Antes de que un asturiano fuera campeón del mundo de velocidad automovilística (paradójicamente en una época en la que el Gobierno, tan bondadoso como intervencionista, pretendiendo hacernos a todos virtuosos, aspira, entre diferentes afanes, a suprimir la velocidad) otro asturiano batió un récord de velocidad al atravesar el océano Atlántico en un tiempo extraordinariamente corto, entre el 21 de agosto al amanecer, que zarpó del puerto de Filadelfia, en los Estados Unidos de Norteamérica, y el día 7 de septiembre de 1869, que dio vista al puerto de Luarca, a la atardecida.

No podemos insinuar que se tratara de una hazaña deportiva, ya que el bergantín «Favorita», que la realizó, hacía un viaje regular de barco mixto de carga y pasaje, y además, en aquella época, las personas serias no perdían el tiempo en competiciones deportivas. Si algo se hacía era porque había que hacerlo, no para hacerlo antes o más rápido que otros, que es el principio que anima el reto deportivo y por el que, sin alejarnos de nuestros límites geográficos, don Pedro Pidal escaló el Naranjo de Bulnes, un picacho al que no subía nadie, porque como le explicó antes de acometer la escalada su guía Gregorio El Cainejo, a nadie se le había perdido nada allí. Todavía, si se tratara de ir a buscar una res o a cazar un rebeco...

La característica principal de la competición deportiva es hacer algo que no sirve absolutamente para nada: ¿qué más da llegar más rápido que otro, si sólo se llega por llegar? En cambio, el capitán Rafael Ochoa, capitán del bergantín «Favorita», hizo la travesía del Atlántico con rapidez pasmosa, lo que sin duda resultó muy conveniente a los pasajeros tanto como a los destinatarios de las mercancías.

A mediados del siglo XIX todavía no se había instaurado sobre la mentalidad de las gentes que se tienen por civilizadas el frenesí de las prisas. Todo el mundo sabía que para hacer cosas importantes había que tomarse un tiempo prudente, y más valía pecar por lentitud que por exceso de rapidez. Como asegura muy sensatamente el refrán italiano: «Chi va piano va lontano», que todo viajero debería tener en cuenta antes de ponerse en camino, al igual que otro consejo igualmente formidable del gran Henry Robert Thoureau; el que viaja sólo puede partir cuando quiera; en cambio, quien lo hace en compañía ha de esperar a que el compañero esté preparado.

Por este motivo, siempre me pareció magnífica y verdaderamente lujosa la calma con que Henry Morton Stanley se tomó ir en busca del doctor Livingstone, perdido en las inmensidades de África. Toda Europa y América estaban pendientes de la pérdida del famoso explorador, representación viva de la presencia inglesa en África (aunque fuera escocés) y del ímpetu victoriano.

El magnate de la prensa Gordon Bennet le encargó a Stanley que saliera en busca de Livingstone, para lo que puso a su disposición la cantidad de mil libras, «y cuando estén gastadas otras mil, y cuando éstas estén gastadas, de nuevo otras mil, y así sucesivamente». Y cuando Stanley le preguntó a Bennet cuándo había de entrar en acción, escuchó una respuesta sorprendente, según refiere Jakob Wassermann en «Bula Matari»: «Ante todo, deseo que se dirija usted a la ceremonia de bendición del canal de Suez y que remonte luego el curso del Nilo. Describa detalladamente todo lo que pudiera ser de interés para los turistas norteamericanos y todo lo que haya por allí digno de verse. Después podrá usted ir hacia Palestina. He oído decir que en Londres se ha fundado recientemente una Sociedad Arqueológica; el ingeniero del rey, Chares Warrens, pretende reconstruir el plano de la antigua Jerusalén con ayuda de las ruinas subterráneas. Examine usted eso. Visite después Constantinopla e informe sobre las dificultades existentes entre el sultán y el jedive. Luego, necesitaremos también un informe sobre los campos de batalla de Crimea. Desde allí diríjase a través del Cáucaso al mar Caspio. Los rusos preparan una expedición contra China. Desde aquí puede usted ir pasando por Persia hacia la India, y escribirnos un informe desde Persépolis. Bagdad está en camino: ¿qué le parece si hiciese usted un rodeo hasta allí, para informarnos acerca del ferrocarril del Éufrates? Y, una vez haya estado usted en la India, puede empezar a pensar en Livingstone. Es posible que entretanto se haya oído algo de él y que se encuentre ya de regreso en Zanzíbar; de ser así, se ahorraría usted la molestia y nosotros los gastos. Es el plazo que me he fijado para ello. Pero, si no se tiene la menor noticia de él, se dirigirá entonces hacia el interior en su busca. Si está vivo, debe conseguir noticias acerca de él y de sus descubrimientos; si está muerto, traiganos las pruebas de su muerte».

