-Nací en Oviedo, en 1938, no había acabado la guerra. Mi madre decía que estaban poniendo los cristales en las casas. Mi padre era Eduardo Menéndez de Blas, inspector de Hacienda y aparejador, muy buena persona; era un gran profesional, encantado de esa figura de colaborador mudo del arquitecto, capaz de conciliar la intención arquitectónica y la disciplina de los oficios artesanales. Me educó llevándome a ver artesanos y quedé embelesado.

-¿Cómo era con usted?

Una persona dura, disciplinada, trabajadora... un cartesiano con matices entrañables. Los padres de aquella época no eran cariñosos. Mi padre era tierno en sus consejos condensados, en las invitaciones a sus tertulias... En aquellos abrazos sin brazos había mucha densidad. Mi abuelo, que había sido director artístico del teatro Real de Madrid, tenía ese carácter férreo.

-¿Qué número de hijo ocupa usted?

No sé cuántos hijos tuvo mi madre. En aquella época éramos Carmen, que se murió; yo, Eduardo, Tere y después Jesús. Vivíamos en el 17 de la calle Melquíades Álvarez. En la misma planta que Paco Serrano, Amparo su mujer, y Lalo, hoy juez, Pepín, sus hermanas Pau y Lele. Formábamos casi una familia entre planta, divertidísima, y nos cruzábamos tantos sentimientos y tanta intimidad. Iba mucho a casa de mi abuela, en la calle Palacio Valdés, que vivía con mi tía Ángeles, una superviviente en la posguerra que se dedicaba, entre otras cosas, a liar cigarrillos con las libras que le traían de Cuba y mezclaba con otros tabacos. A su alrededor había tertulias.

-¿Quiénes participaban?

Mi primo Enrique Serrano, su padre Paulino Vicente, Víctor Ochoa, mi tío Julián Rayón, personaje con ingenio. Entre sus clientes estaban Ignacio Álvarez Castelao y otras personalidades preeminentes. Mi tía estaba llena de vida y humor. Cuando estaba muriendo, una monjita se le acercó para preguntarle cómo se encontraba y le contestó: «Yo muy bien, y usted a ver si se afeita ese bigote».

-¿Fue importante su abuela?

Fundamental. Adela Rayón aportaba señorío -era Rayón- control, amor, ternura, elegancia y tolerancia.

-¿Control y tolerancia?

Así es. Cuando mi conciencia o alguien me reprendía, ella siempre tenía su vaselina para decirme que lo que me había pasado era normal, que lo que no habría sido normal sería que no supiera lo que está bien y lo que está mal.

-¿Cómo era el ambiente en su casa?

Laborioso, ingenioso, entrañable y, por parte de mi padre, riguroso. Mi madre y mis tíos eran dialogantes, pero con mi padre era difícil establecer un diálogo. Era escueto pero preciso; organizador nato pero no obsesivo. Un arquetipo de la época. Había participado en la guerra y tenía la dureza que le había imprimido la vida. Hoy entiendo esa personalidad. De niño, nadie la entiende.

-¿Usted fue rebelde?

Rebelde pasivo. Era travieso y no dejé de serlo.

-¿Cómo era su madre?

La dulzura. La llamaban Lola.

-¿Dónde estudió usted?

En el Colegio Loyola. Mi padre era muy católico, y yo lo acompañaba a veces a la Adoración Nocturna. Tengo entrañables recuerdos de esos momentos religiosos.

-¿Hoy no es religioso?

Soy profundamente creyente. En tanto no se descubran los límites es inevitable serlo y eso da pie a muchísimos aspectos de la vida en los que tenemos que fundamentarnos. Otra cosa son las libertades. No me gusta ser mediatizado por las doctrinas rígidas, en cualquier orden de la vida. Prefiero ir encontrándome a medida que la civilización avanza. Todos los días nos sorprende un concepto nuevo y el inmovilismo no conduce a nada. En mi vida he hecho cosas mal y cosas bien, pero no quiero renunciar a la evolución; y cuando me muera pienso seguir evolucionando.

-¿Qué tal estudiaba usted?

Poco y con resultados medios. Atendía mucho en clase, lo ilustraba un poco más y con eso iba defendiéndome. En un curso, el padre Macías, que nos daba Filosofía, impuso una norma nueva: no sacaba a la tarima, debíamos estudiar la lección y salir a darla cuando quisiéramos. Yo no estudié. Un día, me puso en ridículo diciéndome: «Parece mentira que, siendo hijo de un destacado calasancio, dé usted tan mal ejemplo». Miré a mis compañeros y me pareció que le daban la razón. Me enfadé muchísimo. Llegué a casa y le dije a mi madre: «Estoy malo, no me molestéis». Pasé tres días encerrado y aprendí de memoria un montón de lecciones de filosofía. Llegué a clase y le dije al padre Macías: «De la página tal a la cual, abra por donde quiera».

-¿Cómo se recuerda usted de niño?

