Aquiles Tuero de Rovigo, nació en Quintueles (Villaviciosa), se crio en Gijón, intentó una carrera de tenor y formó su personaje en Madrid y en Nueva York. Promotor cultural, algunas de sus ideas han resultado brillantes: por ejemplo, sacar a los monjes de Silos de su clausura para cantar, o idear que los tres tenores más famosos del mundo en los años 90 -Luciano Pavarotti, Plácido Domingo y José Carreras- cantasen juntos arias conocidas. Asegura que está al cuajar su gran proyecto: el Teatro de España y las Américas en Nueva York.

-¿Cómo vivía hasta finales de los setenta?

En el colegio mayor, con una beca «Pepín Fernández» y preparando a alumnos de Económicas. No acabé Políticas. Me dieron una beca para Salzburgo, donde vivía en un camping, aprendía alemán y asistía a clases de canto en el Mozarteum. Estaba construyendo mi personaje. Al final de los 70 hice lo último para la Universidad española: un homenaje a Lauri Volpi. Me lo presentó Jaime Álvarez-Buylla y fue un flechazo. Me hacía cantar en su casa y si soltaba un gallo lo corregía él, perfectamente, con su voz de 80 años.

-¿Cómo era Volpi?

Un genio. Nada que ver con otra fauna canora. No era un tenor, era, además, un tenor. Había estudiado Derecho en la Universidad de la Sapienza de Roma y quería decir algo a los universitarios. No me costó nada llevarlo al teatro Real. Pagó la organización Aurelio Menéndez, que tenía de secretario a Iglesias Prada.

-¿Cómo fue?

Convoqué a Plácido Domingo, a Pedro Lavirgen..., y estaba medio Oviedo, muchos Buylla. Como decía don Plácido de mí: «Este chico parece inteligente a pesar de ser de Gijón». Volpi contó que allí había interpretado, hacía 51 años, al duque de Mantua, y que habían cantado Fleta y Anselmi, compatriota suyo, guapo e inteligente y que cedió su corazón a Madrid, que tanto le quería, y que cantar en el Real era el mejor pasaporte para la Scala. Y cantó «La donna è mobile». Por cierto, el corazón de Anselmi lo trajo desde Italia Pepe Riera, un tenor de Gijón, con voz de pistón pero nervioso en el escenario.

-¿Qué hizo usted después?

Monté la Unión Popular de Cooperativas de Arte. Creé la Opera Estudio, la Ópera Popular, la Cooperativa de Actores y Directores, que incluía a los de cine, la de pintores..., todo para desembocar en una Sociedad para el Fomento del Arte; pero en 1979 la gente esperaba de mí que fuera un agente artístico y los pusiera a actuar. No es así: el promotor tiene la idea, busca los fondos, pone los medios. No es un intermediario. Yo quería cambiar el mundo. Aquello cascó cuando el Estado dio un bocadillo a los artistas y deshizo el grupo.

-¿Cómo partió a Nueva York?

En febrero de 1978 Jesús López Cobos debutó en el Metropolitan con Montserrat Caballé y José Carreras. Fui a la «première». Estaba de agregado cultural un diplomático excelso, Jorge Dezcallar, un príncipe, que me presentó a Yago Pico de Coaña, y por ellos conocí a Jaime de Piniés. En una cena, Sunny Carballeira, mujer preeminente casada con un médico hijo de gallego, me dijo: «¿Por qué no viene a este país. Se aceptan ideas, y lo hispánico necesita alguien con empuje y que sea español, no hispano». Me hizo ver que lo español era importante.

-¿Qué encontró en EE UU?

Instituciones dispersas, como antes los colegios mayores: Repertorio Español, el Museo del Barrio, el teatro Talía... El sustrato de todo esto es que la cultura es capaz de aglutinar y dinamizar lo que venga detrás: los negocios, los intercambios comerciales y hasta la influencia política. En febrero de 1980 salí a «abrir puestos de venta», desde Nueva York hasta la misión Dolores (San Francisco), encontrando gente bilingüe y con dos culturas que querían una representación. Tenía el «background» de mis tíos, que llevaban allí desde 1880, y, como me dijo Piniés, «tu tío abuelo forma parte de más de la mitad de la historia de Estados Unidos». Todo eso cuaja ahora en el Teatro de España y las Américas en Brooklyn.

-¿Qué es eso?

