En Asturias disfrutamos de una asistencia sanitaria pública francamente buena, por más que resulte obligado hacer reformas organizativas que aseguren su sostenibilidad. Parafraseando al Príncipe de Lampedusa, hay que hacer que todo cambie para que todo siga igual, esto es, para conseguir que en los próximos años se garantice la misma calidad, gratuidad y equidad que hoy tiene nuestra sanidad pública. Para ello, al igual que es necesario sustituir un mapa sanitario obsoleto e inservible, habría que reformar a fondo los modos de gestión de los servicios sanitarios públicos, que se han quedado no menos obsoletos, y que son fuente de ineficiencia y de excesos en el gasto, además de diluir y dificultar notablemente la responsabilidad en la gestión del mismo.

El régimen de gestión de la mayor parte de los servicios de salud de las comunidades autónomas se inspira claramente en el Insalud. Éste era un gran aparato burocrático que ciertamente ofrecía contados pero muy significativos márgenes de libertad a sus directores provinciales, gerentes de hospital y de área, pero que estaba muy abierto a la innovación y la mejora. Era, sobre todo, una organización especialmente avezada en la gestión de servicios como los médicos, que per se tienen elevado componente técnico-científico y que exigen tener unos cuadros directivos de elevada cualificación.

En el momento de la transferencia únicamente se transfirió a las comunidades autónomas la parte del Insalud radicada en ellas, pero su cabeza, su puente de mando, su área pensante y directiva, los expertos y técnicos que dirigían aquella poderosa máquina administrativa extremadamente centralizada, quedaron, en general, en Madrid, sin que en el ámbito de casi ninguna CA se haya podido crear algo que lo sustituya. Desde luego, Asturias no ha sido excepción a la regla.

Ello ha determinado que si bien durante los seis primeros años de las transferencias los servicios sanitarios autonómicos vivieran con relativa comodidad de la inercia gestora del Insalud, de sus normas, instrucciones técnicas y organizativas, criterios, métodos, políticas de gestión de personal, etcétera, eso se haya ido agotando poco a poco, llegándose a una especie de final de playa, en el que es obligado tomar impulso para salir del impasse y afrontar cambios, porque los modos del pasado ya no sirven.

No obstante, por las razones que sean, no se ha conseguido reclutar un grupo de gestores y de expertos asimilable al que llegó a tener en su día el Insalud (y el Ministerio de Economía y Hacienda central), que permitió alcanzar un alto grado de eficacia en la gestión sanitaria, y particularmente en relación con la ordenación de un personal tan variado, complejo, especializado y cualificado como el sanitario. A esa deficiencia se ha unido la configuración de un modelo de gestión sanitaria que tiene un carácter aún más burocrático que el propio del Insalud. Sin perjuicio de su distinto color político, los gobiernos autonómicos han contribuido a generar una mayor politización en la selección, orientación y control del personal directivo de los establecimientos sanitarios, reduciéndose su profesionalidad e independencia. A la par, y quizá relacionado con ello, se ha consolidado una clara hipersindicalización de las relaciones laborales en el ámbito sanitario.

La aplicación al servicio público sanitario del régimen de gestión burocrático-funcionarial genera efectos especialmente negativos sobre entidades asistenciales que, pese a no depender directamente del Principado de Asturias, están claramente incardinadas en el servicio publico sanitario, dado que carecen de ánimo de lucro y pueden alcanzar resultados de igual o mayor eficacia asistencial con medios económicos similares y, en casos, hasta menores. Este el caso de los hospitales de Arriondas, Jove y de la Cruz Roja, pues en el esquema burocrático imperante la idea de sanidad pública se pervierte hasta el punto que sólo se considera que pertenecen a ella los servicios en los que trabajan personas rígidamente encuadradas en esquemas funcionariales.

La conjunción de burocratismo, espíritu funcionarial e hipersindicalización dificulta enormemente la adaptación del sistema a las situaciones cambiantes como las que, nos guste o no, están a la vuelta de la esquina a consecuencia de la crisis fiscal del Estado y del incremento del endeudamiento público que, obviamente, van a determinar en los años venideros una reducción del crecimiento del gasto publico sanitario.