Cariñoso, travieso, de volverme a los mayores aunque hubiera que pegarse. Dibujaba en el encerado el pato Donald a dos manos. Ya dije en una ocasión que era un grafitero doméstico. Dibujaba por las paredes continuamente y mi abuela y mi padre reconocieron esa afición. Dibujaba hórreos, casas, sillas, objetos y personajes que creaba como de los dibujos animados. Mi padre en seguida me enseñó los rudimentos de la perspectiva. Él trabajaba con Francisco Pérez del Pulgar y con Paco Peña, los tres eran inspectores de Hacienda, y Guillermo, un delineante entrañable, recogía mis dibujos. Y los tengo. Lo veo hoy y tengo que decir que estaban bien. Son fundamentos de lo que hago hoy.

-¿A qué talleres lo llevó su padre?

A Cristalería La Bohemia, en Gijón, un emblema. Disfruté viendo a los sopladores, con sus pulmones, que parecía que se iban a quemar. Me hacía una tournée que iba a ser premonitoria de mi trabajo posterior, por los talleres de metalistería, por Aguirre, padre de todos los metalistas asturianos. Y por artesanos del cuero y de la madera, por mármoles Cabal. Mi padre me hizo saber lo importante de la intervención del aparejador como intérprete de la arquitectura y como dialogante con la industria y los oficios; cómo aquellas figuras en la mampostería y la sillería, importantes para las obras, pasaban por un despiece y por un sistema de representación para que fuesen interpretados por los artesanos. A los 14 años no sabía entenderlo aún, pero sí cuando empecé a trabajar.

-¿Cuándo empezó a orientar su dibujo a hacer objetos?

Vi a mi padre dibujar un ingenioso artilugio para la habitación de mis hermanos Tere y Jesús, un armario que se abría y se convertía en una zona de estudio; me encantó y empecé a crear objetos que se convertían en otros objetos: una mesa que se volvía pizarra. Entonces era muy difícil pensar en vivir de la pintura.

-Pero tenía pintores muy cerca.

Mi tío Paulino Vicente... era amigo de César Pola... muchos arquitectos dibujaban muy bien. Mi padre quería que yo fuese arquitecto y pocas opciones tuve de decir otra cosa. Me dio mis primeras clases, encerrándome en una habitación donde había un encerado negro muy grande en el que me explicaba la perspectiva cónica. Él era muy duro y a mí se me cruzaban los cables, pero me quedaba con los sistemas de representación. Cuando me dijo que hiciera Arquitectura, no lo vi con malos ojos pero lo acepté con toda la ignorancia.

-¿Por qué?

No tenía disciplina de estudio que era fundamental. No podías pasar de oyente por asignaturas de ciencias exactas: Geología, Química orgánica e inorgánica? Ahí no tenía nada que hacer. No sé si por miedo o por vocación naciente tomé la decisión de aprovechar el tiempo en Madrid viendo obras y dibujando. Iba a Muebles Huarte, a las galerías de arte, a dibujar animales al Retiro, me metía por talleres y tenía permanentemente conmigo un bloc y un lápiz.

-¿Dónde vivía en Madrid?

En la pensión Vaquero de la plaza Benavente, entre opositores. Estudié en la academia de dibujo de Enrique López Izquierdo, en la plaza de Callao, y me hizo ver que con la arquitectura sólo iba a perder tiempo. Mi padre estaba contento porque don Enrique lo llamó para decirle que yo tenía algo especial, que hacía dibujos que le sorprendían. Hacíamos mancha y aguada, pero lo que le llamó la atención fueron unos apuntes al margen antes de hacer el modelo. Mi padre no contaba esas cosas y, sin embargo, me lo dijo y eso me dio seguridad. En aquel momento decidí que le iba a contar a mi padre que no iba a seguir en Arquitectura.

-Vaya trago.

Se convirtió en una obsesión. Sabía la ilusión de mi padre de que fuese arquitecto, la expectativa de sus compañeros, e iba a ser la primera vez que le iba a decir: «Papá, voy a hacer lo que yo quiera».

-¿Cómo fue?

En unas vacaciones, a la hora de comer. Se enfadó. «Haz lo que quieras. A partir de este momento no te arriendo la ganancia. Aquí tienes un plato pero, a partir de ahora, el testigo es tuyo». Ahí empecé mi andadura en Oviedo con 19 años.

-¿Se fue de casa?

Con 300 pesetas, a casa de mi abuela y empecé a buscarme la vida. Hice Delineación con Corominas Fernández-Peña, prácticas con unos delineantes muy conocidos, con Ignacio Álvarez Castelao, trabajé en talleres. Gracias a Gabriel Garralón, vi trabajar al gran arquitecto interiorista que era Juan Vallaure en el Kopa Bar. Me empiezan a encargar obras...

-¿Su padre llegó a verlo instalado?

Llegó a estar muy orgulloso. Me dijo: «Has escogido un camino no académico y muy difícil. No te arriendo la ganancia, hijo mío». Tenía razón...

-No le fue mal.

No, pero no quiere decir que no sea muy duro. En 1958, cuando me encargaron los «stands» de la Feria de Muestras de La Felguera, lo entendió como un reconocimiento. Yo le agradecí que me hubiera enseñado lo que tenía que hacer y lo que no tenía que hacer. Cuando estaba acomodado y prácticamente vivía en el Meliá Princesa de Madrid, lo llevé conmigo y le encantaba. Cuando enfermó de alzhéimer lo cuidé, pero me hubiera gustado disfrutarlo más.