El niño, de 6 años, recibió la noticia como un regalo: se iba una temporada a vivir a la "gran ciudad". En aquella época, finales de la década de los cuarenta, Oviedo, efectivamente, era una gran ciudad para "guajes" como él, acostumbrado a la tranquilidad y a las posibilidades de pueblos tan manejables como el suyo: Navia. El pequeño Juan viajó en coche y tardó casi tres horas en alcanzar la capital. Se instaló en casa de sus abuelos. Al tercer día ya se quería volver. Le faltaba algo. "¿En este "pueblo" no hay río?". La pregunta dejó estupefactos a sus abuelos. A sus abuelos y a todos.

Él, sin embargo, encontró ahí una respuesta vital. Ese día, sin darse cuenta, Juan Moreno supo que su vida y su futuro estaban en Navia, a la vera del agua. Allí, y sólo allí, eran posibles los chapuzones sin consentimiento, las tardes de pesca, los vaivenes en aquellas gigantescas embarcaciones, las reuniones adolescentes a las orillas del río... Todo eso, dice, no lo cambiaba por nada. Y lo dice ahora, con 66 años, sesenta después de suplicarles a sus abuelos que lo trajeran de vuelta, que en Oviedo no había río y que no podía ser. Y lo dice ahí, junto al río, al que hoy, matiza, se le llama ría, al menos en ésta, su parte final, donde ya se da la mano con el mar. Aquí acumula este naviego una marea interminable de recuerdos y vivencias. Aquí organizó hace treinta y cinco años el Descenso a Nado de la Ría de Navia, una prueba que desde su primera edición (1958) no ha faltado a su cita anual.

La fotografía, en general, no ha cambiado tanto. O sí. El río, en su parte más reconocible, la de la desembocadura, sigue igual; al menos eso transmiten las aguas tan aparentemente mansas por las que continúan deslizándose marineros locales y fornidos piragüistas. Pero esa carretera que cruza salvajemente el pueblo y que parece incrustada en el cielo antes no estaba. Antes no había autovías. A Moreno, no obstante, no le importa que salga en la foto. Al fin y al cabo así ha quedado su pueblo, su río, su ría. Pero el Navia, uno de los ríos emblemáticos de Asturias, no es sólo suyo. Es también de Kaly Menéndez y de su espíritu aventurero en Serandinas, o de la joven Patricia Sánchez y del paso del curso por Castrillón, adonde suele ir a comer pipas y a desconectar del mundo; o de Pedro Luis Fernández, que pesca truchas para luego regalarlas. A él no le gustan.

Sin el Navia, ese río que los envuelve, sus historias no existirían así. Son vidas vinculadas a uno de los cursos fluviales más espectaculares de la región, quizá también de los más desconocidos. Del Navia se sabe que es el río de los tres embalses (Grandas, Doiras y Arbón) y que por eso es truchero, porque los salmones no pueden subir a desovar. Se sabe también que nace en Pedrafita (provincia de Lugo) y tal vez se sepa que atraviesa ocho concejos asturianos: Navia, Coaña, Villayón, Boal, Illano, Allande, Grandas de Salime e Ibias. Pero quizá se ignore que casi todo su recorrido (125 kilómetros) es navegable, o que en su nacimiento, en la parte más alta, entra y sale de Asturias unas cuantas veces, o que su nombre procede del vocablo indoeuropeo "naus", que significa barco, según se recoge en un estudio publicado por el Principado en 1984.

Porque el Navia es mucho más de lo que se ve, e incluso de lo que se sabe. No tiene el punto mediático del Sella, quizá porque no es tan accesible, y eso le concede cierto misterio, ocultas como están sus múltiples leyendas. Es un río que mezcla aspectos mitológicos y costumbres ancestrales. Fue, por ejemplo, el río del oro y los metales en la época de los romanos, y esconde un gran número de recursos arqueológicos, como la piedra de los celtas, la quiastolita. Pero también es el río de los embalses, cuya construcción modificó el paisaje natural al punto de traumatizar a vecinos y pueblos, muchos de los cuales quedaron inundados. Ese achaque histórico, unido también a las malas comunicaciones que tradicionalmente sufre esta zona de Asturias, seguramente explique el olvido al que fue sometido por parte de sus vecinos. "Tú vas al Sella y todo mira al Sella. Si tú estás en Navia, contados son los lugares desde donde puedes ver el río. Hay poca gente que valore la riqueza que puede ofrecer el río a su población", reflexiona Juan Carlos Menéndez, para los amigos "Kaly", que lleva 25 de sus 52 años como dueño de Kalyaventuras, una empresa de turismo de aventura con sede en Serandinas (Boal).

