Abbott Joseph Liebling (1904-1963) fue uno de los grandes reporteros de todos los tiempos y un héroe para algunos de los nuevos periodistas en los años sesenta y setenta. En sus crónicas hay más registros que muescas en el revólver de un pistolero. Después de terminar sus estudios en la Universidad de Columbia y tras un paso fugaz por las redacciones de deportes y sucesos, su padre, un inmigrante judío que se había convertido en un próspero peletero, le ofreció la oportunidad de un año sabático en París. Así comenzó lo que probablemente debería considerarse como la temporada más saludable para un escritor desde que Flaubert viajó a Egipto. De aquella educación sentimental, surgió uno de los mejores libros de comida que se han escrito: Between Meals: An Appetite for Paris. «Me gustaba la sensación de inmersión en un elemento extraño, como si flotara en un mar de verano, sólo mi cara fuera del agua, y un agradable zumbido en mis oídos», escribió. O también: «A menudo no estaba con nadie más, pero rara vez me encontraba solo».

La asignación mensual resultó ser suficiente para pagarse los estudios en la Sorbona y comer en los mejores restaurantes baratos de la Ciudad de la Luz. Algunos de ellos, los que permanecieron abiertos tras el paso del tiempo, tuve en alguna ocasión la oportunidad de rastrearlos. Liebling empezó a comer y comer, como si su vida y su sustento dependieran de ello. Pronto llegaría a la conclusión de que para escribir de comida lo más importante es tener un buen apetito. Se convertiría en una de sus reflexiones famosas. La experiencia de una dieta abundante es algo que merece compartirse con los demás, se decía. Pensaba que lo mismo que para la resistencia del boxeador -Liebling escribió algunas de las crónicas de boxeo más inolvidables que se han publicado- es importante mantener una disciplina de entrenamiento, el escritor que pretenda un estímulo literario había de ser un devorador curioso y constante. «¿Qué podría uno contar después de comer huevos revueltos y un vaso de agua?», se preguntaba.

Para él, la famosa magdalena de Proust equivalía a un té con pastas y suponía un obstáculo infranqueable a la hora de obtener un buen resultado literario: «A la luz de lo que Proust escribió con tan leve estímulo, no tener un apetito mayor ha sido un fastidio para sus lectores y una pérdida para el mundo. Con una buena docena de ostras, un plato de sopa de pescado, algunas vieiras de la bahía, tres cangrejos de caparazón blando salteados, alguna que otra mazorca de maíz recién cosechada, un generoso filete de pez espada, un par de langostas y un pato de Long Island, podría haber logrado algo infinitamente superior, incluso una obra maestra».

De la mano del guionista y director de cine Yves Mirande, una leyenda parisina de la época, Liebling aprendió a comer con ambición y sin complejos. En un almuerzo habitual, seguía el orden de la evolución darwiniana, desde los bivalvos y sólo se detenía en los primates. Mirande era para él un tutor del corazón y del cuerpo, como escribió en Between Meals. Liebling cuenta cómo en la Rue Saint-Agustine Mirande deslumbraba a sus invitados con jamón de Bayona, higos frescos, filetes de lucio en salsa rosa, una pierna de cordero mechada con anchoas, alcachofas sobre un pedestal de foie gras, cuatro o cinco clases de quesos, una buena botella de Champaña y otra de Burdeos. Al final pedía Armagnac y encargaba alondras y hortelanos para la cena, además de langosta y rodaballo. Una vez le oyó decir que llevaban tiempo sin las becadas o las trufas sous la cendre, y que la bodega se estaba convirtiendo en una vergüenza.

Era un gordo afable con dedos de paloma al que le gustaba, además de comer, escuchar. Escribió de la Segunda Guerra Mundial, de boxeo, de carreras de caballos y, por supuesto, de comida, pero también firmó centenares de piezas en «The New Yorker» sobre otras muchas cosas y personas, todas ellas unidas bajo el mismo denominador común: meter la nariz en los asuntos de los demás y sacar el mejor partido de ello. Tenía, además, un sexto sentido que le ponía en alerta sobre la fiabilidad de lo que a uno le cuentan. Con 6 años, leyó en un periódico de Nueva York que un peso pesado llamado Carl Morris era la esperanza blanca para derrotar al campeón del mundo, el legendario Jack Johnson. Dos días más tarde, un boxeador vulgar, Jim Flynn, mandó a la lona al púgil sobre el que se habían depositado tantas esperanzas y Liebling aprendió a desconfiar de los periódicos. Esa desconfianza, más que alejarlo de la prensa escrita, hizo de él un lector ávido y crítico. «Cuando uno no puede obtener toda la verdad de un periódico, y no digo con esto que a un periódico le resulte fácil contar la verdad, aun mostrándose voluntarioso, lo que debe hacer es leer dos con las ideas confrontadas para enterarse realmente de lo que está sucediendo», escribió. Solía decir que él podía escribir mejor que cualquiera capaz de escribir más rápido y más rápido que ninguno que pudiera escribir mejor. Si el inglés no les resulta un inconveniente, un libro de recopilación titulado Just Enough Liebling recoge sus mejores piezas.