Gijón, J. MORÁN

Los días 21, 22 y 23 de septiembre de 2008, LA NUEVA ESPAÑA publicaba las «Memorias» que Sabino Fernández Campo (Oviedo, 1918) había dictado a este periódico. El ex secretario y jefe de la Casa del Rey (1977-1993) revívía a sus entonces 90 años algunos sucesos acaecidos desde el Octubre de 1934 hasta el presente, así como reflexiones sobre sus creencias y convicciones. Este es un resumen d elso entonces publicado.

l Un joven de 16 años a cada lado del Octubre de 1934. «Mis pa-dres habían levantado una casa en Buenavista, un poco más arriba de la plaza de toros de Oviedo. Era un chalé pequeño. Con mis padres vivía yo en 1934 y ya se notaba un ambiente previo a la revolución. La temporada anterior hubo aquellos desfiles en los que venían los mineros, muy retadores, a recorrer la calle Uría, con camisas rojas y asegurando que iban a venir a tomar café a Peñalba y todas aquellas cosas. Pero luego, cuando se produjo la revolución, me cogió en una zona dominada por los revolucionarios, que era Buenavista. Vi pasar los cañones de Trubia y desde cerca de mi casa se produjeron parte de los bombardeos. Vi los impactos en la Catedral, espantosos. Pero tuve una impresión mayor cuando me di cuenta de que dos personas que habían estado juntas en el mismo pupitre de la Academia Ojanguren, un chico que se llamaba Silverio y yo, esta-ban en aquel momento profundamente separadas. Uno de los que vi pasar delante de mi casa empujando los cañones era Silverio. Hay que ver: dos chicos de 16 o 17 años, que habían estado juntos, que habían hecho juntos sus travesuras, y que habían trabado también amistad y compañerismo..., de pronto, uno está aterrorizado detrás de los visillos viendo pasar un cañón empuja-do por un compañero de pupitre. Fue el símbolo de un país en el que un motivo político y tan trágico dividía a las personas y dividía España. Fue penosa la Revolución, y un anticipo de lo que iba a pasar. Después llegó el Ejército, con el general López Ochoa. Había sido dura la Revolución, sobre todo contra los puestos de la Guardia Civil, y, después, la represión, también lo fue. De un extremo nos fuimos al otro. No sé lo que habrá sido de Silverio».

l Guerra y primer servicio en el cuartel de Santa Clara. «En cuanto estalló la guerra, me incorporé al Regimiento del Milán, donde me dieron el arma y la tarjeta de movilizado. Me la dio un capitán que luego conocí de jefe del Estado Mayor del Ejército. Mi primer servicio fue precisamente en el cuartel de Santa Clara. Estuvimos allí una noche sin saber qué hacíamos. Me acuerdo que había unos chicos tan jóvenes como yo, o más, que se pusieron en una ventana, y uno de ellos creyó ver que venían a asaltar el cuartel y disparó. Como no estaba acostumbrado, el culatazo le tiró hacia atrás. Presencié también cómo el general Aranda les negaba las armas a los milicianos y les decía que fueran a León, que aquí estaba todo asegurado y los mandó en un tren para allá. Fue hábil, se los quitó de encima diciendo que allí era donde hacían falta y donde iba a reunirse con otros. Fue un engaño que le salió bien».

l El chocolate compartido con el enemigo. «Tras romperse el cerco de Oviedo, estuve en una posición, como soldado, que se llamaba El Merillés, en la parte de Tuña (Tineo), donde nació el general Riego. Era un monte muy alto; enfrente, otro monte igual de alto y un valle pequeñito en medio, en el que había quedado una familia de campesinos con vacas entre dos fuegos. Pero entonces nos pusimos de acuerdo los de la posición de enfrente y nosotros. Como nos daban para desayunar una onza de chocolate, un día bajábamos nosotros y al día siguiente, ellos, para que con la leche de aquellas vacas los campesinos nos hicieran chocolate. Lo que para nosotros era abundante era el chusco de pan. Le dábamos un chusco de pan a esta familia, que no tenía pan, y ellos nos daban la leche y nos hacían el chocolate. Era similar a lo que muchos años después contaría la película "La vaquilla". Ellos eran el enemigo, pero aquello fue una muestra de cómo, incluso en una guerra, pueden entenderse las dos partes. Aquello se mantuvo muy bien durante casi un mes. No funcionaba todos los días, pero nos pusimos de acuerdo con uno que había estado en la otra parte, y a través de la familia del valle. Fue muy curioso y representativo de cómo tal vez en la retaguardia las cosas iban peor, eran más duras y más violentas que en el propio frente. Luego ya nos fuimos, porque siguió el avance. No recuerdo bien hasta dónde llegamos; creo que hasta Cangas de Narcea o Tineo villa».

l Un disparo y un «Señor mío Jesucristo». «Me destinan al frente de Aragón. Al incorporarme, el que mandaba la compañía era otro alférez provisional. Tuvimos una conversación larga por la noche. Estudiaba Derecho también. Nuestras vidas eran similares. Al día siguiente que operamos, salimos juntos. Escuché un ruido seco, miré, me tendió una mano, se la cogí, noté que estaba murmurando algo y estaba rezando. Se murió de un disparo en el pecho. Lo que rezaba era el "Señor mío Jesucristo", esa oración que mi madre me había aconsejado rezar en los momentos difíciles. De la guerra conservo una cierta satisfacción, por decirlo de alguna manera. Mandé alguna sección, y el que manda no tiene la oportunidad de disparar, sino de mandar movimientos. No me hubiera gustado nada pensar que con disparos míos pude haber matado personas, pero, claro, también es cierto que yo mandaba a los que sí lo hacían».