Y lo cierto es que las tres presas, esos enormes bloques de hormigón que alteran imponentes la tranquilidad de un entorno de naturaleza exuberante, se llevaron para siempre su cauce primitivo. Quizá sea éste el principal punto débil de un río que, explorándolo bien, ofrece rincones fascinantes, con todos sus serpenteos, con sus acantilados y sus cascadas, con un paisaje agradablemente virgen, sin industria que lo salpique, sin mucho más cemento que lamentar, donde los bosques y las praderas pueden abarcar cuanto quieran y como quieran porque, además, los núcleos poblacionales están muy dispersos.

Escoger una zona preferida, más que en función de gustos, que también, responde a una unión personal, a una parte más íntima. Patricia Sánchez, por ejemplo, se queda con la margen de Castrillón, a unos cuantos kilómetros de Serandinas, su pueblo. Conoce bien el río porque es monitora en la empresa de Kaly y, a sus 23 años, lo ha bajado varias veces. En todas ellas descubrió algo nuevo. "Es una sorpresa cada día, las curvas cambian, los rápidos también, nunca es igual", explica. "Aquí, además de deporte, hay historia. Bajando este río puedes empaparte de los entresijos de Asturias", añade. Lo cuenta desde el embalse de Arbón, el más bajo de todos, ese que un día, cuando era pequeña, cruzó a nado sin avisar a nadie, ni a sus padres. Aquella, furtiva, fue su primera vez con el río.

Ahora, cada verano, cada día de verano si puede ser, se intenta escapar al entorno de Castrillón, en la zona de la presa de Doiras (inaugurada en 1934) para comer pipas, disfrutar del silencio y pensar. El cañón que se forma en él ofrece visiones espectaculares. Se pueden observar las vistas desde arriba, tomando una perspectiva más amplia del paisaje, o desde abajo, donde caen los enormes acantilados con sus formaciones rocosas. "Es un reducto único de paz y tranquilidad. Allí puedes relajarte y olvidarte de todo. No hay nada igual", explica. Y realmente en ese paraje retumba el silencio y se puede tocar la vida, al menos la parte de la vida que va al ralentí, que deja fuera las preocupaciones. Desde el enorme pantanal, si se afina bien y el día está en calma, es posible escuchar la fauna de alrededor, más allá del constante trinar de los pájaros.

Una sensación parecida a la que experimenta Pedro Luis Fernández cada vez que sale a pescar por la zona de Castrillón, muy próxima al puente. Este lugar está lleno de flashes paradisiacos. Hay un área recreativa y una especie de playa fluvial, todo resguardado por una inmensa vegetación. Aquí, como en todo el río, el caudal es muy abundante forma grandes masas de agua que, si el día acompaña, toman el reflejo del cielo y aquello parece un espejo. Pedro Luis, de 53 años, pesca porque es su pasatiempo desde que era niño. Tiene una empresa de animación infantil "la que aporta uno de los trenes para niños que hay en el Parque de San Francisco (Oviedo)", explica, y siempre que puede sale con su pequeño bote a navegar. Solo o con amigos. No se aleja mucho del puente. De hecho, en una zona estratégica, tiene una sartén atada a un árbol para hacerse la merienda. O la cena, o la comida. O lo que toque. Ahora no es temporada, y lo echa de menos. "Para mí es como si faltara algo, es una forma de vida", señala.

