Como era de esperar (y de temer), se han prodigado los pronunciamientos sobre la problemática sanitaria asturiana basados en la demasía y la improvisación. Algunos que he leído caen incluso en tremendismos a lo José Tomás, especialmente impropios en boca de personas que han tenido tiempo y posibilidades de estudiar y consultar datos e informes serios sobre el asunto. El riesgo de tocar de oído, ya se sabe, es que salga una pachanga.

Los temas sanitarios tienen, sin duda, carga política importante. No obstante, esa carga política, con ser grande, objetivamente ha disminuido mucho a partir de la general aceptación que hoy tienen la filosofía y los criterios de la ley General de Sanidad que instauró el Sistema Nacional de Salud, integrado por los servicios regionales de salud autonómicos, cuyas prestaciones tienen carácter universal, gratuito e igualitario. Ningún partido político importante, incluyendo PSOE, PP, IU, CiU, PNV, etcétera, objeta el modelo político sanitario vigente, al menos que se sepa, por lo que adquieren especial importancia en este terreno las cuestiones de orden técnico y económico, que son las que deben servir de base para un debate riguroso. Muy distinto sería el caso si se objetase el modelo sanitario, pero nadie ha propuesto privatizar la sanidad eliminando la responsabilidad de los poderes públicos estatales o autonómicos de ofrecer a todos los ciudadanos asistencia sanitaria gratuita y de calidad en condiciones de igualdad, haciendo pagar a costa de cada español el coste de las prestaciones sanitarias que precise, que eso sería, y no otra cosa, la privatización. Si nadie asume el cambiar de modelo, discutir acaloradamente sobre ello es simplemente jugar con humo o, en todo caso, darse el gusto de imprecar utilizando tópicos incongruentes.

A partir de esa consideración, es verdad que todo el mundo puede hablar de la organización de la sanidad pública. ¡Faltaría más!, pero aunque los votos son iguales, no ocurre lo mismo con los conocimientos, de forma que, para que lo que se diga sobre este asunto tenga mínimo interés, es obligado partir de un cierto conocimiento de la fiscalidad que nutre de recursos al sistema, de los datos demográficos, de morbilidad, natalidad, mortalidad que determinan las actuaciones sanitarias; del Estado y las posibilidades de la técnica y de la tecnología médicas, así como de los procesos y medios de comunicación utilizados por el sistema sanitario (viarios, aéreos, telemáticos, etcétera), y del grado de conocimiento y entrenamiento de los profesionales. Y además, por supuesto, del coste de cada uno de los servicios.

Un debate sirve para algo si ayuda a tomar decisiones. En consecuencia, discutir aquello sobre lo que no es posible decidir es, pura y simplemente, hablar por hablar. Eso es lo que ocurre en relación con el tan traído y llevado tema de los copagos. Se podrá estar a favor o en contra de ellos, pero, en todo caso, ese asunto no está en el ámbito asturiano de decisión. No es posible legal ni funcionalmente imponer un copago en Asturias sin afectar a la igualdad, que es esencial al derecho de los ciudadanos a la protección sanitaria que amparan la Constitución y la ley General de Sanidad. Habría, pues, que modificar normas nacionales, algunas del rango de la ley de la Seguridad Social. ¡Casi nada! Ésas son cuestiones que tienen como cauce el Consejo Interterritorial del Sistema Nacional de Salud y como ámbito de decisión, las Cortes Generales. Por ello, discutir sobre una supuesta pero imposible imposición de copagos en Asturias es mera cháchara de café, que implica empezar la casa por el tejado para llegar a ningún sitio.

Y lo mismo cabe decir de los tan citados, como sumamente improbables, cierres hospitalarios. No conozco ningún caso en España de un hospital de dependencia pública que en los últimos treinta años se haya cerrado, salvo por traslado a otro edificio de sus servicios o por absorción por una red sanitaria pública distinta. No creo que aquí y ahora se proponga nadie, ni el más aventado, un cierre de hospitales y menos de los comarcales, donde sólo hay uno por cabecera. Discutir sobre el sexo de los ángeles es entretenido, pero no es positivo y además impide entrar en los temas que de verdad nos afectan y que podemos y debemos intentar resolver.

El primero de ellos, la situación de la financiación sanitaria en Asturias.

La negociación de la nueva financiación autonómica sobre el sistema sanitario asturiano va a tener efecto a partir del próximo ejercicio presupuestario, por lo que, en puridad, su resultado no tiene o, mejor, no debería tener nada que ver con el hecho concreto que ha desatado la actual polémica sobre la situación financiera de la sanidad asturiana.

