-¿Cómo percibe el torniquete presupuestario a la cultura?

-Es una situación muy dura, pero no más en el teatro que en otros oficios. La subida del IVA cultural ha significado un mazazo enorme, creo que hay motivos más que sobrados de queja y llanto.

-¿Las salas se vacían?

-Pero no podemos pedir a los seis millones de parados que se pongan a la cola para comprar la entrada al teatro y que llenen el patio de butacas. Esto es un reto, hay que buscar nuevas maneras de expresarse. Se dice que nuestra sociedad ya no será nunca lo que ha sido. Bueno, pues lo único que nos resta es pensar en positivo y hacer volar la imaginación.

José María Flotats (Barcelona, 1939) lleva toda una vida metido de lleno en el mundo del teatro. A veces interpretando; en ocasiones, dirigiendo. Debutó en 1957 y no ha parado de trabajar. Se formó en Francia, fue el primer director del Teatre Nacional de Catalunya y atesora decenas de premios, entre ellos el Nacional de Teatro (1989), el premio de la Unión de Actores (1988), el Premio de la Crítica Francesa y ocho premios «Max» por diferentes montajes teatrales. La semana pasada Flotats participó en Oviedo en las deliberaciones del jurado que concedió el premio «Príncipe de Asturias» de las Artes a otro grande de la escena, el director austriaco Michael Haneke.

-Es sorprendente la amargura que destila el mundo de la cultura española, sólo comparable al de la ciencia.

-Pero nuestra obligación no es sólo la de protestar y reclamar otras políticas. En época de escasez no está de más, desde un punto de vista humano, echar una ojeada a las noticias que nos vienen del mundo, bastante catastróficas por lo general. Nosotros tenemos la suerte de que no nos están cayendo bombas encima.

-¿Recortar en enseñanza, adónde nos lleva?

-Me parece que si tenemos que hablar de un error profundo de la política actual en España es precisamente la tendencia a recortar en enseñanza y sanidad. Sin ciudadanos instruidos la cultura se muere. Me preocupa la juventud, esa generación bien formada que en su país se queda sin horizontes y se ve obligada a marcharse, en algunos casos no sin desesperación. Es algo que no se puede permitir España. Cuando comenzamos a perder cerebros se activa una bomba de relojería.

-Pues ya está más que activada.

-No sé cuál es la solución, se supone que hemos elegido a unos políticos para que la encuentren, gente que en teoría sabe cómo hacerlo. Pero la ausencia de auténticos líderes políticos es tremenda, y esto es un peligro. El populismo está a la vuelta de la esquina porque muchos ciudadanos tienden a decir eso de que mientras nos den casa y trabajo, que mande quien quiera y como quiera.

-¿Los culpables son los dos grandes partidos?

-El PP y el PSOE lanzan sus discursos patrióticos, pero hace mucho tiempo que han dejado de ser grupos de idealistas para convertirse en estructuras de poder. Y toda estructura de poder tiene como principal objetivo mantenerse en él. Son incapaces de ponerse de acuerdo en favor de la ciudadanía. Los actuales partidos políticos están formados por hiperfuncionarios enquistados que escenifican toda una farsa. Esto es un insulto a la inteligencia.

-Ciudadanos y políticos: un abismo entre ellos.

-Los ciudadanos acaban despreciando a los políticos, y es normal. El desprecio tiene mucho de desengaño amoroso. Es una reacción muy humana: al tercer engaño, punto final. La gente vota y apoya a un partido político por una cuestión de ideas, pero también por otra menos tangible, de simpatía, de cercanía. Hasta eso se ha perdido. Aquí no hay políticos que fascinen con su discurso. Recuerdo mi etapa en Francia en tiempos de De Gaulle. Yo no comulgaba con sus ideas, pero, amigo, cuando hablaba De Gaulle, corría a casa a escucharlo. Y mis amigos del teatro me reprochaban: pero cómo puedes seguir a alguien como él... Claro, yo venía de la España de Franco y en comparación con lo que había en mi país De Gaulle era de izquierdas.

-¿Qué nos puede enseñar Francia en el terreno político?

-Nuestros vecinos tienen una inmensa tradición democrática en la que los líderes de enorme altura política se hacen indispensables en ese sistema. Los conservadores franceses de derechas son gente profundamente democrática. Y nuestra democracia, por más que nos la imaginemos estupenda, es también muy joven.

-¿Qué es lo que menos le gusta de nuestra sociedad?

-Muchas cosas, la verdad... Lo de los niños y el ordenador y las maquinitas, jugando sin parar todo el día, incluso en la mesa entre plato y plato. Los niños ya no tienen lápiz y cuadernos para dibujar o escribir. A mí no me parece que eso sea progreso. Me pregunto si me he vuelto un carcamal.

