-Las dos partes de mi familia pertenecían a la resistencia contra los fascistas. Cuando Mussolini, que era del Partido Socialista y fundó el Partido Fascista, llegó a Florencia, mi abuelo materno, Narciso, comunista, le tiró una silla. Le quedó en la cabeza una cicatriz blanca, como una pluma, porque los fascistas le golpearon con una espada. Era de ambiente trabajador y tenía cuatro hijos.

-¿El otro abuelo?

-Giulio, socialista, no podía trabajar porque nunca cogió el carné de fascista. Un empresario de la madera le ayudó dándole trabajo de conserje y así pudo darle a Gino, mi padre, algo de comer. Porque hablamos de comer. La noche anterior a la liberación de Florencia, en la parte sur del río, entraba la octava armada americana, con los partisanos a la cabeza. En la parte Norte, mi padre, que tenía 13 años, y mi abuelo Giulio fueron capturados por las SS junto a otros hombres y niños porque ayudaban a los partisanos. Esa noche a mi padre le hicieron cavar su propia fosa.

-Con 13 años... ¿Cómo se libró?

-Mi abuela, Annunziata, y el resto de las mujeres de la zona decidieron ir a hablar con el general de la SS. Esa increíble noche de 1944 la Gestapo dejó la custodia de todos los prisioneros al Ejército normal alemán, la Wehrmacht. Las mujeres rogaron que los dejaran libres, que la guerra ya estaba acabando. El general los soltó. Por eso estoy aquí.

-¿Cómo era su madre?

-Una mujer guapa, empleada de banca, muy «trendy». Era de origen pobre. Exigente.

-¿Y su padre?

-Más superficial. Un hombre particular, muy importante para mí porque fue la apertura al arte. En casa había un reparto de papeles: mi madre era el dinero y mi padre, el arte. Sin el dinero no habría sido posible el arte. Mi padre, Gino Conti, era un humilde trabajador que, con el impulso de mi madre, que le compró la primera caja de óleos, se convirtió en un pintor autodidacta.

-¿Importante?

-Sí, con fondos en galerías de París, Amsterdam y América, que salió en el importante catálogo «Bolaffi». Empezó en el «macchiaiolo» toscano, una especie de posimpresionismo, y luego evolucionó al experimentalismo y vanguardista, y acabó en el figurativo hiperrealista clarista.

-¿Se relacionaba mucho con su padre?

-Los sábados por la mañana recorría con él todas las galerías de arte de Florencia. Tengo mucho amor por el arte plástico y para mí es imposible imaginarme una pieza musical sin ver una obra de un pintor.

-¿Cómo puede ser si la música es abstracta?

-No lo es, parece abstracta, es muy real. Es imaginación real.

-¿Cómo eran las relaciones con su madre?

-Me empujaba a ser el primero de clase y no lo pude ser. Sí estudié bien en la enseñanza básica, pero de los 14 a los 17 hice letras en el Liceo y fueron años terribles.

-¿Por qué?

-Era un momento muy difícil de la lucha armada. Todavía tengo una compañera en la cárcel por estar relacionada con el homicidio de Aldo Moro. Todos llevábamos barba larga y melena porque era la única manera de estar dentro.

-¿Perteneció a algún partido?

-Nunca. Tenía una inclinación a la izquierda, pero me gusta el pragmatismo de la derecha. Me gustaba la ecología, sobre todo en una época en la que todo en Italia se destruía. La política nunca me interesó lo suficiente y siempre tuve un sentido de la libertad que me impidió pertenecer a un partido, pero la Toscana era una región bastante roja.

-¿Y eso estaba en su entorno cultural?

-Sí, mi entorno era de izquierdas. Se odiaba la música disco y sólo siendo así se podía ligar con chicas: los fascistas no gustaban. Pero era un mundo muy triste. Pertenecía a él, pero no era el mío. Sentía un enorme vacío. Empecé a sentir la música en ese momento. Me gustaba mucho la música, pero hasta los 16 no sabía lo que era un do en clave de sol.

-¿Cómo empezó a gustarle?

-Una profesora, Panconesi, me introdujo en la música clásica haciéndome dibujar sobre lo que sugería la música. Así conocí el «Bolero», de Ravel, o «El cascanueces», de Chaikovski. Me estás haciendo recordar que participé en un concurso para niños pintores, dibujé un árbol y gané un premio. Mi padre estaba orgulloso, pero yo no era bueno y el interés por la pintura se secó para que me interesase la música.

-¿Qué le empujó a hacer música?

-El rock. A través de «Jethro Tull» e Ian Anderson y de «Genesis» y Peter Gabriel me acerqué a la flauta. Aquí empieza la historia. Un día le pregunté a mi padre -porque mi madre quería que estudiase y fuese abogado, aunque nunca lo dijo- «¿podríamos comprar una flauta?».

-¿Tenía que pedir permiso para una flauta?

-En ese momento mi padre se había quedado sin su trabajo de dibujante de mapas, desplazado por la introducción del ordenador. Esa circunstancia sirvió para profesionalizarle en la pintura, pero durante una época no había dinero en la casa, donde vivíamos mis padres, mi abuela Annunziata y yo. Vendimos un teclado electrónico y compramos la flauta. Mi padre me dijo que tenía para mí un profesor maravilloso.

-¿Quién?

-El que enmarcaba sus cuadros, que había sido guitarra de un grupo importante de rock de los años sesenta llamados «I Fratellini». Habían tenido éxito, pero no habían salido en televisión porque en la foto vieron que eran unos monstruos. Ésa es la persona que cambió mi vida. Ahora, al recordarlo, me hago el propósito de encontrarlo, si aún vive.

