Así los conocían todos los que andaban en los negocios, de aquella nada rentables, sino al contrario, de la oposición antifranquista y de la clandestinidad, y que, en verdad, no eran muchos, porque, de haber habido tantos «socialistas» como hay ahora, ¿creen ustedes que el régimen del general Franco hubiera durado todo lo que duró? Marcelo, ya lo señaló Lobato en un artículo reciente, tenía la capacidad de entenderse y llevarse bien (porque es difícil llevarse mal con Marcelo) con todos los sectores de la oposición. A diferencia del anticomunismo residual de muchos veteranos militantes que no olvidaban las perrerías que los comunistas les hicieron durante la guerra civil, y del anticomunismo estratégico de militantes nuevos como Juan Luis Vigil, Marcelo tiraba por la calle del medio, y donde hiciera falta estar, allí estaba él. En una ocasión (creo que me lo contó Ramón Rodríguez), un distinguido militante del MC le echó en cara que el PSOE fuera un partido socialdemócrata dependiente del oro de Willy Brandt, como se decía con frecuencia (en un artículo próximo me referiré a lo anti-PSOE que eran los «progres» de complemento, ahora tan fervorosamente zapateriles), y Marcelo, no pudiendo tolerar tal ofensa, le dijo con la actitud solemne de quien va a decir algo importante:

-Oye, chaval, ¿sabes lo que dices?

-¡Pues claro!

-Pues te voy a decir: el PSOE no sólo es marxista, sino leninista, si hiciera falta.

Aunque de aquella, gracias a Dios, el PSOE todavía no había tocado el pelo del poder, ni esperaba poder tocarlo en mucho tiempo, por lo que dentro del partido había una magnífica democracia interna de tendencia fuertemente anarquizante. El leninismo llegaría mucho más tarde, con la toma del poder, a partir de la cual el partido no podía andarse con bromas, y así, cuando dio a los militantes la oportunidad de elegir desde las bases al nuevo secretario general, y los «militantes soberanos» eligieron a Borrell, pero el «tapado» era Almunia, éste último fue designado a dedo y no pasó nada: o pasó que los socialistas perdieron en las elecciones generales. A partir del momento en que Alfonso Guerra advirtió que quien se moviera no salía en la fotografía, el viejo PSOE de las catacumbas ya no volvió a ser lo que era. Por cierto, que Encarna era una guerrista acérrima, y solía decir que Guerra tenía que venir más a menudo a Asturias, para meter en cintura a muchos desviados. Aunque debe entenderse que a aquellas alturas el PSOE ya no era el PSOE, con la cantidad de gente que entró cuando se abrió barra libre y empezó a afiliarse a este partido, al que ya se veían grandes posibilidades para medrar, lo peor de cada casa, como en los banderines de enganche de la Legión Extranjera. Hoy, Pepiño, aunque parezca un tipo de chiste, es el guardián de la ortodoxia, aunque tal ortodoxia no presenta ningún aspecto ideológico (en cuyo caso, sería disparatado que Pepiño fuera su cancerbero) sino exclusivamente táctico. Como me contaba Juanito Arango hace un cuarto de siglo, honradamente escandalizado después de haber pasado una tarde entera hablando con un dirigente socialista: «No se plantea ningún tipo de debate, sino problemas de organización». Problemas de organización que entonces era imprescindible plantearse, dada la desorganización que había. Pero me temo que el refuerzo de los comunistas que abandonaron su partido porque había dejado de titularse «leninista», instauró el leninismo en la socialdemocracia pactista.

A pesar de los muchos cambios de todo tipo que se produjeron en el PSOE, gentes como Marcelo y Encarna o Jesús Zapico, representaban los ideales del viejo partido, y daban prestigio al nuevo, aunque éste pretendiera utilizarlos como jarrones de adorno a la entrada del salón de las asambleas (como a Marcelo), o sencillamente ignorarlos, como a Jesús Zapico, o, lo que es más imperdonable, colocarlos en la lista de sus enemigos, como al gran Antón Saavedra.

