Escritora, ganadora del Premio Nacional de la Crítica con «La hija del Este»

2 Andrés Montes

Los 52 años de edad de Clara Usón, ganadora del Premio Nacional de la Crítica por su novela «La hija del Este», son los mismos transcurridos desde la última vez que una mujer recibió este galardón. En 1961 fue Elena Quiroga con «Tristura» la destinataria del reconocimiento, que dos años antes obtuvo Ana María Matute con «Los hijos muertos». La barcelonesa Usón completa ahora un mermado trío que contrasta con la proliferación de autoras en las letras españolas durante las últimas cinco décadas.

Detrás de «La hija del Este» (Seix Barral) -la sexta novela que la escritora publica, de la decena que lleva escritas- hay tres años de dedicación a tiempo completo y una larga investigación sobre la guerra de los Balcanes, conflicto intrincado que puso ya en evidencia las limitaciones de Europa como construcción política, mucho antes de que lo hiciera la economía. El trabajo previo sirve para dar cuerpo a una historia con un núcleo real, el suicidio de Ana, la hija de Ratko Mladic, comandante en jefe del Ejército serbio, que dirigió el asedio de Sarajevo y a quien ahora se juzga en La Haya por la matanza de Srebrenica. Con distintos registros narrativos, la novela es el relato de la desolación que sigue al hundimiento de los mitos, sea el del padre o el de la nación.

-¿A qué atribuye ser la primera escritora que recibe el Premio Nacional de la Crítica en 52 años?

-Hay dos posibles explicaciones. Una es que las mujeres españolas son muy torpes, o no son capaces de hacer literatura con el mismo nivel que los hombres, y la otra que los críticos nos leen muy poco. Hay magníficas escritoras que bien pudieran haber ganado este premio antes que yo. Pero existe una inercia que lleva a los críticos y a los que crean opinión, en su mayoría hombres, a considerar que los libros de mujeres son para mujeres, y nos leen poco. Lo que quiero pensar, porque no tengo intención de regañar ni de enmendar la plana a estos señores que me han hecho tan feliz, es que esto supone un cambio de actitud y que van a valorar mejor a las mujeres que escriben con ambición literaria. Este premio lo comparto con las escritoras que han debido ganarlo y no lo ganaron.

-La literatura es un mundo muy feminizado en todos sus niveles: hay muchas escritoras, dominan las lectoras, son mayoría en la industria editorial.

-Sí, pero no en el nivel de excelencia. Todavía nos falta. A las escritoras se nos considera de segunda categoría, con capacidad para hacer novela comercial, que vende bien, pero la excelencia está reservada a los hombres. En lo que a mí respecta no me considero agraviada, sino todo lo contrario, pero el hecho elocuente es que quizá en estos 52 años otras mujeres que merecieron este premio no fueron tenidas en suficiente consideración o quizá no fueron leídas.

-Es que además de conseguir que se publique su libro los autores se enfrentan hoy al problema de hacerse visibles en la maraña de una producción editorial desbordante.

-Es ya casi un lugar común decir que editamos como en Francia y leemos como en Zambia. Hay una verdadera avalancha de títulos, que a los primeros que desborda es a los críticos. Es imposible prestar atención a todo, lo que suele perjudicar a los que empiezan o son menos conocidos. Igual ocurre en las librerías, donde por la obligada rotación de títulos duran muy poco en las estanterías y hay muchos libros que perecen de muerte súbita. Ése es un problema que nos afecta a todos y sin visos de solución porque quizá lo único que puede hacerse es publicar menos. Ganar visibilidad, efectivamente, cuesta mucho.

-¿Usted es una escritora a tiempo completo?

-Me dediqué a la abogacía muchos años. No conocía a nadie en el mundo literario. Publiqué mi primera novela, «La noche de San Juan», a los 38 años, aunque ya llevaba tiempo escribiendo y antes perpetré otras dos que, merecidamente, quedaron en el cajón. De entrada tuve suerte porque me dieron el premio «Lumen». Pero me costó volver a editar y seguí adelante porque soy obstinada. «El viaje de las palabras» la rechazaron en diez editoriales. «La hija del Este» ha colmado todas mis expectativas. Desde que empecé con ella me dedico, con ayuda familiar, a escribir a tiempo completo porque esta novela requirió mucha investigación. Durante tres años no hice otra cosa. La narrativa exige dedicación constante y una rutina. Si seguiré así en el futuro no lo sé. La literatura da muchas alegrías, pero pocas materiales. Estamos peor que en el siglo XIX, cuando el escritor podía publicar en periódicos sus crónicas o cuentos. Ahora se pueden contar con los dedos de una mano los autores que en España viven de la escritura, entre los que no me cuento. Son tiempos difíciles, pero escribes porque es lo que más te gusta hacer y esa vocación puede con todo.