Sólo emprendiendo la búsqueda de este modo se puede llegar a la aldea de Udschidschi, a orillas del lago Tanganika, con los azules montes de Ugoma al fondo, en la lejanía. Allí, Stanley y Livingstone se encuentran; merece la pena reproducir lo que se dijeron en la lengua original.

-Mister Livingstone, I presume?

-Yes, sir.

Menos mal, naturalmente, que Livingstone no tenía el menor interés en ser rescatado, y se quedó en África, mientras Stanley regresó por donde había ido, pero con el prestigio de haber encontrado a Livingstone.

Este ejemplo me ayuda a afirmar que en el siglo XIX las cosas importantes se hacían sin prisas, pero una vez que se iniciaban, sin pausas. Entonces, al contrario que ahora, no se exigía velocidad, sino eficacia. Por eso, el capitán Rafael Ochoa recorrió el océano Atlántico al mando de la «Favorita» en diecisiete días, no por batir ningún «récord» ni porque nadie se lo hubiera ordenado. De lo que se trataba era de conducir pasajeros y mercancía de Norteamérica a España. Si hizo el viaje más rápido que nadie hasta entonces, fue una cuestión totalmente secundaria, aunque hoy lo recordamos por aquella rapidez y consideramos aquella travesía como uno de los «momento estelares» de la marina romántica.

La travesía del capitán Ochoa ha sido relatada por Jesús Evaristo Casariego en diversos artículos y en el libro «Asturias y la mar». El capitán Rafael Ochoa era de Luarca y, según Casariego, «gastaba patillas, levita azul con botón de ancla y gorra galoneada con visera de carey. El piloto se apellidaba Menéndez y el "nostramo"... no se sabe cómo se llamaba el "nostramo", con su pito de plata al cuello y su marsellesa con botones de ballena». La tripulación, marineros expertos naturalmente. Fuertes marineros cantábricos, «curtidos en el peligro y avanzados en las luchas del mar». El viento y ellos hicieron posible la hazaña.

El bergantín «Favorita» pertenecía al armador Bonifacio López, que tenía una flota de veleros con nombres muy de la época: «Triunfo», «Joven Teresina», «Joven Benigna», con los que traficaba con los puertos de América y de Levante. Había sido construido por el maestro carpintero de ribera Rosendo Díez, más conocido por «Rosendón», en 1866, y era un «clipper» cortador de las aguas, «verdadero lebrel de la pampa marina», según entusiasta apreciación de Casariego, de dos palos y unas trescientas toneladas. «Estaba pintado de negro» -describe Casariego- «con una franja blanca, en batería, y unas portas artilleras imitadas de color chocolate. Su principal característica era la altura enorme de sus palos (la guinda), con masteleros y mastelerillos, que le permitían largar tanto trapo como para hacer un toldo que cubriese toda la concha y hasta la misma villa de Luarca, desde el faro al molino». Hasta el verano de 1869 había cargado las mercancías habituales con las que traficaba don Bonifacio López: azúcar, tabaco, petróleo, canela, jengibre, sal, vinos, harina, maquinaria, carbón y frutas secas.

El 21 de agosto de 1869 zarpó del puerto de Filadelfia con cargamento de petróleo y algodón y dieciséis pasajeros. La navegación se inició con viento del N. O., no muy fresco y a veces duro, que acompañó durante toda la travesía, y fue ayuda decisiva junto con las buenas condiciones marineras del buque y el valor y determinación del capitán, que en toda la travesía no toco el aparejo ni para tomar un rizo, de manera que, como escribió uno de los pasajeros, Juan Fernández y Pérez Casariego en carta particular, «venimos como por el aire, casi siempre mojados por lo que saltaba la mar a cubierta». El 7 de septiembre doblan la Estaca y el «Favorita» se pone a la vista de Luarca el día 8, al atardecer. En la villa se celebraba la fiesta de la Blanca, y al saberse la rapidez con que se había efectuado la travesía, el armador invitó al capitán, al piloto, a la tripulación y al pasaje a un festín que fue calificado como «de romanos». Un olvidado marino de Luarca, tal vez sin pretenderlo, consiguió algo que hoy importa mucho: el primer «récord» de velocidad en la travesía del océano Atlántico.