Lo que ya planteé en los 90 con el teatro Belasco. Ahora estoy a punto de sacarlo adelante, con un plan B y un plan C, y podrá funcionar en 2014, consolidando mis ideales. Tengo apoyo de una multinacional española con intereses en Estados Unidos a la que le gustó el proyecto y, después, si quiere, puede hacer un edificio corporativo encima, porque hay derechos de vuelto hasta la planta 32.ª. Seré presidente del consejo de dirección de la sociedad que lleve el teatro, donde se promocionarán las lenguas española y portuguesa. Sin la cultura no hay negocio, sin tetas no hay paraíso. Es un trayecto largo, pero mientras mis amigos médicos me digan que estoy en forma tiraré para adelante. He dejado plumas.

-¿Cuáles?

La primera Rovigo, la finca, hipoteca, no llegué a tiempo en los pagos porque el Estado no me pagaba y la perdí en 1983.

-Segunda pluma.

Fue en el punto álgido de mis actividades: la ópera de «Cristóbal Colón», con libreto de Antonio Gala, por la inesperada enfermedad de José Carreras, que pensé que se moría un amigo. Pospusimos el estreno hasta que se recuperara y empezaron los conflictos con Carreras. La ópera se estrenó en el Liceo de Barcelona, donde yo quería, pero sin estar yo, el inventor, presente. La víspera me llamó una persona para decirme que me defendiera, que convocara una rueda de prensa, pero yo me sentía como el ingeniero de «El puente sobre el río Kwai». No quería que me volaran el puente, un proyecto que había trabajado tanto. Era la pasión, pero luego viene el dinero, que merma tus posibilidades; pero los ochenta fueron buenos, la marca Aquiles Tuero.

-¿Y los noventa?

La recolección no estuvo en relación directa con la siembra. Un proyecto que había diseñado como homenaje para Lauri-Volpi se salió por la tangente. Era un momento maravilloso para la divulgación de la ópera y puse sobre la mesa la idea de los tres tenores. No registré el proyecto. Ahora registro el aire que respiro. Carreras reconoce en el libro de Rubén Amón que puse la primera piedra, pero entonces ya estábamos enfadados.

-¿Cuánto facturó aquello?

Centenares de millones. Salí del hotel Saint Moritz con mi compañera sentimental y en la Tower Records leímos: «Los más importantes hits de siglo XX: Los monjes de Silos y "Los Tres Tenores"». Pensé: aunque sea idiota y pueda caer en números rojos, tengo buenas ideas. Cuando nadie pensaba en canto gregoriano yo llevaba quince años detrás de los monjes de Silos.

-... Pero fastidiará perder el beneficio de esas ideas.

Un poco, pero me gusta que tengo el reconocimiento en el libro de Amón por la persona menos interesada en reconocerlo. Salvo no registrar las cosas, volvería a hacerlo todo, a pesar de que aquello me dejó grogui, me hizo alargar proyectos más allá de su rentabilidad y no me permitió afrontar, como hubiera deseado, las responsabilidades morales y materiales que tuve y tengo.

-¿Quiere decir que tiene deudas que pagará?

Sí. No son grandes, y pocas personas me las han reclamado, pero no hay un día en que no piense en restituir lo material cuando pase al otro lado del Misisipi.

-Los 90 no acabaron bien.

No. «Aquiles Tuero presenta» en el Carnegie Hall o en el Metropolitan estaba bien, pero había que crear una factoría. Pensé en el teatro Belasco de Nueva York, pero no se entendió aquí.

-Ha caído varias veces. ¿Qué tal se levanta?

Mi neuropsiquiatra, Rafa Caba, dice que me tomará la tensión cuando muera y tendré 11-7, la perfecta, y que soy una multinacional que fabrica sus propios antidepresivos. Los daños colaterales a personas cercanas son otra cosa.

-En general, va muy libre.

Es una disciplina que me he impuesto. No es bueno que el hombre esté solo. He tenido algunas relaciones, algunas intensas. Algunas mujeres supusieron que iban a vivir de una manera normal y cuando llegaron los reveses les entró un ataque de pánico y pasé, para ellas, de genial a loco, no siendo yo ni uno ni otro. Siempre me dejé llevar por el corazón. Soy un romántico.

-¿Que tal siente que le ha tratado la vida hasta ahora?

Muy bien. Mi patrimonio personal de amistades es mi mayor tesoro. Algo habré hecho bien para mantenerlo. Nací en un prau y he tenido amigos de todo tipo. Después de hablar en Nueva York con David Rockefeller telefoneaba a Ruperto Loché, el mejor barítono taxista de España, y le decía «llego mañana a Madrid. Pasado mañana, vienes a buscarme. Parábamos en Mansilla de las Mulas e íbamos cantando "En la mio aldea"».