No creo que un automóvil rugiente sea más hermoso que la Victoria de Samotracia, como decía el poeta futurista Marinetti, pero sí creo que una columna del Partenón acosada por feos andamios como si fuera un delantero centro perseguido por un central pegajoso es más hermosa que esa misma columna en peligrosa libertad. La dialéctica delantero-defensa da sentido al fútbol, y la dialéctica columna-andamio da sentido al Partenón. Sin un defensa central, un delantero centro no es más que un matarife. Sin andamios, las costillas del Partenón parecen más frágiles.

Dadme un andamio como punto de apoyo, y moveré los bloques de mármol hacia su lugar natural e impediré que el tiempo y el descuido destruyan el legado de los viejos griegos. Así debería empezar la oración laica de un arqueólogo en Grecia. Dadme una grúa que sepa jugar como defensa central y haré que marque hombre a hombre a las columnas que amenazan con derrumbarse y meter un gol a la historia. Dadme unos cuantos vigilantes con silbato, buena formación clásica y exquisita amabilidad, y terminaré con el expolio al detalle y las fotografías de mal gusto protagonizadas por turistas que faltan al respeto, más por ignorancia que por maldad, a las viejas piedras. Andamios sin florituras, grúas enormes y silbatos sabios son la garantía de que las columnas del templo de Atenea en la Acrópolis de Lindos, en la isla de Rodas, sigan recortándose en el furioso azul del cielo griego. Entiendo que los turistas busquen el ángulo perfecto que evite que ese feo andamio, esa exagerada grúa o ese impasible vigilante con silbato queden inmortalizados en la fotografía que servirá, como las cosas del mundo sensible según Platón, de ocasión para el recuerdo no del mundo de las Ideas, sino de un lugar ideal de belleza, luz, cielo y mar. Pero esos andamios, grúas y vigilantes con silbato también merecen una fotografía y, sobre todo, nuestro agradecimiento. Los turistas que hoy visitan la Acrópolis de Atenas o la Acrópolis de Lindos contemplan, como dice Zbigniew Herbert en su precioso ensayo «El laberinto junto al mar», el resultado de muchos años de arduos trabajos de reconstrucción o, si se prefiere, de anastilosis. Con este bello neologismo los arqueólogos se refieren a cualquier trabajo relacionado con la colocación y el reajuste de los fragmentos arquitectónicos auténticos o reconstruidos con materiales contemporáneos según el orden original y en estricta concordancia con los principios arqueológicos. ¿Qué sería de la Acrópolis de Atenas sin andamios? ¿Qué sería de la Acrópolis de Lindos sin grúas? ¿Qué sería de los lugares arqueológicos sin sobrias papeleras, ásperos paneles informativos, severos carteles y ceñudas vallas?

La Acrópolis de Atenas que hoy contemplan los turistas, dice también Zbigniew Herbert, es obra de la voluntad y del orden tanto como del caos, tanto de los artistas como de la historia, tanto de Pericles como de Morosini, tanto del arquitecto Ictino como de los saqueadores al estilo de Lord Elgin. Es cierto. Y también es obra de los arqueólogos, de sus andamios y grúas, de la paciencia de los sabios y de la comprensión de los turistas. La subida (a pie o en burro) a la Acrópolis de Lindos tiene como recompensa, además del propio placer de la ascensión, un delicado juego de columnas colgadas de un precipicio ciento veinticinco metros por encima de las blanquísimas casas de Lindos. En la Acrópolis de Lindos nos esperan, además del templo de Atenea, los restos de una estoa dórica y otra helenística, y también una iglesia medieval y unas almenas levantadas por los caballeros de Rodas. Y muchas grúas y andamios. La subida a la Acrópolis de Atenas es menos exigente que la de Lindos, pero tiene recompensas más famosas: los Propileos, el Partenón, el Erecteón, el templo de Atenea Niké. Aquí también hay muchas grúas y andamios. Y muchos más turistas. Muchísimos. Es posible visitar la Acrópolis de Lindos casi en soledad. Es casi imposible visitar la Acrópolis de Atenas (salvo que se haga a las tres de la tarde soportando el calor ateniense) sin estar rodeado de un mar de turistas en pantalón corto y sandalias. Hasta ahora hemos elogiado a los andamios y las grúas. Ahora toca elogiar a los turistas.

