En Navidad prefiero el género kitsch. No me dicen nada esas iluminaciones navideñas abstractas, geométricas o esteticistas, sin figuras, sin historia. Mejor las que remedan abetos, estrellas, angelitos, belenes, hojas de acebo, trineos, orondos perfiles de Papá Noel, pastorcillos, renos. Se trata de un doble kitsch: el que viene de imitar algo de forma vulgar, y el que procede de mezclar dos culturas navideñas, la cristiana del Sur y la pagana del Norte. Pero la Navidad o es kitsch y, por tanto, pura falsificación, o no es. Por lo mismo, me parecen absurdos los intentos de darle espiritualidad o sentido directos, sin pasar por los ritos, las prácticas, las formas banales, las cosas en que se formaliza, las frases hechas. El kitsch hay que vivirlo intensamente, y, cuando se hace, apretando bien con las manos tanta cáscara vacía nos quedan mojadas de un perfume embriagador, que evoca algo.