Por la ruta a pie que en línea recta (al menos sobre el mapa) conduce de Gijón a Covadonga, el caminante suele hacer un alto en el pueblo de Sietes. Mira hacia atrás, hacia la línea del mar que pronto dejará de ver, luego hacia delante, para contemplar ese crescendo de montañas y de tonos cromáticos que se le ofrece: primero Cuetulotru, rubicundo de helechos secos, después el Sueve, como un dinosaurio gris, dormido desde el Cretácico, y al fondo, lívidos y fantasmales, los Urrieles.

Quizá la única razón de ser de Sietes haya sido ser camino. Por antigua, la ruta se halla jalonada de iglesias románicas como la de Fuentes (con su cruz procesional de plata, hoy en el Metropolitan Museum) o la de Anayo (que aparece ya en una donación de Ramiro II a San Salvador). Breceña, a 3 kilómetros de Sietes, es uno de los lugares candidatos (junto con Brecín, en Pintueles, y Brez, cerca de Potes) a ser el Brece donde Pelayo, que andaba algo amusgado desde lo de la boda de su hermana con Munuza, logró escapar de la trampa que allí le habían urdido los moros.

Los modernos caminantes no suelen hacer el camino de vuelta, que sí debió seguir Jovellanos en su viaje tercero. Jovellanos venía por Libardón y allí, nos dice, se puso muy malo, «con grandes congojas para romper», y todo ello se agravó en la ruta que desde allí tomaron hasta Villaviciosa: «el peor y más breve camino», con una «horrible subida y bajada; otra bajada». Jovellanos no traía la cabeza para hacer elucubraciones etimológicas a las que era tan dado. Y eso a pesar de que, viniendo desde Llares, los sucesivos desniveles y barreras que hay que vencer dan pleno sentido a la más verosímil de las etimologías propuestas para el nombre de Sietes. Según han señalado J. L. Pensado o García Arias, Sietes es plural romance a partir del neutro latino saepta (barrera, separación). Nada por tanto que ver entre éste y el Sette francés (con étimo griego, *setios), salvo la fortuita homofonía de sus nombres con los respectivos numerales en francés y en asturiano.

Su condición de alto en el camino debió de tener algo que ver en su temprana importancia. Extraña que, sin ser cabeza de parroquia, Sietes posea esa iglesia renacentista excepcional (por ser el Renacimiento estilo artístico poco abundante en Asturias) y desmesurada (que tanto contrastaría entonces con las pobres casas construidas sobre la cuadra del ganado). Un sueño imposible de perdurar, de ser recordado, animó en 1555 a su fundador, el bachiller Fernando Suárez del Canto, a edificarla. Por caminos empinados y sinuosos, fue traída desde la Marina la hermosa piedra arenisca del frontón de su entrada y de las partes más nobles: arcos, nervios, troneras... El bachiller la hizo para ser tumba insigne (a la que dio uso desde su muerte en 1602), sin reparar en que, tras ocupar durante años el centro de la iglesia iba luego a ser desplazada a uno de sus laterales, y su lápida rota y olvidada.

La iglesia de San Emeterio (Santumedero) constituye un primer hito en la relación privilegiada que Sietes parece guardar con lo simbólico. Incrementada por el desnivel sobre el que se alza, su verticalidad y su altura, y la suntuosidad de su construcción hablan del poder y riqueza de la rama nobiliaria de los Canto, que entran en la historia en época de Juan II a través de Lope de Canto, quien participó en las peleas que contra los Quiñones hubo en Asturias. La leyenda que hoy los recuerda tiene ecos galdosianos y cuenta la historia de la señora del Cantu, que acabó viviendo de las limosnas que pedía para ella la que había sido su criada.

Y es que Sietes no presume de palacios ni de casas blasonadas. Durante siglos sus únicos oropeles fueron «les riestres» de maíz que atestaban los corredores de sus casas, paneras e innumerables hórreos. Todo seguía entonces la medida de un tiempo eterno y circular: «llantar y semar, andar a la herba, apañar mazanes, dir a la cuerria o a pol estru».

En la segunda mitad del XIX nacía un nuevo elemento en su espacio constructivo: los oratorios. Cada uno guarda su particular historia y todos reclaman una oración o unas monedas por las ánimas del Purgatorio, asunto este peliagudo para la dogmática católica que la Iglesia prefiere considerar más bien cuestión de simbología. Las capillas de ánimas (construcción del noroccidente peninsular) aportan al paisaje de Sietes una «saudade» que se hace más intensa en los muchos días de «orbayu», de «borrina» o de fino «orpín». Como Castroforte del Baralla, el pueblo parece entonces quedarse ensimismado y la densa niebla que sube de los valles impide asegurar que en esos momentos no se halle levitando. Esto, sin embargo, no entorpece al paseante en su marcha entre árboles centenarios para visitar tales oratorios, también mudos testigos del tiempo, que a la vez son ventanas que se abren hacia algún más allá.