-Seguro que no.

-¿Serán esos niños espectadores habituales de teatro? Pues existe un serio peligro de que no lo sean. Éste es un país especial donde te puedes encontrar en plena calle a un adulto orinando entre dos coches, o miles de jóvenes en medio del ruido insensato de un «botellón». Veo en Madrid fuentes y plazas que a la mañana siguiente a la fiesta son auténticas cloacas. Es que me estremezco. A mí de pequeño me decían: niño, eso no se dice, o niño, eso no se hace. A lo mejor es algo arcaico, pero si no existen normas elementales, ¿qué nos queda?

-La televisión, «Gran hermano» y esas cosas...

-Ahí está. Veo series de las de seis barbaridades por frase, y eso se acepta como normal. Estoy convencido de que la telebasura es fiel reflejo del país. Vivimos en una sociedad cada vez más maleducada, una sociedad en la que todo vale.

-¿Tiene la impresión de que la enseñanza en España es manifiestamente mejorable?

-Conozco a muchos padres que se lamentan de que «no nos tocó un buen colegio para el niño». Puede que haya un poco de todo, pero aquí el único secreto está en consolidar un sistema público, de calidad y gratuito. Nos jugamos mucho porque, que yo sepa, la educación es la única manera de hacer libres a las personas. Y sin ella, la brecha es definitiva. El otro día vi la imagen de unos adolescentes en Centroáfrica con sus ametralladoras, niños de la guerra, y me pregunto cómo se van a arreglar para llegar a ser hombres alguna vez.

-Hablemos de teatro.

-Hablemos.

-¿Se ha hecho algo mejor que lo que escribieron Shakespeare o Molière?

-No despreciemos el teatro del siglo XX, que ha dado autores y actores increíbles. Ahí está el teatro de Pirandello, de Brecht o de Harold Pinter.

-España, en materia de tradición teatral, no se queda atrás.

-Hay una inmensa tradición, es verdad, pero no se comunica. En fin, éste es un país en el que se llegó a censurar a Lope de Vega. Y no hace tanto tiempo de esto.

-Usted se forma en Francia.

-Y allí me pasé gran parte de mi vida. Tengo una deuda impagable con Francia porque yo me hice actor gracias a una beca del Gobierno francés, una ayuda que provenía de la sociedad francesa. Y trabajé mucho allí, muy orgulloso de poder devolver con mi trabajo parte de lo que ellos me dieron.

-¿Se acuerda de sus inicios?

-Fue en Barcelona, hacia 1957, en el teatro Guimerà, que era como un teatro de bolsillo. Trabajaba de meritorio en una obra titulada «Les maletes del senyor Bernet», con la Compañía de Lluís Orduna. El debut fue un desastre, habían pintado las sillas del escenario y la pintura no secó. A la hora del debut había apenas una docena de espectadoras, así que el director salió a escena, explicó lo de la pintura reciente y les pidió que volvieran al día siguiente. Lo cierto es que a pesar de aquellos inicios la obra fue un éxito. Aquello tenía un inequívoco perfume artesano.

-Vaya tradición inmensa la del teatro catalán.

-Hombre, no tan inmensa... Se supo mirar a Europa, con compañías canalizadas a partir de la autonomía. Después llegó el Teatre Nacional o la Compañía Poliograma en la que trabajé muchísimo. Logramos crear escuela. Pero la sociedad ha cambiado, ya no es posible crear grandes compañías teatrales en torno a una personalidad. Ahora, el cine, la televisión y los impuestos las hacen inviables.

Días antes de que el viernes pasado le fuera concedida a Arturo Fernández la medalla al Mérito en el Trabajo, Flotats valoraba en términos elogiosos al actor asturiano.

-¿Usted qué opina de Arturo Fernández?

-Es un actor prodigiosamente hábil, siempre dentro de su estilo. Todo lo que hace es muy reconocible.

-¿Y qué le parecen sus obras?

-Es un teatro que me distrae. No es el que yo montaría, claro está, pero esto no tiene nada que ver.

-Dígame el nombre de una actriz.

-Hay tantas... Nuria Espert es un talento descomunal. He trabajado con ella. Yo le decía lo que quería, y ella lo hacía a la primera y añadía sobre la marcha cosas. Nuria es de las actrices que hace excepcional a un director. Trabajar con grandes actores es maravilloso, lo mismo que trabajar con actores malos es un suplicio.

-¿Vivió a menudo esa experiencia?

-Dirigí una sola ópera en mi vida, el «Così fan tutte», de Mozart. Grandes voces, pero pésimos actores. Terrible, de verdad.