Las vacas de Jesús Calvín, bastantes más de un centenar, viven en la cuadra desde noviembre y no saldrán, si todo va bien, hasta mayo. A la puerta del establo hay una manta blanca irregular de no menos de metro y medio de nieve y para poder abrirse paso por el camino corto que enlaza con la carretera Jesús tendrá que horadar una pared de nieve con una pequeña fresadora amarilla que lleva enganchada a la trasera del tractor. «Limpias por la mañana y por la tarde vuelve a haber lo mismo». Esto es un día normal de invierno, y el invierno son seis meses en El Puertu, el pueblo más alto de Asturias y el más frío de España este año, con una mínima de 12,6 grados bajo cero en la medianoche del 28 de febrero. La nevera está fuera en el alto de Leitariegos, a un paso de la frontera asturleonesa por Cangas del Narcea, donde la altitud es la misma de La Raya, en San Isidro, y salir de casa, pala en mano, no es lo mismo que accionar el botón del mando a distancia para abrir la puerta del garaje. Esto es la vida cotidiana a 1.525 metros. «Esto ye alta montaña», precisa Calvín, «y no lo de todos esos que cobran subvenciones sin sufrir estos problemas». Hay dos grados bajo cero enfriados por el viento y él habla sudando, escarbando con fuerza para sacar la nieve que ha quedado congelada entre las cuchillas y en la tobera de la fresadora.

La operación le ocupará más de media hora de duro trabajo incluso con la ayuda de Pedro Martínez, vecino y ganadero, cangués de Caldevilla de Arbás, que ha pasado 29 inviernos en El Puertu y sabe que esto es «así todos los días». Una vez que desobstruyan la máquina irán haciendo lo mismo con los caminos, dejando libre el acceso a la casa rural que atiende Martínez y que necesita paso porque tiene reservas confirmadas para los próximos días. Siempre hay algo que hacer en lo más crudo del invierno asturiano, en los pueblos más altos y más fríos, donde la nieve endurece el esfuerzo, los valientes son pocos -doce en El Puertu, cinco de una misma familia en La Raya-, y los obstáculos de la naturaleza se aceptan con más naturalidad que los que pone a veces cierta falta de atención. Resisten, eso sí, curtidos y sin problemas gracias a variantes de la receta básica que da Jesús Matías Álvarez, minero prejubilado y presidente de la parroquia rural de Leitariegos: «Los arcones llenos, la calefacción en su tono y leña en abundancia para la chimenea».

Es mediodía y no nieva, pero la niebla desdibuja los contornos de la travesía de Leitariegos, un singular desierto blanco con su silencio inquietante y su viento moviendo dunas de nieve. Jesús Matías Álvarez calcula la temperatura señalando a los carámbanos que cuelgan de las cornisas: «Si no gotean, bajo cero». Por la travesía del pueblo pasan una gran fresadora y una máquina quitanieves, una pulverizando la nieve al aire, la otra apartándola hacia los lados de la carretera AS-213, haciendo crecer entre las dos las paredes blancas de las orillas. De la capilla de San Juan únicamente asoman las campanas, sólo se intuye que delante está aparcado un camión de ganado y las casas vacías se distinguen a simple vista de las habitadas por la altura que alcanza la nieve ante las puertas. Los treinta habitantes de El Puertu son los del verano. En invierno hay doce vecinos en cuatro de las once viviendas, niños únicamente los dos hijos de Jesús Calvín, de diez y dieciséis años. En un día cualquiera, aquí la nieve no quita clases, su padre ha ido a llevarlos por la mañana al colegio de Villablino, quince kilómetros puerto abajo, y a la una de la tarde está a punto de volver a recogerlos en «un transporte por cuenta propia que no me paga nadie», protesta. Jesús, natural de Otás (Cangas del Narcea), lleva veinte años viviendo en el pueblo de su esposa. A veces se queja de los obstáculos que hay que saltar por vivir aquí, pero nada lamenta tanto como el gran indicio de abandono que supone llevar más de un mes en plena invernada sin servicio de teléfono.

El invierno no es lo que era en El Puertu. No han estado aislados más de diez horas por la noche en lo que va de estación y ya tampoco se cierra meses enteros la carretera de Leitariegos, pero este inicio de 2013 ha sido el peor de los últimos incluso a los ojos de quienes tienen más costumbre de sufrirlo desde dentro de los pueblos más fríos de Asturias. A estas alturas, en el doble sentido de la expresión, nada asusta un temporal, pero aquí y en La Raya dicen al unísono que este invierno sí parece más duro que los anteriores. No importa. «El mal tiempo en su tiempo es buen tiempo», en el refrán que repite Jesús Matías Álvarez. Y esta nieve es mucha, evidentemente, pero aquí todos han estado mucho más sepultados que ahora cuando el aislamiento podía llegar a encadenar un mes sin acceso rodado. Eso eran inviernos, ahora él está «muy a gusto» en El Puertu y hasta sostiene que esta nieve «es buena para que carguen los manantiales y no se congele el monte», pero mientras palea la que cierra el acceso a su casa no pierde ocasión de advertir lo mucho que penaliza la vida en lo alto del puerto, la falta de facilidades, el mes largo sin teléfono y los cortes de luz y hasta el contraste con cierta historia curiosa que cuenta sobre su parroquia. En el último concejo asturiano que dejó de ser independiente -Leitariegos fue el municipio número 79 de la región hasta que se unió a Cangas del Narcea en 1930-, allá por el siglo XII los vecinos tenían por decisión de la reina doña Urraca exenciones de tributos y del servicio militar a cambio del compromiso de auxiliar a los montañeros perdidos, de alertar de los percances con repiques de campanas y de mantener en servicio una hospedería.

