Gijón, J. MORÁN

Gumersindo Treceño, jesuita de 93 años, afincado en el Colegio de la Inmaculada de Gijón desde hace medio siglo, aún conserva el pasaporte con el que cruzó la frontera de Francia, por Hendaya, el 1 de febrero de 1932. Su viaje y «destierro», junto a otras decenas de jóvenes jesuitas, era consecuencia del decreto promulgado por el Gobierno de la República el 23 de enero de 1932 -hoy se cumplen 75 años- sobre la disolución de la Compañía de Jesús y la incautación de sus bienes.

En ese momento había en España 2.987 jesuitas que atendían 40 residencias, ocho universidades y centros superiores, 21 colegios de Segunda Enseñanza, tres colegios máximos -para la formación de sus miembros-, seis noviciados, dos observatorios astronómicos, cinco casas de ejercicios espirituales y 163 escuelas de Enseñanza Primaria o Profesional. Unos 6.800 alumnos en todo el país recibían la educación de la Compañía.

El citado decreto afectó en Asturias a sendos colegios en Oviedo y Gijón, a la residencia del Sagrado Corazón -la Iglesiona-, y a la Fundación Revillagigedo, ambas en la villa de Jovellanos.

El periplo del padre Treceño refleja lo que sucedió entonces con los jesuitas jóvenes en formación, mientras que los formados y los veteranos disolvían sus comunidades, aunque por lo general permanecían acogidos en domicilios de familias amigas y en lo posible mantenían otras actividades que no fueran las educativas.

Treceño contaba 19 años en enero de 1932. Leonés de origen -de Mansilla la Mayor-, estudiaba en Salamanca, según relató ayer a LA NUEVA ESPAÑA. «En la casa de formación del paseo de San Antonio éramos unos 300 jesuitas. Yo había hecho los votos cuatro meses antes y estudiaba Humanidades, lo que los jesuitas llamamos "juniorado"».

Llegado el día de la partida, «nos subimos a unos vagones reservados y al pasar por el barrio salmantino de Los Pizarrales unos muchachos apedrearon el tren». Junto a Treceño viajaban aquel día hacia Bélgica jesuitas asturianos como «el padre José María Patac, José Monasterio o los hermanos Scola».

Al llegar el tren a Hendaya «nos recibió el padre Carvajal, provincial de la Compañía y comisario para toda España en casos especiales como aquél. Me impresionó ver vestido de paisano a un hombre como él, jesuita de los pies a la cabeza. Nos despidió y partimos para Arlón, capital de la provincia de Luxemburgo, en Bélgica».

«Allí residimos unos días en una casa de ejercicios, hasta que pasamos a un "chateau" en Meerbeke, al sur de Bruselas. El día que llegamos salió la parroquia entera a recibirnos con una cruz en alto, como si recibieran a mártires. Entramos a la Iglesia y el párroco nos dijo: "Por favor, recen ahora el Padrenuestro en castellano, que es la lengua de Santa Teresa"».

Dos meses después «nos trasladaron a Marquain, también en Bélgica, junto a la frontera francesa y cerca de Lille, o Lila, según su nombre castellano». Treceño estudió «mucho griego y latín, y humanidades en general, y después Filosofía en Marneffe, Lieja. Allí vivíamos en un "chateau" enorme, dentro de un bosque. Pese a todo, aquello era maravilloso».

El decreto de disolución de la Compañía era fiel cumplimiento del célebre artículo 26 de la Constitución republicana aprobada el 9 de diciembre de 1931. En dicho artículo, entre otras medidas, se establecía: «Quedan disueltas aquellas ordenes religiosas que estatutariamente impongan, además de los tres votos canónicos, otro especial de obediencia a autoridad distinta de la legítima del Estado. Sus bienes serán nacionalizados y afectados a fines benéficos y docentes».

Era una forma indirecta de prescribir la supresión de la Compañía, cuyos miembros, aunque no todos, profesan el cuarto voto, de obediencia al Papa.

El argumento del cuarto voto no era del todo nuevo. Estaba en el argumentario habitual contra la Compañía desde hacía 150 años. El jesuita Manuel Revuelta, profesor de la Universidad de Comillas e historiador de la Compañía en sus etapas moderna y contemporánea, explicó ayer a este diario las circunstancias de la disolución de 1932.

«La verdad es que en la Compañía ni nos hemos acordado de este aniversario. Aquello no se ha repetido y se ha roto el hechizo de que los jesuitas fueran expulsados de España con cada gobierno liberal, democrático, progresista o republicano». Revuelta señala que «el catálogo de disoluciones contiene las de 1820, 1835 -tras la matanza de frailes-, 1868 y 1931. De haber seguido ese péndulo histórico, durante la transición de 1975 tendrían que habernos disuelto».

El historiador precisa que «todas la crisis españolas con la Iglesia se dirigieron en primer lugar contra la Compañía, y ya desde Carlos III se manejaron diversos argumentos que aquel rey guardó en su pecho, pero que fueron recogidos en el informe del asturiano Campomanes».

En 1773, el Papa Clemente XIV recibió presiones de los reyes de Francia, España, Portugal y las dos Sicilias, y suprimió la Compañía en todo el mundo. «Los motivos de Campomanes se hicieron moneda corriente en la publicística posterior sobre los agravios de los jesuitas», agrega Revuelta.

«La proximidad al Papa era una causa cuando la República puso a la Iglesia en el banquillo. Su influencia social era importante, cosa que no sucedía, por ejemplo, con las monjas de clausura, a las que se les dejó en paz», señala el historiador, que añade: «Sobre todo se pretendía prohibir la enseñanza religiosa, según aquella frase de Azaña de que "frailes sí, pero que no enseñen"».

Sin embargo, «a la Compañía se la disolvía por todo, ya que no contaba con tantos colegios -veintiuno- y sus alumnos no llegaban a siete mil. Pero la República temía la mentalización general que los jesuitas trasmitían en sus residencias, congregaciones marianas o círculos obreros».

En este marco general, la suerte de las casas de jesuitas en Asturias sería escasa. La iglesia del Sagrado Corazón de Gijón, hoy basílica, había ardido en diciembre de 1930 -tras el levantamiento de Jaca- y permanecía cerrada. El Colegio de la Inmaculada había cerrado en mayo de 1931, al mes de la proclamación de la República. Los jesuitas intentaron volver a la actividad a finales de ese año, pero en enero de 1932, tras el decreto, abandonaron la comunidad y el Gobierno Civil de Oviedo se incautó del edificio.

En cambio, la Fundación Revillagigedo, en el barrio gijonés de El Natahoyo, mantuvo la docencia por tratarse de una entidad benéfica docente, con escuelas populares muy pujantes, cuya dependencia legal de la Compañía no era plena.

En Oviedo, el colegio emplazado en la finca del doctor Roel -hoy solar del Instituto Alfonso II-, cerró en enero de 1932. En esas fechas los jesuitas reciben la visita del general Francisco Franco: «Tengan confianza en Dios, que no tardarán en volver».

El cardenal asturiano Francisco Álvarez lo dijo en cierta ocasión: «La Compañía de Jesús es como el Ave Fénix; siempre resurge de sus cenizas».

El padre Gumersindo Treceño volvió con sus compañeros jesuitas a España el 10 de octubre del 36. El 3 de mayo de 1938 Franco manda promulgar un decreto por el que derogaba el del 23 de enero de 1932. Setenta y cinco años después, Treceño comenta: «Todo aquello está olvidado; no hay rencor ninguno, pero la persecución religiosa de aquellos años fue muy fuerte».