En principio, la detracción de 101 millones de euros de créditos de distintas consejerías para su incorporación a la de Sanidad es una operación de técnica presupuestaria habitual en cualquier administración pública, una modificación de créditos para pagar gasto corriente ineludible cuyos motivos pueden ser muy variados. Unos normales y otros no tanto: desde la aparición de desfases de tesorería causados por la ausencia o el fallido de ingresos fiscales previstos, a la asunción de nuevos compromisos de pago que no habrían podido ser presupuestados por la razón que sea o, pura y simplemente, por la existencia de deficiencias previas en el presupuesto del gasto sanitario o de los ingresos fiscales, que habrían sido infra y sobrevalorados, respectivamente.

Una operación aislada y excepcional en un presupuesto de 4.334.520.762 millones de euros, de los cuales 3.214.495 están prácticamente cautivos, siempre es seria, pero en condiciones normales seguramente podría ser asumida con una mayor disciplina en el gasto, que obligaría, ciertamente, a realizar ajustes muy serios dado que el incremento que supone en el capítulo de sanidad se va a trasladar al futuro de forma implacable en la medida en que ha aflorado un gasto real de carácter estructural bastante superior al previsto.

En esa situación, no existiría mayor problema, pues el nuevo modelo de financiación autonómica, recientemente acordado, en principio garantiza a la comunidad autónoma del Principado los recursos precisos para que preste a sus ciudadanos, en plena igualdad de condiciones, los llamados «servicios públicos fundamentales». Entre los cuales está, obviamente, la sanidad, mencionada en el acuerdo final como «servicio esencial». No obstante, los recursos que se destinan a esa función no tienen carácter finalista, sino incondicionado. Esa situación advierte del riesgo que existe de contar con el monto total de la financiación sanitaria para operaciones de endeudamiento o relacionadas con otras áreas de la administración. Algo que de ser imprescindible (y es difícil que efectivamente lo sea) habría que realizar con especial prudencia y contención, a riesgo de catástrofe.

El problema estriba, creo yo, en que si no se reordena adecuadamente y con cierta rapidez todo el sistema organizativo de la sanidad asturiana, las previsiones de incremento del gasto sanitario en Asturias, que se ha mantenido a lo largo de los últimos años en una media del 8,6 por ciento anual, en paralelo a unos incrementos del PIB entre el 2 por ciento y el 2,5 por ciento, difícilmente pueden llegar a decrecer en forma significativa, y ello pese a que el PIB tenga sentido negativo. A ese crecimiento difícil de parar, superior a la media y al conjunto de los demás servicios de la comunidad, y que mecánicamente tendrá manifestaciones significativas en materia de personal y de consumos sanitarios, hay que añadir el desplome del impuesto de actos jurídicos documentados, la contención de sucesiones por mor del «dumping» que hace la Comunidad de Madrid y el simple mantenimiento de la tasa del juego. Como los impuestos participados IVA, hidrocarburos e IRPF también han caído exponencialmente y no se sabe cuándo se van a recuperar, puede suceder que se convierta en tendencia normalizada lo que ha sido un hecho aislado, aunque no excepcional, esto es, la detracción de créditos de otras áreas hacia la sanidad, con grave peligro de que otros servicios públicos dependientes de la comunidad autónoma se deterioren en su calidad y cantidad.

Creo que eso es lo que ha preocupado a los responsables de la Hacienda autonómica y lo que explica su reacción, quizá poco meditada. Y a la par de que si se quiere afrontar el problema en serio o con perspectivas hay que acometer modificaciones substanciales tanto del modelo de gestión funcional y administrativa de la sanidad publica, como en la ordenación territorial de los servicios, que es lo que se puede hacer aquí sin contar más que con nuestras ganas, fuerzas y competencias.

No se trata de cuestiones fáciles de hacer. De hecho, hasta que no han aparecido las orejas del lobo nadie ha querido ni siquiera pensarlas. Pero ahora es obligado debatir serenamente sobre estos temas para llegar no a confrontaciones, sino a consensos estables entre todas las fuerzas políticas posibles, justamente porque uno de ellos ha de consistir claramente en la creación de un espacio de mayor profesionalidad y menor politización en el mundo sanitario, abriendo y haciendo más flexibles los instrumentos y los espacios de interlocución entre los profesionales y la Administración pública...

Por otro lado, esas medidas no tienen por qué afectar negativamente a ningún ciudadano de Asturias, esté donde esté. En el peor de los casos, sólo pueden llegar a alterar algunos vanos pruritos municipales sobre la mayor o menor categoría de los establecimientos, cuestión, en todo caso, con nula relevancia asistencial, pues, por lo que se ha dicho hasta ahora, únicamente está basada en apriorismos carentes de la menor justificación técnica asistencial o sanitaria, como resulta fácil demostrar.