Hoy, aquí, hace mucho que esos privilegios desaparecieron sustituidos por máquinas quitanieves, pero permanece el coraje de los pocos que saben que quieren vivir así. «La incomunicación depende de las ganas que tengas de salir», sentencia Calvín. «Por carretera, a caballo... Y si atrancas, paleas». Ése es el espíritu, la resignación como la calefacción, en su punto justo, y los arrestos para asimilar que aquí todo va a ser más difícil. El ganadero no halla respuesta para la pregunta que se formula a sí mismo -«¿adónde vas a ir?»- y el callo adquirido en dos décadas de vida bajo la nieve hace todo lo demás.

El desafío al invierno es diferente en La Raya, un lugar entre dos estaciones de esquí donde la vida la da el turismo invernal más que el campo. En lo más alto de San Isidro, donde Asturias deja paso a León por el concejo de Aller, el invierno cuenta los habitantes permanentes con los dedos de una mano, los cinco de una misma familia que regentan el hotel con restaurante y el camping. Ahora también está Eduardo Calvo, camarero en el establecimiento que inverna en una caravana enterrada en metro y medio de nieve, «encantado», sin miedo a nada mientras pueda enchufar una calefacción eléctrica que incluso le obliga a combatir el calor abriendo la puerta cada cierto tiempo.

El resto del caserío de La Raya es una urbanización de chalés de montaña que un día laborable de marzo en plena invernada tardía se ve desolada, casi vacía, sepultada bajo una capa de nieve similar a la de Leitariegos, pero ésta prácticamente sin limpiar. Cuesta dar con la vida: un perro a la puerta de una casa, una chimenea humeante a lo lejos... Casi todos los habitantes de hoy son ocasionales, no hay nadie salvo sesenta niños de paso, 22 alumnos de un colegio rural de Llanes y 42 de otro de La Coruña que disfrutan de su «Semana blanca» en Fuentes de Invierno. El termómetro llegó a bajar aquí este invierno hasta 10,6 grados negativos, la segunda temperatura más baja de Asturias y la decimotercera de España, y los pocos que lo han soportado conceden que ha sido más crudo que los anteriores, que ha nevado más, que ha hecho más frío. Un invierno incierto con demasiada nieve, con menos sol del que agradecería el negocio de Fernando Cordero en La Raya, hotel con restaurante y camping junto a esa misma raya invisible que traza la frontera entre Asturias y León. «Los fines de semana están siendo muy tristes», se queja Cordero, que sufre la crudeza del frío y la nieve más por la retracción de su clientela que por los rigores de un invierno que «con dos cuñas y una fresadora» a su servicio ya tampoco aísla el pueblo casi nunca. «Con tres cámaras de congelación y un buen aprovisionamiento de materia prima no hay problemas. A no ser que el temporal sea muy fuerte y no den abasto a limpiar, no hay diferencia con la vida que pueden llevar en Felechosa o Cabañaquinta».

El problema es la nieve que se ve llegando a las ventanas de los segundos pisos en los chalés de la urbanización, la que ha ejercido tanta presión que ha roto alguna portilla y ha hecho desaparecer las calles bajo montañas blancas. «Las pocas que están despejadas son las que limpiamos nosotros», apunta Cordero. «El Ayuntamiento no tiene medios y así estamos. Hay jubilados que se quedarían aquí el invierno, pero no pueden entrar en casa. La urbanización está muy triste por eso».

En Camarmeña (Cabrales), la señal de dirección prohibida con la leyenda «excepto residentes» es una ironía un día de marzo cubierto de nieve, con la carretera de acceso cerrada al tráfico rodado por primera vez en los tres últimos inviernos y tres residentes en el pueblo. Tomás Lobeto Martínez, uno de ellos, no ve inconvenientes mientras haya cabritu en los dos arcones congeladores. Lobeto tiene un bar, más de cien cabras, quince colmenas y la convicción de que «nací aquí y aquí me voy a morir. Viví veinte años en Avilés, pero ya no me saca ni la aviación». Vive con su madre, Teresa Martínez, que sabe incluso más que él de temporales, que recuerda mejor aquella época en la que en estas alturas de los Picos aprendieron a ser autosuficientes, a sobrevivir a inviernos crudos de verdad, cuando fuera de casa sólo había que comprar aceite. Para el temporal, dice, no hace falta ni prepararse. «¿No ves que hacemos matanza?». Aunque trapee, «acabo de comer y no he parado», afirma Tomás. «Tengo cuarenta cabras que hay que atender mañana y noche», recita, «doce con cabritos, otras muchas más en el monte que no han parido y que hay que recoger por si viene el zorro. Y enjambrar las colmenas, y desbrozar el pueblo y el mirador al Urriellu, que nadie los limpia... No me aburro nada».

El apego a la necesidad de sostener el pueblo y los recursos para responder a las dificultades funcionan también dentro de la receta de los grandes secretos sencillos contra el frío más gélido de Asturias. Pepe Mier, quesero de Asiegu (Cabrales), necesita a Paco y a Matías para arrastrar con esfuerzo entre la nieve los tres cerdos que debe subir al remolque de un todoterreno para llevarlos al matadero, pero aquí no se para nada. El miércoles, el día más crudo del temporal más reciente, el camión de la leche llegó a su quesería gracias a «una pala que tenemos para enganchar al tractor». Con toda naturalidad. A lo mejor éste ha sido el peor invierno «de los últimos cinco o seis», pero tal vez lo que pasa es que «estamos mal acostumbrados».