Adaptarse a esa situación exige que el sistema gane en flexibilidad, modernizando sus estructuras de gestión, aceptando que los establecimientos sanitarios no son, ni se pueden gestionar como oficinas administrativas, eliminando disfunciones y duplicidades, maximizando el rendimiento de sus instalaciones y establecimientos mediante políticas de personal que discriminen positivamente a quien más y mejor trabaja, introduciendo criterios de sana y leal competencia interna entre los distintos centros sanitarios públicos, y también entre las personas que trabajan en ellos. Son muchas las fórmulas que en otras zonas se están experimentando a tal fin (desde empresas 100% de capital público a corporaciones, pasando por distintas figura de entidades autónomas). Seguramente los expertos a que me he referido en otro artículo pueden detallar cada una de las experiencias existentes en España a los políticos asturianos para que éstos puedan elegir las que parezcan mejores.

El arcaísmo burocrático aplicado a la gestión sanitaria puede producir efectos paradójicos y contrarios a lo buscado, generando un gasto mayor, fundamentalmente en el capítulo de personal, que significa algo más del 40% del gasto sanitario total. En tal sentido baste recordar lo ocurrido con la carrera profesional de los médicos y enfermeros, que por osmosis burocrática hubo de extenderse al resto del personal del Principado, sin que se aprecie en incrementos de la productividad o de mejora de los servicios. Y lo mismo conviene hacer respecto al significativo aumento de los días de vacaciones del personal sanitario, que se han pactado sin valorar adecuadamente sus efectos en el incremento del coste de las plantillas.

Cualquier persona que conozca cómo funciona el sistema sanitario sabe que sin mejorar notablemente la gestión, resulta ilusorio pretender mantener las mismas plantillas, equipamientos y consumos sanitarios de forma que la población no perciba alteración negativa alguna en la asistencia. El problema se contrae a jugar con gasto reconocido, o con compromisos de pago, que tarde o temprano hay que aflorar.

Una política fundamentada en una escasa capacidad gestora y bajo nivel de decisión de los directivos sanitarios estimula en ellos una manifiesta minoración o, en casos, hasta ausencia de responsabilidad, algo que alcanza no solamente a los gerentes y los directores médicos, sino y sobre todo a los médicos asistenciales y el personal de enfermería titulado. Con ellos se impone un nuevo modelo de relaciones.

La experiencia demuestra que las organizaciones asistenciales sanitarias que mejor funcionan y que mejores resultados obtienen son las que, aun permaneciendo de forma indubitable dentro del sector público, utilizan criterios de gestión asimilables a los de las empresas privadas, disponiendo de un régimen eficaz de incentivos del personal y de responsabilidad de los directivos, algo que el complejo burocrático tiende a eliminar, homologando a todos por igual. Pero eso platea muchos problemas y exige una dirección firme y una visión de conjunto.

Por ejemplo, la fórmula de las Unidades Clínicas de Gestión es una buena idea del actual consejero de Sanidad para modernizar el funcionamiento de los servicios asistenciales, romper inercias, acabar con la rutina e integrar y motivar a los mejores facultativos, como ha ocurrido en el Hospital Clínico de Barcelona (probablemente el mejor hospital español en la actualidad). Ninguna razón existe para que lo que ha dado buenos resultados en Cataluña no pueda darlos en Asturias. Pero es evidente que esa fórmula puede chocar con la cultura burocrática de la Administración autonómica, dado que poco tiene que ver con las fórmulas que rigen en el resto del aparato administrativo de la Comunidad, poco conocedor habitualmente de las peculiaridades del ámbito sanitario...

En todo caso, sea cual sea la fórmula por la que opte políticamente para la mejor y más flexible gestión de la sanidad publica, nada podrá hacerse sin una amplia, abierta y franca (y hasta descarnada) interlocución con los sindicatos, y sobre todo con los profesionales sanitarios, que debe extenderse e implicar a las sociedades científicas y las corporaciones profesionales.

Las sociedades científicas y las corporaciones profesionales deben ser interlocutores imprescindibles de la Administración en el específico ámbito sanitario, dado que la relación profesional de los médicos con la Administración pública no se reduce, ni se agota en las cuestiones derivadas del contrato de trabajo en sentido más estricto. Los sistemas de interlocución profesional basados exclusivamente en la negociación de los salarios y la jornada chocan a veces con la autoestima de los médicos, y en otros con asuntos que rozan la ética y la deontología. Tampoco es fácil encajar en ese ámbito las cuestiones que conectan con temas científicos y de formación e investigación.

Hacer esos cambios en las estructuras asistenciales y en los comportamientos políticos no es fácil. Pero por complejo y difícil que parezcan, parecen necesarios si quiere cambiar que, por otro lado, es lo único sensato y realista que se puede hacer con los mimbres y recursos de que se dispone.