Si el denominado «centro-derecha» (y, para mayor inri, así autonodenominado) no sintiera el más arraigado desprecio hacia las cuestiones intelectuales, y en general hacia todas las cuestiones, si se exceptúa el tozudo acomplejamiento de demostrarle a la izquierda lo «demócrata» que es (cuando, en lo que se refiere a pedigrí democrático, allá se andan, y la izquierda tiene mucho más que justificar y disimular que la derecha), Ossip Mandelstam sería, como García Lorca, un poeta más conocido por su muerte que por su obra. Pero a la derecha le importan tan poco las circunstancias de la muerte de un poeta como lo que escribió: así se explica que todavía le reprochen la muerte de García Lorca, mientras nadie se acuerda de Pedro Muñoz Seca. A Mandelstam le mataron aquellos cuya causa escribió la mayor parte de la intelectualidad occidental del siglo XX, y si entonces no provocó las protestas de rigor, bastantes años más tarde (en 1981, concretamente), una editorial «progre» le presentó con todos los honores al público de lengua española.

Ossip Mandelstam, nacido en 1891, murió en 1942, cerca de Vladivostok, camino de un campo de concentración estalinista, mientras en su delirio agónico recitaba versos de Petrarca, el refinado poeta medieval que en las terribles soledades de Siberia representaba la única posibilidad de salvación y de escape. Joseph Brodsky llama a Mandelstam «el hijo de la civilización», y, efectivamente, lo era de un sistema político, el de la Rusia sovietista, que pretendía implantar en el mundo la barbarie asiática, el despotismo de Jerjes derrotado por la civilización en las aguas de Salamina. En un sistema de barbarie generalizada un «hijo de la civilización» no podía sobrevivir.

Mucho menos alguien que afirmaba «no soy contemporáneo de nadie» cuando se pretendía implantar a su alrededor la historia rectilínea. Marc Slonim señala que «poseía un agudo sentido de la historia; sintió e interpretó el trágico colapso del imperio y todo el mundo de refinamiento que se iba con él». Pero aunque percibió mucho antes que la mayoría lo que se avecinaba, no hizo nada por impedirlo ni por ponerse a salvo fuera de Rusia, y, finalmente, como era inevitable, se convirtió en un «sospechoso político» en el paraíso de los «sóviets». Y murió en el campo de concentración, al tiempo que otros como Babel morían de un tiro en la nuca. El propio Mandelstam había comentado que la Unión Soviética era el único sistema del planeta que se tomaba en serio la poesía: tan en serio que ejecutaba a los poetas con tiros en la nuca (o en campos de concentración).

Mandelstam, sin llegar a la plena aceptación de otros poetas como Maiakovski o Blok, no pareció advertir signos demasiados inquietantes en la Revolución de 1917, al igual que otros poetas como Pasternak, que más adelante también padecerían ostracismo y persecución por empecinarse en ser sólo poetas.

Independientemente de las atroces circunstancias históricas que le tocó vivir, Mandelstam fue tan sólo poeta, y, como escribió Brodsky (quien tras ser declarado «paraíso social» por ser poeta, hubo de escapar de la Unión Soviética para seguir siéndolo y escribir en inglés: por ese camino alcanzó el premio Nobel de Literatura): «Trabajó en la poesía rusa durante treinta años y lo que realizó pervivirá mientras exista la lengua rusa. No cabe duda de que sobrevivirá al régimen actual de aquel país y a cualquiera que le pueda seguir, tanto por su lirismo como por su profundidad». En efecto: ha sobrevivido al «socialismo real» que le mató. Porque el poeta prevalece sobre lo que le rodea; como escribió en su poema a «Nôtre Dame»: «De una carga onerosa, también yo, alguna vez, crearé belleza». El poeta está sobre la tierra para crear belleza, para recoger recuerdos. El mundo de Mandelstam es helado, casi abstracto, de paisajes entrevistos («y unos abetos negros / recuerda en el delirio de la niebla»), aunque cuando queda el canto, todo se pierde, menos lo que «permanece y dura»: «El cantor, las estrellas y el espacio».