Con todo esto, queda claro que Marcelo y Encarna, aunque tenían hilo directo con las altas jerarquías del PSOE, se sentían de izquierdas y por ello eran socialistas. Lo que diferencia, en mi opinión, a Felipe González de Zapatero es que el primero conoció a gentes como Marcelo y Encarna en su salsa, y el segundo, demasiado ocupado en la «alianza de las civilizaciones», en pactar con los separatistas y en imponer la Formación del Espíritu del «progre» políticamente correcto, ni se entera. Marcelo y Encarna, que eran todo lo contrario del «leninismo», porque eran profundamente demócratas e incluso asamblearios, no le habrían puesto objeciones, si hiciera falta, aunque, en su fuero interno y muchas veces en su actuación externa, siempre consideraban los casos concretos antes que los generales, y situaban a la persona por encima del partido. Recuerdo una asamblea informativa en el Seminario de Oviedo, en la primavera de 1976, en la que Marcelo, que había acudido al reemprendido congreso de la UGT, interrumpido en 1936 por el estallido de la guerra civil y del que regresó como miembro de la ejecutiva nacional, tuvo que aguantar carros y carretas, entre otras cosas por no haber convocado la asamblea inmediatamente después de clausurado el congreso de Madrid, que era el primero que se celebraba en la semiclandestinidad, después de cuarenta años. Y es que estas cosas tenía entonces un partido y un sindicato tan antiguos como el PSOE y la UGT (que, en los años de la reconstrucción, en la práctica eran lo mismo), que se permitía continuar en la primavera de 1976 algo que se había interrumpido sin clausurarse en el verano de 1936, con la misma tranquilidad y legitimidad con que fray Luis de león volvió a sentarse en su cátedra de la Universidad de Salamanca diciendo: «Decíamos ayer...».

Con éste y con otros muchos detalles se revela que Marcelo eran un buen «fajador», lo que es condición indispensable, tanto para ser un buen boxeador como un buen demócrata. Quien no encaja, malo: o acaba enseguida en la lona o no permite que se le acerquen los demás y procura por todos los medios imponer su «ordeno y mando». Los dictadores, en general, son muy malos encajadores. Por eso se defienden con la censura y no toleran que los demás se muevan, no sea que les toquen la barbilla prominente.

También eran Marcelo y Encarna de izquierdas al viejo uso en los gestos más cotidianos. Cuando se casaron en Gijón, al final del banquete se cantó «La Internacional» como si fuera la «Marcha nupcial», y los novios se fotografiaron cerrando el puño. «La Internacional» le gustaba mucho a Marcelo, y andaba muy preocupado por recoger sus diversas variantes. Lo que le acarreaba dolores de cabeza al pobre Manolo Mondelo, el cual, al cargo de la multicopista de la calle General Elorza, tenía que atender a las peticiones de Marcelo de hacer copias y más copias del himno, en tanto que representantes de otras agrupaciones aguardaban al otro lado de la librería (pues la multicopista estaba disimulada detrás de una falsa estantería en la que incluso los libros estaban pintados).

A Marcelo le gustaba presentarse cerrando el puño y diciendo UHP; después, se reía. Lo mismo que su hermano Arcadio (Cayo, uno de los tipos verdaderamente importantes del socialismo en la cuenca del Nalón), quien, durante una temporada en la que tenía que presentarse cada quince días en la Comisaría de Oviedo, se ponía camisa roja. El comisario Ramos le preguntó una vez:

-¿Es que no tienes otra camisa?

-No. Pero si usted me compra otra...

Y no se crea que tanta lucha tuvo compensación económica. A diferencia de tantos que se hicieron ricos con el PSOE, Marcelo, que ya estaba retirado de la mina, se ganaba su pan como pintor de brocha gorda, ya bien entrada la democracia. Un día se cayó de la escalera, que le sostenía abajo su otro hermano, el Manquín, y se rompió un tobillo. Fui a verle al hospital: estaba en la sala común, en una cama al lado de la puerta, con la almohada doblada para mantener levantada la cabeza; y a su lado, claro es, Encarna. Ambos estaban de muy buen humor, como de costumbre. Marcelo acababa de merendar, no le dolía el tobillo y se sentía a gusto.

-Me dijo el médico que tengo el tobillo como un saco de nueces.

Y se reía, y Encarna se reía también, mientras le echaba colonia por la cara, para refrescarle. Eran una gran pareja irrepetible.