El matorral es la cenicienta de los hábitat naturales, hasta el extremo de que se da un uso peyorativo al nombre de esta formación vegetal, como si se tratase de algo indeseable y dañino. Incluso se ha integrado con ese sentido en una expresión («paraíso matorral») que ha hecho fortuna como burla del eslogan «Paraíso natural» y crítica de las políticas que, supuestamente, favorecen a la fauna salvaje en detrimento de una ganadería de montaña en crisis (una situación perceptible, entre otros aspectos, en el abandono de los pastos de altura y en la consiguiente expansión de piornos, cotollas y brezos).

La mala prensa del matorral tiene que ver con el concepto del «monte» como espacio próximo o incluido en las tierras de labranza, es decir útil desde un punto de vista agrícola. Este monte ha sido aprovechado tradicionalmente tanto para el cultivo (cereales, sobre todo) como para el apacentamiento del ganado y la obtención de forrajes. Por esa misma razón, la colonización de los pastos abandonados por parte del matorral se percibe como un deterioro, cuando, en realidad, no es más que la consecuencia natural de la pérdida de uso de un medio creado y mantenido artificialmente (un paisaje cultural), que deja vía libre para obrar a la sucesión ecológica (la evolución natural de un ecosistema debida a su dinámica interna). Los propios métodos de mantenimiento de los pastos (rozas y quemas) favorecen que el ecosistema se mantenga en las primeras etapas de sucesión ecológica, con predominio de especies herbáceas y arbustivas en la cubierta vegetal.

El abandono del monte productivo lleva, inevitablemente, a la expansión del matorral, que no es monte baldío, sino que posee una riqueza biológica propia y el potencial para evolucionar a un ecosistema maduro, que en nuestras latitudes es, principalmente, el bosque. Solo en determinados ambientes sometidos a condiciones climáticas y meteorológicas que excluyen el desarrollo de árboles se convierte el matorral en clímax ecológico del territorio, como sucede en la montaña alpina y los acantilados costeros. Aquí el matorral adquiere un valor intrínseco, una importancia estratégica para la fauna y para el equilibrio del suelo (influyendo en su naturaleza química y frenando los procesos erosivos). Los brezales atlánticos del Cabo Peñas, desarrollados sobre una antigua turbera, y los aulagares que crecen en suelos poco desarrollados de los Picos de Europa (en otros sustratos aparecen también como etapas de sustitución de hayedos y carrascales) son buenos ejemplos de ese tipo de formaciones.

La fauna de los matorrales es mucho menos rica que la de los bosques, pero comprende algunas especies de alto interés desde el punto de vista de la conservación, entre ellas el propio urogallo común cantábrico, pues si bien esta es una especie forestal, las hembras con pollos manifiestan una estricta dependencia de los matorrales que crecen en torno a los bordes del bosque para refugiarse y obtener alimento, de manera que este hábitat adquiere una importancia crítica en el éxito reproductor, el talón de aquiles de esta especie en peligro de extinción, ya que la supervivencia no llega ni a un solo pollo por nidada. La perdiz pardilla depende de estos medios durante todo el año; selecciona preferentemente los piornales y requiere superficies de matorral con una estructura variada que le ofrezcan distintos grados de cobertura, más cerrada durante la época de anidamiento y más abierta durante la etapa de desarrollo de los pollos. Las escasas poblaciones de los aguiluchos pálido y cenizo (en torno a 50 y 25 parejas, respectivamente) están muy vinculadas a las manchas extensas de brezal-tojal, en las cuales anidan y cazan.

El ruiseñor pechiazul, con un área de cría muy localizada en los puertos soleados de la cordillera Cantábrica, entre 1.000 y 1.800 metros de altitud, también requiere brezales y piornales. La curruca rabilarga es otro habitante típico y dependiente de estas formaciones, en las que selecciona zonas de cobertura densa. La especie más singular de los matorrales de montaña cantábricos es la liebre de piornal, endémica de la cordillera, que alterna este medio con pastizales y bosques.