Las fiestas de la Ascensión fueron tan famosas que vienen en el refranero: «Por la Ascensión, cerezas en Oviedo y trigo en León». Y también tiene su cantar encomiástico:

Tres jueves hay en el año

que relucen más que el sol:

Jueves Santo, Corpus Christi

y el Jueves de la Ascensión.

Ninguno de esos tres jueves se celebra ya, al menos como antes: porque en la actualidad, el trabajador laico, con tal de no trabajar, es capaz de sumarse a cualquier festividad religiosa, aunque si está conveniente modificada, mucho mejor. El en otro tiempo siniestro Jueves Santo, ya vemos en qué se ha convertido: en pleno relajo de una ceremonia de la confusión que no es otra cosa que un ensayo general de la molicie veraniega. El Corpus Christi se caracterizaba por su suntuosas procesiones, con las calle alfombradas de calas y de pétalos de flores, solemnes y lentos curas revestidos bajo palio y olor a incienso y a flores por todas partes, y detrás la autoridades, muy trajeadas y circunspectas. A ver quién es el guapo que se atreve a organizar procesiones como las de antes si no es con la justificación del «reclamo turístico». Además, con los nuevos tiempos, hasta se modificó el concepto de concejal. Antes el concejal era un personaje que no cobraba, pero que ocupaba un lugar preferente en las procesiones. En la actualidad es el equivalente en su pueblo de un ministro de Madrid que hace declaraciones a los periódicos y va descamisado aunque con americana. Respecto a la Ascensión, ya empezó a decaer hace muchos años. Como se quejaba el Xungueru, uno de los personajes pintorescos de los montes que rodean la Foz de Morcín, «desde que el Oviedo quitaron las ferias de la Ascensión y las «casas de mujeríu», ¿de qué quiere vivir esa gente?».

La de la Ascensión era una de las ferias de Oviedo, cada una estratégicamente situada: «Las ferias de Oviedo son tres, la Ascensión, San Mateo y Todos los Santos, cuyas principales especulaciones consistían ante todo en granos, vino, aperos de labranza, cestería, utensilios de cobre y hierro, ropas, quincalla y alfarería y ganado caballar y mular», escribe Fermín Canella. Las ferias de la Ascensión y de Todos los Santos eran preferentemente ganaderas y la de San Mateo atraía a tantos curiosos del resto de la provincia que se aprovechó aquella gran afluencia de público para que diera mayor realce a los actos de fundación de la Universidad de Oviedo. La Ascensión, de fecha movible por caer en jueves, se celebra en pleno esplendor de primavera: San Mateo, a las puertas del otoño recién traspasadas y Todos los Santos a mitad del otoño, cuando ya empieza a insinuarse el invierno en los altos de las montañas.

La Ascensión era una fiesta de mucha alegría, rodeada por el esplendor de la primavera. Yo recuerdo las barracas del Campo de Maniobras, en las que se podía comprar de todo: desde ruedas de churros que se desplegaban sobre grandes sartenes que despedían a distancia el calor del aceite hasta bastoncitos de caramelo, y cualquier cosa que se le ocurriera a uno, y por todas partes había vendedores profesionales, que desplegaban las retóricas de un arte que, aunque no lo sospechábamos entonces, estaba a punto de sucumbir. Por ejemplo, había uno muy elocuente, con salacot de explorador africano, que vendía bolígrafos. En uno de los puestos del Campo de Maniobras compré yo una colección de cuentos de Hemingway que se abría con «Los asesinos», y en cuyo interior se encontraban «El vino de Wyoming», «Campamento indio», «Un lugar limpio y bien iluminado»... Fue la mejor compra que hice en mi vida, porque mucho le debo a Hemingway. También había tiovivos, coches de choque, y en una de las esquinas del Campo se colocaba el Teatro Argentino. Para nosotros, que nos dejaban entrar, un paraíso lleno de misterios. Siempre que leo el cuento «Arabia», de James Joyce, me acuerdo del Campo de Maniobras. Por las tardes había toros. Más tarde, pasaron la feria a San Pedro de los Arcos, desde donde era imponente ver Oviedo desde lo alto del tiovivo, y recuerdo una noche, en una sesión de Teatro Argentino, que se desató una gran tormenta y se formó una bolsa de agua sobre la carpa, que al reventar dejó calados a los espectadores situados más cerca del escenario y que hasta entonces se concentraban como si estuvieran en el jardín de Alá, haciéndoles guiños a las coristas.

Las mañanas de la Ascensión se iba a visitar la feria de ganados, a la que llegaban gentes de toda Asturias y provincias limítrofes. No faltaba el aldeano que, procurando remediar la desgracia en lo posible, exhibía a precio módico una vaca de dos cabezas. Ni la mujer peluda, ni el tren de la bruja, cuya bruja tenía un perfil que recordaba al de Ovidio Sánchez. La afluencia de gente era enorme, y la mayoría iban a pie, formándose grandes aglomeraciones de los que se dirigían a la feria y de los que volvían. Todavía era posible ver tratantes con el blusón azul, madreñas, boina, la vara de avellano en la mano y la punta del puro en la comisura de la boca, y en el bolsillo trasero del pantalón la repleta cartera sujeta con una goma. Si se llegaba a tiempo se podía comer en un bar que fue de los que habían tenido la viuda de Basilio en la Escandalera. Tiempos aquellos. Lo dicho: cerezas en Oviedo y trigo en León.