-En «La hija del Este» hay un trabajo previo bastante inusual en una obra de narrativa.

-Esta novela me llevó a investigar, a leer, a viajar, a traducir textos y a escribir. Yo no conocía los intríngulis de esa guerra, que duró nueve años, y no distinguía a un serbio de un croata. Tras conocer lo que es el núcleo del relato, me embarqué en mi anterior novela «Corazón de napalm». Me fue muy bien, me dieron el premio «Biblioteca Breve». La historia seguía ahí y me propuse escribir en tres meses algo para aclararme sobre el conflicto y sobre el drama familiar que hay tras esa historia. Los tres meses previstos se convirtieron en tres años de muchos viajes, muchas lecturas, contactos con gente de allí. Me hice traducir libros del serbio. Y estuve horas viendo material audiovisual. Ésa fue una guerra muy filmada, he visto ejecuciones, imágenes atroces que te obligan a bajar la mirada y dar un paseo para recuperarte. Es un conflicto reciente, de hace veinte años, cuyos protagonistas aún están vivos y porque no soy serbia ni bosnia sino española comprendí que tenía que ser muy rigurosa en mi investigación, que era muy fácil pillarme en falta.

-La elaboración habrá sido compleja. A mayor documentación, mayor dificultad de que todo se ajuste, y más si se intenta darle un formato literario.

-He tenido que renunciar a historias y a información que me parecía muy interesante, pero que no encajaba en la novela. Ése es uno de los sacrificios que tiene que aprender a hacer el escritor para no entorpecer la narración. Es la decisión que hay que tomar entre hacer una alarde de erudición o introducir sólo lo que conviene al desarrollo de la historia. Quería contar cómo fue esa guerra, pero hacerlo de un modo fluido. Ése fue uno de mis grandes desafíos, crear una estructura en la que realidad, ficción e información histórica se combinaran de tal modo que conformaran un todo armonioso. Traté de evitar que fuera un híbrido extraño entre ensayo histórico y narración, se trataba de que fuera sólo una novela.

-¿Y cómo se acercó al episodio original en un vivero lleno de historias personales llamativas como es un guerra?

-Todo empezó con un artículo en el «Times» hace siete años. Me encontré con la historia de esta chica, Ana Mladic, guapa, simpática, inteligente, popular, la mejor alumna de su promoción. En 1994, en plena guerra bosnia, viaja a Moscú con sus compañeros de Facultad y a la vuelta es otra persona. El 24 de marzo se suicida con la pistola que los compañeros de la Academia militar regalaron a su padre, en los años 60, y que él nunca había disparado, reservándola para celebrar el nacimiento de su primer nieto. En una casa en la que había un auténtico arsenal, el hecho de que eligiera esa pistola parecía un mensaje explícito a su padre. Le estaba diciendo que con esa pistola que él guardaba para saludar la continuidad del linaje ella ponía fin a toda posibilidad de perpetuarse. Ese suicidio dejaba entrever que en Moscú Ana pudo conocer el rostro oculto de su padre. Me pareció una historia tremenda porque esa muerte, lejos de hacer recapacitar a Ratko Mladic, tuvo el efecto opuesto. A los pocos meses perpetró la tremenda matanza de Srebrenica, por la que está siendo juzgado en La Haya. Militares y paramilitares a sus órdenes ejecutaron en cinco días a 7.000 varones musulmanes de entre 14 y 75 años. Para mí, en todo eso había un trasfondo de tragedia griega a finales del siglo XX.

-El libro es una forma de prolongar la investigación previa con una indagación sobre la protagonista.

-Hice este híbrido de realidad y ficción porque los motivos de la muerte de Ana siguen siendo un misterio. El propio Ratko Mladic no sabe o no quiere saber por qué se mató su hija. Dos años después de su muerte consultó a una adivina, según está recogido en su diario, a la que preguntó por las razones de aquel suicidio. Al mismo tiempo que contaba la tragedia familiar de Ana Mladic tenía que contar la tragedia colectiva de la antigua Yugoslavia. Y lo que iban a ser setenta páginas se convirtieron en más de 400.

-Ése es un conflicto difícil de entender para quien no sea de allí, lo primero porque exige un mapa y mucha historia.

