo y la apetitosa bellota; de esta manera se propició un sabor de la carne desconocido en otras razas porcinas. La experiencia produjo la sabiduría para secar los jamones en las condiciones adecuadas. Y el tiempo enseñó a juzgar los resultados y a rectificar. En la actualidad, piden que se le tome la temperatura.

En cuanto al experimento del dátil, existe más de una opinión encontrada en el mundo científico. Hay quienes sostienen que una mayor ingestión de azúcar puede afectar a la distinguida grasa de los reyes de la montanera. Habrá que ver cómo resulta el cambio en la dieta alimentaria. No se trata, como es obvio, de imaginarse el sabor del típico dátil envuelto en una loncha de tocino (bacon) ahumado frito, sino de una experimentación más profunda sobre los matices: a un empeño de encontrar en el majestuoso cerdo ibérico nuevas sensaciones gustativas.

Siempre que surge una historia relacionada con la alimentación y sus efectos en la gastronomía me acuerdo de Julian Baggini. El editor de «The Philosopher's Magazine» escribió un libro muy curioso titulado El cerdo que quería ser jamón. En él se hace más de una pregunta, entre ellas, qué dirían los vegetarianos en el caso de que los cerdos sintieran un placer masoquista durante su ordalía por convertirse en un apetitoso jamón. «Tras cuarenta años de vegetarianismo, Max Berger se disponía a participar de un banquete de salchichas de cerdo, jamón, bacon crujiente y pechugas de pollo a la plancha. Max siempre había echado de menos el sabor de la carne, pero sus principios eran más fuertes que sus ansias culinarias. Sin embargo, ahora era capaz de comer carne sin cargo de conciencia. El jamón, el bacon y las salchichas procedían de una cerda llamada «Priscilla» a la que había conocido la semana anterior. Había sido genéticamente diseñada para poder hablar y, lo que es más importante, para querer que se la comieran. «Priscilla» había deseado toda su vida acabar en una mesa, y el día de su matanza se despertó toda esperanzada. Le había contado todo esto a Max justo antes de dirigirse presurosa al confortable y humano matadero. Después de escuchar su historia, Max pensaba que sería irrespetuoso no comérsela. El pollo procedía de un ave genéticamente modificada que había sido «descerebrada». En otras palabras, vivía como un vegetal, sin conciencia de sí mismo, del entorno, del dolor o del placer. Por consiguiente, matarlo no era más cruel que arrancar una zanahoria. Pese a todo, cuando le pusieron delante el plato, Max sintió un amago de náusea. ¿Se trataba de un simple acto reflejo, provocado por una vida de vegetarianismo? ¿O era el indicio físico de una justificable aflicción psíquica? Sobreponiéndose, cogió el cuchillo y el tenedor...»

Imagínense lo que dirían, no ya los vegetarianos, sino los batallones de indigentes intelectuales que estos días se rebelan contra la obtención del foie gras mediante la sobrealimentación de las ocas, o quienes se oponen a los sacrificios de un potro de carne sólo por el hecho de pertenecer a la raza equina y estar asociado al hombre como un noble bruto. Llegará un momento, gracias a los herederos irracionales de Walt Disney y sus teorías animadas sobre animalitos, en que no se podrá comer un caracol sometido a dietas de adelgazamiento para su higiene. ¿Acaso no es inhumano que el pobre caracol pase hambre por culpa del apetito insaciable de algunos?

Al cerdo ibérico, sin embargo, nada que ver con Los tres cerditos, de Dysney, ni con «Porky», le esperan nuevas golosinas. Esto es todo, amigos...