«Si la pesca tiene futuro, desde luego no será con el modelo actual. Así no vamos a ninguna parte, eso es seguro. Tal y como funcionan ahora mismo las cosas, es imposible que el sector sobreviva porque, pese a que hay más peces en el mar que arena en la playa de Gijón, no nos dejan pescarlos y, además, nos vigilan y nos persiguen como si fuéramos delincuentes. Y digo yo: entonces, ¿para qué nos quieren? A mí, que me lo expliquen». El que se expresa en estos términos es uno de los armadores asturianos más respetados dentro y fuera de la región, el pixueto Fernando Iglesias Marqués, «Viriato», presidente de la Asociación de Armadores de Palangreros del Cantábrico (Arpacan), dueño de dos barcos que faenan en aguas comunitarias -tiene a gala haber sido el primer asturiano que largó el aparejo en las playas de Francia- y socio a medias de un tercero.

Viriato -63 años de experiencia en la mar le avalan- lo sabe casi todo de la pesca, pero de un tiempo a esta parte asegura que no entiende nada: ni por qué se recortan cada vez más los cupos máximos de capturas, ni por qué la actividad está bajo sospecha permanente, ni por qué la única solución que contemplan las autoridades para salir del pozo es el desguace de «la mitad de los barcos», con sus correspondientes tripulaciones, claro. Éstas son el tipo de cosas que no entiende Viriato; ni él ni prácticamente ningún pescador asturiano.

La pregunta que flota en el ambiente de los puertos de la región -y del resto del Cantábrico- no es otra que la siguiente: ¿qué se traen entre manos las autoridades europeas? O, dicho de otra manera: ¿qué planes tiene Bruselas para la flota española? La nula influencia del Gobierno español en este asunto se da por descontada, los pescadores arremeten contra Europa por elevación porque, a su juicio, el Ministerio de Agricultura, Alimentación y Medio Ambiente ya ha demostrado sobradamente su docilidad, su obediencia ciega a lo que ordene Bruselas, a lo que manden los «hombres de negro» de la pesca.

Jamás en la historia de la pesca asturiana se le habían visto tan de cerca las orejas al lobo. Esta vez no se trata de superar un mal año de capturas o un conflicto entre comunidades autónomas por tal o cual derecho de pesca, ni siquiera una polémica por el uso de artes dañinas para el medio marino. Esta vez se habla abiertamente del fin de la actividad, del desmantelamiento de la flota, del «principio del fin». Y eso, en una provincia como Asturias, con el segundo mayor balcón litoral de la España peninsular, son palabras mayores. Mil quinientas personas viven ahora mismo de lo que pescan los barcos en los que trabajan y se estima que cinco veces más tienen un empleo que depende indirectamente de la pesca; por no hablar de la economía de las villas costeras asturianas, que, desde Bustio a Figueras, sería difícil de concebir sin la aportación de la pesca, ya sea ésta en forma de renta directa o indirecta (vía turismo o consumo).

«Estamos pagando las consecuencias de una entrada apresurada en Europa, de la aceptación de unos cupos de capturas claramente insuficientes para nuestra flota y de la posterior incapacidad de los políticos de turno para cambiar esa situación», opina Dimas García, presidente de la Federación de Cofradías de Pescadores de Asturias. En palabras de este dirigente, «la realidad de la mar va por un lado y las órdenes que salen de los despachos, por otro». Es su forma de explicar aparentes contradicciones como el hecho de que los cupos de ciertos peces sean cada vez más exiguos pese a que la mar, según recalcan los pescadores y según refrendan las estadísticas de capturas, está atestada de esas especies: merluza, xarda...

Llegados a este punto, en el que las cartas se ponen boca arriba, procede hacer un acto de contrición y admitir que la flota asturiana, como las de las comunidades vecinas, hizo trampas durante años. Nadie niega a estas alturas que los barcos pescaban mucho más de lo que permitían los cupos. «Ésa era una práctica habitual, es cierto; pero salvo excepciones, se trataba de mera supervivencia, porque cualquiera que sepa sumar y restar se da cuenta de que con los cupos asignados un barco no es viable económicamente hablando», explica un armador que, lógicamente, no quiere que su nombre se haga público.

La Administración española siempre fue consciente de la sobrepesca, pero como Bruselas no comenzó a fiscalizar en serio el sector hasta fechas bien recientes, lo normal era mirar para otro lado. Los burócratas del Ministerio evitaban meterse en líos y los políticos se ahorraban las siempre incómodas quejas de los pescadores. Así, todos contentos.