-A primera vista es un jeroglífico. Apartamos a los eslovenos, porque la suya fue una guerra anecdótica y ellos, en realidad, son como austriacos. Luego hay que diferenciar entre croatas, serbios y bosnios. Excluimos a los montenegrinos y a los macedonios. Pero luego en cada una de estas repúblicas hay minorías de las otras, que ése fue el origen de la guerra. Hay una mezcla tremenda, aclararse requiere más paciencia que otra cosa. Sólo desde la historia podemos entenderlos. En el siglo XX, los Balcanes han sufrido cinco guerras. El propio Mladic decía que antes de la suya no hubo generación en la que los hombres no conocieran la guerra y muchos hijos no conocieron a sus padres. Él fue el causante de la siguiente guerra. Los Balcanes son algo así como la zona de choque de las placas tectónicas de Europa. En Sarajevo empezó la I Guerra Mundial. En la II Guerra Mundial, los croatas destacaron por su crueldad y su salvajismo. Crearon un Estado independiente nazi y se dedicaron al exterminio de serbios, judíos y gitanos. De todo ello van quedando posos y rencores, que Tito intentó sepultar con una unidad ficticia, cogida con alfileres. Pero los rescoldos no estaban del todo apagados. Con cada guerra todo se complica más. Acudir a la historia es obligado aunque mi conclusión coincide con la cita de Hegel que encabeza la novela: la historia nos enseña que ni los pueblos ni sus gobernantes aprenden nunca de ella.

-Ese conflicto puso en evidencia que Europa todavía estaba a merced de fuerzas que se consideraban ya encauzadas.

-La guerra de los Balcanes puso de manifiesto la falta de unidad de Europa, la falta de solidaridad. Veíamos cómo a dos horas de avión de España, a unos kilómetros de Italia, en pleno corazón de Europa se estaban matando y no hicimos nada por evitarlo. Cada cual, siguiendo sus intereses nacionales, apoyaba a unos o a otros y al final tuvieron que ser los americanos quienes terminaron la guerra con sus bombardeos en Kosovo y en Belgrado. Eso puso de relieve la inexistencia de esa idea que tenemos de Europa, que no deja de ser un mito, porque todo se reduce a un conjunto de naciones egoístas y mal avenidas. Y eso es lo que estamos viendo ahora también. Es un ideal que en los momentos decisivos nos desengaña.

-Desde fuera también sorprende el primitivismo de ese conflicto, lo que propició esos episodios de crueldad terribles.

-Asombra el encarnizamiento. Lo que ocurrió en Srebrenica era una catástrofe anunciada. La ONU tenía la obligación de defender el enclave y no hizo nada por impedir algo que se podría haber evitado. Faltó interés político quizá porque alguien calculó que con 200 o 300 muertos todo se ajustaría a los acuerdos de Dayton. Los serbios son gente con una muy buena educación, cosmopolitas, políglotas. Esa crueldad no es un rasgo cultural, sino más bien una característica de las guerras civiles, en las que no basta con vencer al enemigo, hay que exterminarlo. El nacionalismo extremo siempre deriva en xenofobia. Ya decía el doctor Johnson que el patriotismo es el último refugio de todos los canallas, y esto lo estamos viendo aquí en nuestro país. Cuando se produce una crisis económica prolongada, como la que sufrieron allí a la muerte de Tito, no se ve salida, hay descontento con los gobernantes y corrupción, el recurso más fácil para aglutinar a la población es decir que la culpa es de los otros, de los que nos odian y quieren acabar con nosotros. Goering afirmaba que los pueblos nunca quieren ir a la guerra, pero que es deber del gobernante encauzarlos hacia ella. El nacionalismo extremo me parece muy peligroso, sobre todo en manos de populistas sin escrúpulos, como podían ser Milosevic en Serbia y Tudjman en Croacia, que para conservar el poder eran capaces de cualquier cosa. La patria es una excusa muy socorrida para todas las guerras. Las naciones nos parecen hoy abstracciones universales e imperecederas cuando el estado-nación apenas tiene 300 años de existencia. Si repasamos la historia sabremos que un día España, Alemania e Inglaterra desaparecerán como lo hicieron Roma y Grecia.

-Usted se ocupa también de poner en evidencia los mitos con los que se amasan los nacionalismos. En «La hija del Este» asistimos a la caída de dos mitos, el de la nación y el del padre.

-Los nacionalistas serbios son gente muy fanática. Es muy difícil que algo les haga recapacitar sobre su postura. Ana Mladic era la hija del héroe y salvador de los serbios que iba a acabar con la amenaza otomana. Que ese muro de certidumbre y de fe ciega pudiera resquebrajarse y dar cabida a la duda me parecía fascinante. Ya decía Camus que el único problema filosófico importante es el suicidio.

-A nuestra manera, los conflictos nacionales también están muy presentes aquí.

-Encuentro muchas similitudes entre España y la antigua Yugoslavia. En ambos estados hay pueblos con sentimientos nacionalistas que los dos dictadores combatieron y que revivieron con la caída de la dictadura. La pregunta es por qué tomamos derroteros tan distintos. Ellos acabaron en una guerra fratricida y nosotros, mal que bien, con una transición, aunque ahora muy baqueteada, vivimos en paz.