«La Guía», mi anciana gata, asiste al paso de sus diecisiete primaveras con el sosiego y el escepticismo del sabio. No la perturba que haya predominado el sol durante el invierno y que en lo que va de primavera haya llovido todos los días y algunos la nieve haya cubierto la sierra del Sueve hasta la línea de los bosques y de las praderas, como tampoco le importaba a Shakespeare que las estaciones se confundieran a veces, e incluso lo celebraba, aunque es cierto que «añoran los humanos su festivo invierno» («Sueño de una noche de verano», ac. II, e. I). Seguramente, «La Guía» se extrañó un poco con tanto sol y tanta primavera en pleno invierno, porque le vinieron los celos dos veces, lo que, a punto de cumplir los 17 años, indica que en este caso la naturaleza no descuida sus citas, y por lo demás, es mérito tener celos a esa edad tan avanzada. Uno de los celos le vino a su tiempo, pero en esta ocasión, «La Guía» quedó perpleja, como la mujer de una leyenda recogida por Aurelio de Llano a la que engañó la luna: una noche la mujer despertó notando una gran claridad y creyendo que era la luna llena que se filtraba en su cuarto, salió y se encontró con que se trataba de las tibias encendidas de la Santa Compañía, que la incorporó a su macabra procesión. «La Guía» tuvo el habitual celo de febrero, pero sin creer demasiado en él. Y cuando a finales de marzo o comienzos de abril advirtió una meteorología como la de febrero, volvió a maullar desesperadamente a la luna cubierta por enormes nubarrones que sólo muy de cuando en cuando dejaban ver a través de sus desgarraduras un cielo sereno en el que parpadean estrellas solitarias. En ambos casos cumplió, tal como se esperaba de él, un hermoso gato gris y blanco llamado «Don Golfo», que es uno de los golfos gatunos más descarados y simpáticos, y mejor gastrónomo, que imaginarse puede uno. Mi mujer le da de comer para que, en caso de necesidad, atienda a «La Guía», cosa que hizo, como he dicho, con eficacia, porque ella, por lo menos, dejó de maullar. El gato, que debe ser de alguna casa de la parte alta del pueblo, de lo que es propiamente Sevares, porque lo que se ve al pasar por la carretera es la parte nueva y se llama La Carretera, se acerca por las mañanas a reclamar su desayuno. Antes le dábamos pienso, pero a los gatos no les gusta el pienso, sino que nos impuso comer las mismas tarrinas que «La Guía». Consciente de sus labores de «gigoló», las cobra. En cuanto a las tarifas, hay que cambiar frecuentemente de marca, porque «La Guía» acaba cansándose de los productos de la misma casa. Estas tarifas son de salmón, de rabo de buey, de ternera... Todas ellas las admiten «La Guía» y «Don Golfo» de buen grado, excepto las de liebre y conejo, demostración evidente de que el estamento gatuno desaprueba el canibalismo. Prueba del excelente olfato y paladar de «Don Gato» es que hace unos días mi mujer había comprado una pieza de carne espléndida (en Sevares venden carne de mucha calidad) y, mientras la estaba preparando para «rosbif», «Don Golfo» saltó limpiamente a la meseta de la cocina y se llevó parte de la pieza. Cosa que nunca había hecho anteriormente, cuando la carne que se preparaba no era de tanta categoría.

A «La Guía» no la inquieta que haya habido primavera en invierno e invierno en primavera: sólo le confirma que, como decían los antiguos, al invierno no le come el lobo. No se cree las mojigangas sobre el cambio climático que nos pretende vender el Gobierno, entre otras cosas porque «La Guía» sabe, por haberlo escuchado en una lectura en voz alta de Charles Baudelaire, que los demócratas odian a los gatos porque inspiran sentimientos de elegancia, independencia y limpieza. Esa tendencia del «progre» de hacer responsable al ser humano de presuntos delitos ecológicos, pero no de delitos de índole sexual, pongo por caso, es una manifestación de la fatuidad de la izquierda, que se propone convencernos de que el hombre, en sólo cincuenta años, pongamos cien, fue capaz de poner en peligro el planeta. ¿Pero se imaginan ustedes los cataclismos por los que pasó la Tierra durante millones de años como para que un siglo pueda hacer huella sobre su corteza? Y de ser cierto que se está produciendo un cambio climático, ¿qué puede hacer el insignificante ser humano para impedirlo? ¿Dejar de contaminar? Adelante, a cerrar todas las fábricas, a ver qué le dicen los sindicatos a Zapatero.

Sentado, pues, que «La Guía» no vota ni votará jamás a Zapatero, lo que más le preocupa es quitarme una enorme y cómoda butaca que yo utilizo para leer y ella para dormir. ¡Cómo si no hubiera otras butacas en la casa! Le gusta tomar el sol a través de los ventanales, porque apenas sale de la casa, y cuando lo hace, procura no pisar la hierba. Afuera, la lluvia despertó el esplendor de la primavera y en el valle de Sevares caben todos los matices del verde. Las hojas redondean los robles de Sorribas, y desde las ventanas de palacio se ven los Picos de Europa en la lejanía, cubiertos por nieves de primavera, como suele suceder en algunas novelas japonesas. Por este motivo, releo «País de nieve», de Yasunari Kawabata. Cuando deja de llover, mi vecino Bernardo sale con su azada mágica, seguido de Adrián, su nietín, con gorra visera y una azada adaptada a su tamaño. El cura, con chándal rojo, cuida los árboles delante de su casa. Y yo hago señales de humo para desearle los buenos días a Chema Noriega en el palacio de Sorribas, y él e Isabel me responden.