Para forma de vida, la de Kaly Menéndez, que además de su empresa de turismo de aventura es dueño del albergue de Serandinas. Kaly conoce el río como si fuera suyo. Él lo niega, pero pocos secretos se le escapan. Lleva vinculado a él casi treinta años, desde el día en que, como piragüista del club Los Cuervos (Pravia), se lanzó a sus aguas a entrenar. A partir de entonces, se fue encandilando poco a poco. "Descubro cosas que son increíbles, veo que aquí hay una filosofía distinta de vida", explica. "Empiezo a ver las cascadas en primavera, elementos estratégicos como el farallón de San Esteban de los Buitres... Veo que es una zona desconocida e intento ponerla en valor". Y así decide trasladar allí su residencia y formar su empresa, con la que ha hecho infinidad de expediciones por el río. Kaly se lo sabe de memoria. En canoa, mientras se adentra en unos espectaculares arroyos, cuenta que si tuviera que elegir se quedaría con el entorno de Serandinas, por donde pasa el Polea, uno de sus afluentes. La zona, muy rica en vegetación autóctona, ofrece parajes únicos. La llegada al embalse de Arbón (inaugurado en 1967) quizá sea el tramo más cómodo del río para navegar. Es la parte más suave y a la vez la más grande, la que da más sensación de río que de embalse, muy fácil de discurrir. Un producto para todos los públicos. Un día, en ese entorno, Kaly se olvidó unos alicates dentro del tronco de un castaño. Diez años después, en otra expedición, allí seguían, en la misma posición. "El Navia nunca deja de sorprenderte. Es mi herramienta de trabajo, mi manera de entender la vida".

La de Arbón es la presa más próxima al mar. Desde ahí hacia abajo, el río se deja llevar hasta el Cantábrico. Hacia arriba, empieza a encañonarse, el paisaje se vuelve cada vez más exuberante. Porque el Navia, a diferencia de otros cauces asturianos, se puede navegar en dirección contraria. En un pequeño bote uno puede recorrer casi todo su curso hasta llegar a la zona de Grandas de Salime, muy en el interior, cerca de su nacimiento. El embalse de Salime, inaugurado en 1954, es el más potente de los tres, quizás el más impresionante por sus violentas formas: 700.000 metros cúbicos de hormigón que forman una muralla de 134 metros de alto por 256 de ancho. Por él discurre la carretera principal de la comarca, que viene de Allande y va hacia Grandas, un tramo que está incluido en la ruta norte del Camino de Santiago. Los peregrinos, no obstante, tienen la opción de cruzar en barca, en la barca de Manuel Robledo, de Villapedre, uno de los últimos vecinos que debían coger una barca para ir al colegio. De eso hace ya muchos años. Hoy, en ese lugar, uno percibe sensaciones enfrentadas. De un lado tira la abundancia paisajística; del otro, la nostalgia. La construcción del embalse, a mitad del siglo pasado, acarreó la desaparición de varios pueblos, que se quedaron sumergidos bajo el agua, sepultados en lo hondo del pantano. Uno de ellos fue la capital entonces, Salime. Lo recuerda bien Salvador Rodríguez, guarda del río, y Ramón Fernández, piragüista aficionado. Hoy, más de cincuenta años después, la mitad de Salime sigue en pie y es posible incluso navegar al lado de sus paredes, por lo que en su día eran calles, convertidas ahora en ruinas. Sorprende adivinar que después de tanto tiempo algunas formas se mantienen, como si, por un momento, el tiempo rebobinara a toda velocidad.

En el otro extremo, tras descender más de un centenar de kilómetros, en Navia, cuando el río se rinde al mar y el agua ya sabe salada, Juan Moreno, sigue tirando de recuerdos. Cuenta que su zona preferida está a la altura de Porto. Allí, el cauce se encierra, se encajona, se enfrenta cara a cara a las dos laderas y la acumulación de árboles, uno tras otro, oscurece el tramo, como si fuera un túnel. Él también tiene un pequeño bote, y también navega por el río por entretenimiento. Porque como todos los protagonistas de este reportaje, siente el Navia como suyo. Son vidas estrechamente vinculadas a este río que mezcla naturaleza y la leyenda, lleno de riqueza y posibilidades, de misterio y de magia. El río que ayudó a aquel niño de 6 años a tener más claro su futuro, porque en aquella ciudad, por muy grande que fuera, no había nada parecido.