España no ha sido nunca pródiga en «dandies». Tierra adusta, cetrina, demasiado encarnada y desengañada de su misma sustancia, no suele parir más que anarquistas y místicos: ascetas o guerreros para mayor gloria de aquélla. Poco dada pues a lo superficial y al lujo, sus esencias más refinadas las ha importado o copiado casi siempre de allende los Pirineos: desde la canción de gesta hasta el marrón glasé, pasando por los Borbones, Esquilache o los caballeritos de Azcoitia. Pero no hay ley sin excepciones ni castizo sin corbata, y así tenemos aquí a un elegante Larra en plena euforia romántica; y a su mejor biógrafo, Francisco Umbral, impregnado de malditismo hasta en sus cabellos albos igual que su maestro en periodismo y señorial porte que fue el gran César González-Ruano, contrafigura en el gris franela de posguerra.

En España, este modelo francés de «dandy» -digamos- integral, imperturbable y clásico, lejano aún de la pose exagerada y excéntrica del modernismo (Valle-Inclán, Alejandro Sawa, Villaespesa, etcétera), está representado por alguna que otra figura aislada en medio de un período, el de la Restauración borbónica, tan mezquino y poco favorable. Hablamos de todo un Juan Valera marmóreo, elegante en su gesto tanto como en la belleza intemporal de sus heroínas, de Antonio de Zayas, aristócrata también y diplomático, amén de poeta orientalista de exquisitez sublime, y de don Rafael de Zamora y Pérez de Urría, marqués de Valero de Urría: peregrino escritor, «helenista consumado y latinista perfecto» en palabras de Azorín, cuyas excentricidades, unidas a su elegancia de cuerpo y alma, asombraron en el Oviedo clariniano antes de fallecer en él hace hoy justamente un siglo.

A este marqués medio asturiano, aunque de noble estirpe hispano-cubana -era pariente cercano de los condes de Peñalver- y nacido en París en 1861, dijo el poeta y periodista Bernardo González de Candamo haberlo visto asombrar en los cafés ovetenses hacia el cambio de siglo con «una chistera de alas planas horizontales, levita con cintura de avispa, botas irradiantes al sol bajo los botines correspondientes y enorme corbata en torno al cuello de cal y canto. La barba negra enmarcaba la marfolina faz en que florecía el rojo clavel de la nariz congestionada. Eran vivos y atisbadores sus ojos, y el continente, en suma, ofrecía esa mezcla de elegancia, distancia e inhibición que caracteriza a los hombres auténticamente superiores?». Bachiller por la Sorbona y licenciado en Leyes por Salamanca, había llegado a Oviedo allá por 1890 siguiendo los pasos de su admirada tía, la bellísima Leocadia Zamora y Quesada, íntima primero de Eugenia de Montijo e Isabel II y luego monja carmelita, fundadora del primer convento de las Descalzas en la capital asturiana. Y aquí acabó enamorándose el sobrino de una plebeya que luego sería su esposa, la asturiana doña María del Carmen Sierra y Unquera, hija de un gallardo carlista rompecorazones -don José Sierra- de quien se decía que había inspirado a Clarín para el personaje de «La Regenta» don Álvaro Mesía.

Instalado ya en la capital del Principado a partir de su matrimonio, Rafael Zamora empezó a tratarse con lo más granado de la sociedad ovetense al mismo tiempo que se rumoreaba su elevadísima cultura musical y literaria, especialmente en lenguas clásicas. Fue el marqués uno de los fundadores y el primer presidente de la Sociedad Filarmónica de Oviedo, habiendo compuesto él mismo unas pocas pero admirables piezas originales para canto y piano; dirigió la Escuela de Artes y Oficios de Oviedo (1901) y la Cruz Roja y colaboró además con la Extensión Universitaria, donde impartió varios cursos como «Música di camera» (1903-04) o «Psicología de los dioses de la Ilíada» (1904-05), el más sonado de los cuales trataba sobre el todavía no muy conocido «Baudelaire y la métrica francesa» (1901-1902).

Uno de los asistentes a este último curso, un jovencísimo Ramón Pérez de Ayala, quedó entonces deslumbrado por quien a partir de entonces se convertiría en su más influyente maestro tanto en lo espiritual como en lo literario. Sus traducciones de la «Ilíada» y la «Odisea» (ésta sin terminar), hoy perdidas, le ocuparon la mayor parte de su tiempo y fueron elogiadas sin reservas por Azorín -quien le visitó en el verano de 1905, junto a Pérez de Ayala- o por el asturiano Pedro González-Blanco. Pero existen otros testimonios que revelan un poco más de su misteriosa vida. Así, conocemos por el crítico Miguel Pérez Ferrero o el escultor asturiano Sebastián Miranda su afición al coñac y al aguardiente, que bebía en grandes dosis con asombrosa tolerancia, sin descomponer un ápice el gesto, así como su asiduidad a las tertulias de aquel inquieto Oviedo, como las del Café Español, el Suizo -donde además daba clases de Griego y Literatura Francesa a su pupilo Ramón Pérez de Ayala-, el Café de París, el Café de Madrid (junto con Melquíades Álvarez) o la del Casino, escenario de las pullas de Clarín contra los continuos galicismos del marqués.

En vida y en obra se propuso don Rafael apartarse de la vulgaridad en todo y, como todo buen «dandy» que se precie, construyó su peculiar torre de marfil donde rendir culto a la belleza eterna. La del marqués estaba justamente en el número 62 (hoy 64) de la calle Uría, donde reunió una impresionante biblioteca de libros raros, así como microscopios y otros aparatos que revelaban su gran interés por la biología. A este sancta sanctorum acudían no más que sus íntimos, como Ramón Pérez de Ayala, quien dispuso a placer de aquella excelente biblioteca y quien se inspiraría en su extravagante maestro para construir personajes literarios como Ulises, de «Sentimental Club».

Pero más rara aún que la propia vida del marqués es, si cabe, el único libro que dejó escrito: una auténtica joya bibliográfica comprimida en un denso volumen de 420 páginas cuyo colofón nos dice que terminó de imprimirse en Oviedo el día 22 de diciembre de 1906. Su primera y hasta el momento única edición corrió a cargo de la Tipografía Uría Hermanos y lleva en su portada un título tan delirante como su contenido: «Crímenes literarios y meras tentativas escriturales y delictuosas? perpetrados por el profesor don Iscariotes Val de Ur, catedrático de Paleografía, Criptología y Zoophonia en la Universidad de Polanes». Bajo tal seudónimo se ocultaba el propio Valero de Urría, cuya biografía y escritos son preparados y ofrecidos al lector por su discípulo -nótese otra vez el anagrama- Rafael Urdeval.

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