-¿Cómo se llamaba?

-Benedetto Miniatti. Era el carpintero de San Frediano, el barrio histórico del centro de Florencia. Tenía el taller repartido en dos: en una parte, las maderas y herramientas, y en la otra, el aula de música. Le pregunté si podía enseñarme a tocar la flauta. Él contestó que nunca la había tocado, pero, bendita ignorancia, había una cosa que tenía que saber: quien sabe tocar un instrumento, puede enseñarlos todos.

-¿Cómo fue su método de estudio?

-Me mandó comprar un libro de flauta. En clase, todos sus alumnos, veinte, treinta, tocaban la guitarra, y yo llegaba con mi flauta, la oveja negra. Lo más bonito fue cómo me enseñó a limpiar la flauta. Normalmente, se limpia con una escobilla. Benedetto me reveló algo importantísimo: limpiarla con la escobilla bañada en leche. Después de dos semanas era como un queso azul y nadie quería ponerse a mi lado. «Benedetto, ¿es normal que esto huela así?», le pregunté. «Normalísimo», contestaba. Fue una época hermosa después de otra horrible, de crisis de identidad, de estar verdaderamente mal, de ir al hospital con crisis de pánico.

-¿Por qué?

-El período histórico. Los años del plomo. Unos años después del 68 se acabó la ilusión y empezó esta parte violenta y deprimente. Recuerdo la primera vez que llegué al instituto. Tenía 13 años y había un hombre enorme, de unos 20, con barba y una porra en la mano para impedir que los alumnos entraran porque había una huelga en apoyo a los trabajadores de la Fiat.

-Vaya entrada.

-Otro día, delante de la escuela, escuchamos disparos y unos fascistas habían matado a dos compañeros de izquierda. Todavía están en la cárcel con cadena perpetua.

-En medio de aquel ambiente social y político descubrió la música.

-Y para mí era la belleza, la pureza. Una vez me llevó mi madre a escuchar la «Patética», de Chaikovski, y fue increíble, y también ver «La flauta mágica», de Ingmar Bergman, y «La muerte en Venecia», de Luchino Visconti, con Mahler sonando. Descubrí un mundo maravilloso, lejos del ambiente sórdido de la clase, de lo feo, lo enfermizo. Quería explicar que había descubierto América, la música culta, que teníamos el rock sinfónico, pero que la clásica era otra cosa, un nivel superior.

-¿Convenció a alguien?

-Me decían que era reaccionario, música burguesa, y yo refutaba que esa música debía pertenecer a todos.

-¿En cuánto tiempo aprendió el libro de flauta?

-En dos meses. Cuando lo acabé, le pregunté a Benedetto qué hacía ahora y me contestó: «Ya eres flautista». Fui al Conservatorio, tenía 17 años, vestía guerrera, le dije a la secretaria que quería matricularme y me respondió que era muy viejo, que ni lo intentase. Aprobé el examen de ingreso y ese mismo año escuché un montón de discos, intensivamente, y empecé a trabajar con la flauta travesera. Fui uno de los pocos italianos que se dedicaron a la flauta de la música barroca.

-¿Cómo pudo hacerlo?

-Me busqué un profesor particular que fue muy importante para mí: Marcello Castellani. Di con él preguntando en una tienda de música. Me abrió los ojos. Se dio cuenta de mi talento natural, me llamaba «el viejo prodigio». Al final de ese año me fui a la Academia Internacional de Verano de Niza a encontrarme con Maxence Larrieu, uno de los cuatro más grandes flautistas. Le abordé y le dije: «Maestro, no sé nada. He oído un disco suyo y el sonido que tienen ustedes no existe en Italia y me gustaría lograrlo». Después de un mes me indicó dónde ir.

-¿A dónde?

-Al Conservatorio de Padua, y allí estaban Clementine Scimone y Conrad Klemm. Clementine, después de un año, me consiguió una audición para entrar a formar parte de «I Solisti Venetti», la orquesta de cámara italiana más prestigiosa del mundo. Al final del año ya dí un concierto como solista en el Auditorio de la RAI de Turín, emitido para todo el país.

-Hacía dos y medio que un carpintero guitarrista que nunca había tocado la flauta le había dado sus primeras lecciones. ¿Cómo se sentía?

-Estaba nerviosísimo y con dolor de cabeza. Antes de salir estaba caminando como un toro encerrado. El primer viola, Pozzi, que formaba parte del «Cuarteto de Turín», me preguntó qué me pasaba, le hablé de mis nervios y mi jaqueca, y me dijo: «Bien. Yo tengo 72 años, soy primer viola, no tengo que tocar como solista y me estoy cagando encima. Tienes 19 años y tienes que tocar como solista: si te duele la cabeza es normal».

-Tuvo una carrera rapidísima.

-En tres años me diplomé. Fui el primer italiano que ganó el Concurso de flauta en el Conservatorio Superior de París, donde enseñaban Jean-Pierre Rampal y Alain Marion. Tenía 21.

-¿Cómo vivió pasar en tres años de una crisis existencial a tocar el cielo con la flauta?

-A los tres años le escribí a mi madre una carta en la que decía que no veía el momento de dejar toda esta carrera vertiginosa, con pánico escénico, para dedicarme a enseñar a los niños. Era una responsabilidad enorme sobre mi espalda.

-¿No disfrutó?

-Claro que sí, pero coqueteaba con la idea de dejarlo todo. Es un poco neurótico. Aún lo hago hoy. «Ahora lo dejo». Mi mujer me dice «claro, claro».