G. K. Chesterton sentía mayor simpatía hacia España, y la comprendía mejor, que muchos de sus actuales gobernantes, llegando a afirmar que «España tuvo la primera filosofía, la primera medicina, la primera democracia, la primera literatura. Si España no hubiera vencido en Lepanto, ¿tendríamos hoy los europeos una civilización aria? Si España no hubiera expulsado a los árabes, ¿habría hoy una civilización anglosajona? Si España no hubiera creado a Don Quijote, ¿sería la novela lo que es hoy?». Y en «Lepanto», un poema épico del siglo XX verdaderamente feliz, evoca al autor del «Quijote», a don Miguel de Cervantes, quien, después de ganada la batalla, «en su galera vuelve la espada a su vaina». España, por cierto, se creó combatiendo al moro y poniéndolo en su sitio; no claudicando ante mediterráneos, sean islámicos o catalanes. A Chesterton no le gustaban los islámicos; los consideraba el enemigo de todo lo que él amaba, desde la civilización occidental, inevitablemente cristiana, por mucho que ofenda a algunos, hasta el vino, el whisky y la cerveza. En cambio, amaba la Edad Media, a esa Edad Media «delicada y enorme» de Verlaine, aunque la suya tendía más a pintura de fray Angélico, al contraste entre dos frailecitos, Santo Tomás de Aquino sedentario y San Francisco de Asís errante, a los viejos y luminosos caballeros del rey Arturo reunidos en torno a una mesa redonda eterna (sin duda creía que algún día no lejano Arturo regresaría de las brumas de Avalon para reinstaurar el orden y ser, en lo sucesivo, el rey que fue y será) y a la Virgen con su túnica blanca y su manto azul, como el cielo recorrido por nubes algodonosas y que es, según recuerda Herman Hesse, uno de los más poéticos hallazgos de la humanidad. En «El regreso de Don Quijote», que acaba de ser publicada por cátedra en traducción de Pilar Vega, hay más nostalgia de la Edad Media que recreación de un libro evidentemente renacentista. Chesterton amaba a Don Quijote y a Cervantes y se sentía, a la vez, Don Quijote y Sancho Panza. Como para Chesterton el mundo moderno es puro desquiciamiento y locura, Don Quijote, que reacciona contra él con tanto brío, tenía que estar necesariamente cuerdo. «El regreso de Don Quijote» es muchas cosas a la vez, además de ser una «verdadera filigrana literaria», como la ha calificado algún crítico. En principio es, bajo aspecto risueño, una crítica muy seria de la pedantería socialista, y a partir de ahí, del socialismo y en general del mundo moderno. Pero el sindicalista Braintree no es el mismo al comienzo de la novela que al final, lo que indica que, en cierta medida, se regenera. El hilo argumental sobre el que se articula esta novela parece no menos disparatado que las andanzas de Don Quijote, que sale al camino como si fuera un caballero antiguo, cuando en el mundo ya no hay castillos ni castellanos, ni caballeros andantes, ni magos capaces de hacer portentosos encantamientos, ni ideales encarnados en damas, ni Dulcinea del Toboso siquiera, ni gigantes de largos brazos capaces de dar voltereta al caballo y al caballero, sino modernísimos molinos de viento, que son lo que pudiéramos denominar la «tecnología punta» de la época. Un grupo de aficionados se dispone a poner en escena una leyenda. Terminada la representación, uno de ellos se niega a abandonar sus bellas vestiduras medievales y esta locura se contagia a los demás, y lo que comenzó por la dramatización de una leyenda se convierte en el propósito de reinstaurar en Inglaterra la antigua caballería. Pero la realidad acecha, mas no derrota; como leemos al final: «Quizá algún día se escriban las aventuras del nuevo don Quijote y el nuevo Sancho Panza por los caminos ventosos de Inglaterra. Aunque, en verdad, desde la fría y satírica perspectiva del vulgo, bien podrían resumirse esas aventuras en la crónica de las mal andanzas de un simón por parajes de lo más variopinto y donde muy raramente se había visto un vehículo de esa guisa». Una vez, como es tan caro a Chesterton, los conceptos encarnados en personajes se enfrentan: en «La esfera y la cruz» luchan entre sí en duelo a espada / el materialismo y la espiritualidad; aquí, el idealismo de Murrell se opone, de manera más dialéctica, al realismo vulgar y aprovechado de Herne o demagógico de Braintree (cuya descripción, por cierto, tal vez recuerde a G. B. Shaw). Parece claro quién ha de llevar las de perder en esta pugna. Chesterton, como está de parte del idealismo, no admite la posibilidad realista, porque, en alegre pirueta, afirma, y se queda tan contento, que Don Quijote representa la modernidad.