El encanto melancólico y crepuscular de su cementerio ha sido destacado como «romántico», con sus setos de boj, sus cruces góticas, sus panteones de indianos..., y aunque no es marino como el de Sette, mira hacia el mar y hacia la ría, y dirige en línea recta la ruta hasta Piedrafita, a través de un hermoso camino abovedado por robles inmensos.

La construcción del cementerio en 1921 marcó el comienzo de la modernización de Sietes. Con el esfuerzo de todos, en especial de sus «americanos», se levantó también la escuela de niñas y niños, con viviendas para maestra y maestro, y así los «ñeños» no tendrían que soportar más el feroz aire «xelón» que soplaba en el «cabildru» de la iglesia.

La formación de Sietes como núcleo con caracteres urbanos se completa, en 1928, con la construcción del Casino, edificio que disponía de vivienda para un médico y consultorio (entonces solo al alcance de poblaciones de mayor entidad), y que en su planta baja poseía un amplio salón para bailes y otros actos sociales. La pintura del Malecón y el Morro de la Habana que decoraba una de sus paredes arrancaba a veces un suspiro de nostalgia entre alguno de los parroquianos. Por aquellos años también llegaba la luz eléctrica y las primeras radios, para dejar sordos y ciegos (y finalmente mudos) a toda la «troupe» de trasgos, cuélebres, xanes, nuberos y demás fantasmas, que desde siempre habían sido los únicos dueños de la noche.

Además de los muchos emigrantes por América (en Cuba, en México y en Argentina, principalmente), la parroquia de Vallés (Samartín, Piedrafita y Sietes) contaba en 1928 con 650 vecinos, cifra que contrasta con los menos de 100 en la actualidad. América primero y más tarde la atracción de las cercanas ciudades de Oviedo y Gijón han ido despojando al pueblo de su capital más preciado: su gente. Por todo ello desde hace ya muchos años, entre los pueblos de alrededor, llevan los de Sietes, merecidamente, el nombre algo chusco de «peregrinos». En ese peregrinar recibe Sietes a aquellos que, sin haber nacido allí, están unidos por lazos de muchas generaciones, y con igual cordialidad acoge también a los que, como en tiempos de nuestros abuelos, transitan hoy los caminos a pie, en bicicleta o a caballo, viniendo a romper así la monotonía con que aquí transcurren los días.

El anuncio de que el gigante Microsoft había elegido a la pequeña aldea de Sietes para su campaña publicitaria de lanzamiento del Windows 7 causó sorpresa y admiración. La fortuita homonimia entre el nombre propio y numeral del nuevo sistema operativo, trajo a la mente a más de uno la peregrina historia de la fundación fabulosa de «7s» a partir de 7 cabañas. Sin entrar en los planes iniciales de los responsables de diseño publicitario de la multinacional americana (que más bien se fijarían en el valor simbólico, místico y cabalístico del numeral), Sietes era llamada a participar del gran aparato que un lanzamiento comercial de ese nivel comporta. Desde el principio los sieteños aceptaron participar de una forma entusiasta y absolutamente desinteresada, en lo que durante unos días fue un absoluto galimatías de camiones, cables y cámaras. A los «casting» y grabaciones acudieron unos y otros, como si a la fiesta mayor se tratase, con un entusiasmo paralelo al de aquel que un lunes de finales de septiembre de 1968 animaba a una absurda y divertida representación de la llegada del hombre a la Luna con cohete, astronautas y «carru del país» de lanzadera.

En medio de gran curiosidad y de mucha ilusión se espera el lanzamiento del mañana, que no convertirá a Sietes en una de las siete maravillas del World Wide Web, pero que sí dará a conocer su nombre y su paisaje. A los de 7s, que no sé si son expertos pero lo que no son es tontos, les da igual que ese día aparezca Mr. Marshall o que siga de largo, y tampoco tienen mayor inconveniente en dejar al pueblo hecho un arco iris o poner a las ovejas a rapear con auriculares, lo que quieren es una conexión por cable o una mejor antena que permita una conexión de banda ancha, y no tener que, como ahora, conectarse a internet con una pequeña centralita por señal inalámbrica.

Con la naturalidad de quien nada tiene que demostrar, ni que ganar ni que perder, los vecinos han colaborado desinteresadamente con guionistas, figurinistas, cámaras y maquilladores, animados por una especie de satisfacción del deber cumplido con la pequeña historia del lugar, y enseguida volverán a la calma de sus atardeceres nebulosos. Ayudando a edificar símbolos, perfilando emblemas como los que decoran la capilla mayor de su iglesia, Sietes vuelve a entrar, a comienzos del XXI, en el mundo de lo simbólico que le es tan familiar, ahora virtual y globalizado, pero con igual voluntad de permanencia que, a la postre, también será vana.