M ika Waltari (1908-1979) es, por encima de cualquier otra consideración, el autor de «Sinuhé el egipcio», novela vendidísima y leidísima (lo que merece ser señalado, porque numerosos libros muy vendidos no se leen) hace medio siglo. La fama mundial de la novela se vio incrementada por la versión cinematográfica, como una película muy espectacular (como lo eran todas las películas desarrolladas en la antigüedad y como muchas de aquellas películas con Peter Ustinov interpretando un personaje secundario) dirigida por un experto «todoterreno», Michael Curtiz, pero que no obtuvo el éxito de «Ben-Hur», de William Wyler, basada en una novela de Lew Wallace bastante peor que la de Waltari. Pero al olvido de la película «Sinuhé el egipcio» contribuyó, sin duda, la sosería e inexpresividad del protagonista, Edmund Purdom, que incorporó a Sinuhé después de que Marlon Brando hubiera rechazado el papel. Otras novelas de Waltari también fueron llevadas a la pantalla grande, pero, de todas maneras, ninguna mejoró el éxito de la historia de Sinuhé (que procede, por cierto, de un antiguo relato egipcio, una de las primeras muestras de la literatura de aventuras y viajes). Yo la leí mientras hacía el servicio militar en el Regimiento del Milán. Fernando Corugedo, que se encontraba en el mismo regimiento como sargento de complemento, mientras leía un estudio sobre la estructura de las novelas de Ramón J. Sender, quedó muy sorprendido de que yo estuviera leyendo aquella literatura tan popular, y supuso que la vida militar había afectado mi intelecto. No obstante, abriendo el libro de Waltari, escapaba al Egipto de los faraones, dejando muy lejos la monotonía militar. Una de las cosas que más me maravilló de esta novela fue descubrir que en el Egipto antiguo bebían cerveza, y siempre recordaré aquella cerveza cuando tengo sed, pues empecé a leerla en el polvoriento verano del campamento de El Ferral (evidentemente, la novela es larga, pero es posible que entonces yo leyera con más lentitud que ahora).

Gracias a «Sinuhé el egipcio», Waltari se convirtió en el escritor finlandés más conocido del siglo XX. Bien es verdad que los escritores finlandeses nunca fueron demasiado internacionales, salvo, acaso, Frans Emil Sillampaa, el autor de «La vida y el sol» y premio Nobel de Literatura. No obstante, los asuntos de éste eran locales, mientras que Waltari resultaba más cosmopolita, con preferente atención hacia el mundo antiguo o, en cualquier caso, el pasado más o menos lejano; otras dos de sus novelas, «El etrusco» y «Marco el romano», muestran su preferencia por historias y escenarios de la antigüedad. «Reina por un día» está situada en Suecia durante la Edad Media, «El sitio de Constantinopla» refiere el acto de la caída del Imperio bizantino y «La reina del baile imperial» se desarrolla durante las campañas napoleónicas. En cambio, «Un forastero llegó a la granja» tiene por escenario la Finlandia rural en la primera mitad del siglo XX. Esta novela corta (significativamente corta en relación con novelas tan extensas como «Sinuhé el egipcio» y «Marco el romano») comienza de manera rotunda: «Una tarde de primavera al atardecer, un forastero llegó a la granja». Aunque no de manera tan rotunda como «Sinuhé», que se abre con las conocidas palabras: «Yo, Sinuhé», y a partir de ahí se abre un mundo fascinante de faraones decadentes, princesas perversas, pueblos pastores que amenazan en la frontera, el fracaso de una revolución espiritual y una nueva ciudad de nombre esplendoroso: la Ciudad del Horizonte de Atón. No sé qué habrá sido de mi viejo ejemplar de esta novela, pero de tenerlo a mano lo leería otra vez como homenaje a su autor con motivo de cumplirse el centenario de su nacimiento.

Mika Waltari, escritor de rostro asiático, de altos pómulos, fue una víctima más de la popularidad. Al igual que a Blasco Ibáñez en España, los doctos no le perdonaron que se hubiera hecho millonario con libros que se leían en todo el mundo. Estas novelas, evidentemente, se escriben según fórmula o receta. Para escribir «Sinuhé el egipcio», «Marco el romano» y «El etrusco» se había documentado a conciencia sobre la antigüedad, siguiendo el ejemplo de Flaubert cuando escribió «Salambó», con menos esfuerzo, probablemente, hubiera obtenido una cátedra de Historia en cualquier Universidad, pero prefirió entretener a sus lectores que aburrir a los alumnos con meticulosas erudiciones que en ocasiones no pasan de ser conjeturas. Además de bien documentadas, son novelas perfectamente estructuradas, de una arquitectura acaso un poco mecánica. En ellas todo es como debe ser. La historia proporciona el argumento, en cuyo desarrollo el autor se permite algunas variaciones dentro de un esquema preestablecido. Es la limitación de la novela histórica, que acepta unos límites que deben ser respetados. «El sitio de Constantinopla» refiere, día a día, siguiendo el socorrido recurso de la transcripción del diario de un Giovanni Angelos, el cerco de la ciudad hasta su caída. No digo que esta novela resulte más apasionante que el gran libro de Runciman, pero se trata de una buena novela sólida, muy representativa de la poderosa técnica de un novelista muy popular, porque se propuso el entretenimiento como meta.