José María Castroviejo, nacido el 4 de marzo de 1909 en Santiago de Compostela, es un escritor injustamente ignorado por la crítica y los lectores, seguramente porque él, a su vez, ignoró a las modas, de manera que si escribió a contracorriente, por lo menos escribió a favor del tiempo. Su prosa es de las que no lleva camino de decaer, como la de su paisano Torrente Ballester, que, como escritor, era mucho menos brillante aunque tenía un gran sentido de la oportunidad y tanto en política como en literatura fue un oportunista, fascista a su tiempo y demócrata y borgesiano cuando le convino. En el aspecto político, Castroviejo tampoco parece haber sido muy recomendable, pero no alardeó como el otro y como otros de lo que en su juventud no había sido: y aunque en época más reciente se manifestó alguna vez castrista, no lo hizo por ser reconocido por los inquisidores de la «corrección política», sino, más bien, por gallego: como Franco, que también tuvo su querencia castrista, además de haber sido el único socialista práctico que hubo en España.

Pero dejémonos de políticas, que es lo que menos interesa en la fascinante personalidad, tanto humana como literaria, de José María Castroviejo y Blanco-Cicerón, el señor de Tirán y Nemrod de las silvas galaicas, que era como le llamaba Álvaro Cunqueiro, su amigo y complementario en las andanzas cinegético-culinarias «por los montes y chimeneas de Galicia», de las que surgió un libro delicioso, de los pocos libros verdaderamente deliciosos de la literatura española del siglo XX, precisamente titulado «Viaje por los montes y chimeneas de Galicia», amplio y hermoso canto a las cazas, a las cocinas y al brusco y tierno paisaje de la verde Galicia. Un libro digno de ser leído todos los otoños, que Castroviejo abre con una sensación, más que descripción, de la estación de la «dulce abundancia», según Keats: «La mano llena de octubre va derramando, pródiga, los mejores ocres y oros de su paleta sobre la mancha abierta del paisaje». Las percepciones del otoño por Castroviejo son sublimes: así, en muchas páginas de «Los paisajes iluminados», recopilación de textos prodigiosos, de sensaciones doradas y de andanzas por el mar.

La prosa de Castroviejo es plástica y sonora: escribía con gran «calidad de página», como se dice ahora. Tal vez por eso sus novelas son deficientes: porque un buen prosista no es, necesariamente, un buen narrador, como lo demuestran las novelas de Azorín, Gabriel Miró o Ramón Pérez de Ayala, en las que hay más prosa que acción y personajes, y la novela es, ante todo, personajes en acción. Todo lo contrario sucede con Baroja, excepcional novelista, aunque su prosa fuera en ocasiones incorrecta; pero aún así no es mala prosa ni mucho menos, y es muy superior a la prosa roma y sin brillo de un «Clarín» o del ya citado Torrente Ballester. «La montaña herida» es un libro muy bien escrito, con hermosas descripciones, pero absurdo en el mejor de los casos. Ni más ni menos se ocupa de la guerrilla en los montes gallegos después de la Guerra Civil como si se tratara de un cuento de hadas y, al final, vuelve la paz a las montañas gracias a un capitán que llevaba «un libro en la mano». El caso de «La burla negra» es peor, pues pudiendo haber sido una buena novela de mar y de piratas, el autor hacia la mitad se cansa y abandona la evocación gallega, el mar y los veleros para describir un juicio con oficio de leguleyo, al cabo del cual el pirata gallego Benito Soto fue ahorcado en Gibraltar con soga de esparto siciliano, que era de reglamento en las horcas del rey de Inglaterra.

En cambio, en los textos breves, en los artículos de periódico (colaboró mucho en «Abc», llegando a obtener el premio «Mariano de Cavia»), se manifestaba un escritor de categoría. La razón de que Castroviejo no sea más conocido es su profunda vinculación a Galicia, a su paisaje, a sus historias y a sus gentes. La luminosidad de algunos de sus libros impide que pueda ser considerado como un regionalista, lo mismo que sucede con el santanderino Manuel Llano, que de ninguna manera puede ser regionalista a la manera de Pereda. Castroviejo vivía y escribía sobre su húmeda y verde tierra del Norte, y parecía concederle poca importancia a la evidencia de que los prestigios literarios se forjan en Madrid. Por su terruñerismo se perdieron grandes escritores gallegos, como Risco (que además escribía en gallego) o Castroviejo. Éste, por demasiado gallego, no llegó a calar demasiado en España; y porque escribió en español, poco porvenir tiene ahora su memoria en una Galicia infectada de nacionalismo.

Acaso a Castroviejo, de estar ahora en alguna parte, no le preocupe el olvido literario. Escribía muy bien, pero otras cosas le interesaban más. «Soy cazador de corazón y quisiera serlo de oficio», reconoce. Es el gran cazador de la literatura española moderna. Que tampoco en este campo sea muy reconocido se debe a que era un cazador épico, en tanto que el cazador por antonomasia de nuestras letras, Miguel Delibes, escribía con mucha corrección para cazadores de fin de semana. Pero entre las cazas de Castroviejo y las de Delibes, no hay color. Por ese motivo, este grande autor del «Teatro Venatorio de Galicia», sólo cazaba piezas que pudieran ser guisadas según las recetas de su amigo Cunqueiro: dos escritores, ya lo he dicho, complementarios, como lo son el cazador y el catador de la caza.