A los viajeros no les caen muy bien los turistas. Pero un viajero no es más que un turista con agenda Moleskine y cara de vinagre que acostumbra a prestar más atención a su «yo» que a las columnas dóricas del Partenón. ¿Hay algo más triste que un hermoso lugar arqueológico sin turistas? La única columna en pie del templo de Artemisa, una de las maravillas del mundo antiguo, en Éfeso. Las pobres ruinas de lo que fue Esparta. El bellísimo santuario de Braurión, centro de la adoración a la diosa Artemisa y donde, según la tradición, está la tumba de Ifigenia. El templo dórico de Afaia, en la isla de Egina. ¿Qué añade la soledad a las ruinas de Eretria, en la isla de Eubea? ¿Por qué es mejor recorrer casi solo el palacio minoico de Malia, en Creta, que admirar en compañía de cientos de turistas el palacio de Cnosos restaurado con gran imaginación y dudoso gusto por Arthur Evans? ¿No es mejor tener que hacer un poquito de cola para admirar los impresionantes kouroi en Myloi, en la isla de Naxos, que estar solo ante estas enormes estatuas del mármol caídas? ¿Qué tiene de malo pasear por la Acrópolis de Atenas procurando no tropezar con otros turistas? ¿Qué tiene de bueno pasear por la Acrópolis de Lindos sin poder disfrutar de las caras de admiración y placer de otros turistas? Decía el cantante francés Jean Rigaux que un psiquiatra es un hombre que va al Folies Bergère y mira? a los espectadores. Pues bien, un buen turista es un hombre que va a la Acrópolis de Atenas y, después de mirar el Partenón, mira a los que miran el Partenón. ¿Qué demonios les pasa a los viajeros, que no se dan cuenta de que cuando critican la masificación del turismo se critican a sí mismos? ¿Desde cuándo las partes se permiten mirar con suficiencia al todo?

Un socio del Sporting de Gijón disfruta más de un partido cuando El Molinón está lleno de gente que cuando está lleno de cemento. Cuantos más futboleros, aunque sean del equipo rival, mejor. Un lector disfruta más de la lectura cuando la biblioteca está llena de niños que leen libros sobre dinosaurios que cuando sólo está ocupada por devoradores de periódicos. Un amante de las canciones de Bruce Springsteen prefiere escuchar «The river» en compañía de miles de personas que emocionarse en soledad. ¿No es mejor ver una película con la sala llena que con la sala vacía? ¿No es mejor que el teatro esté lleno? ¿No es mejor beber una caña en un bar lleno que en un bar vacío? ¿No es mejor una Nochebuena con mucho ruido en el primer brindis con cava? ¿No es mejor escuchar una conferencia acerca de la sidra o de Santo Tomás de Aquino rodeado de amantes de la sidra y de la filosofía de Santo Tomás? Entonces, ¿por qué no es mejor pasear por la Acrópolis de Atenas en compañía de otros turistas que hacerlo en soledad? ¿Por qué el turismo tiene que ser, en este sentido, diferente del fútbol, de la lectura, de la música, del cine, del teatro, de los bares, de la Nochebuena o de las conferencias? ¿De verdad el viajero no necesita a los turistas? Decía Aristóteles que el que no necesita nada por su propia suficiencia no es miembro de la comunidad, sino una bestia o un dios. El viajero autosuficiente que dice no necesitar a nadie para admirar el Partenón o bien es una bestia, o bien es un dios. Pero no es un hombre. No es miembro de la comunidad de turistas porque o bien es una bestia que necesita la soledad para robar un trocito de columna, o bien es un dios que se considera con más derecho a disfrutar del pasado que los vulgares turistas que esperan su turno para fotografiarse delante del Partenón. Bestias o dioses, no entienden nada.

Es posible que el exceso de turistas obligue a limitar las visitas a la Acrópolis de Atenas, construir una réplica de la tumba de Nefertari o cerrar la Capilla Sixtina. Qué le vamos a hacer. Mientras llega ese doloroso día, espero seguir visitando la Acrópolis de Atenas en compañía de muchos otros turistas sudorosos, me gustaría que la Acrópolis de Lindos no se encontrara tan sola y, sobre todo, confío en que las grúas, los andamios y los silbatos estén siempre con nosotros. Por los siglos de los siglos. Amén.