Oviedo, E. G.

Lo bueno de Francisco Grande Covián es que era un científico de primerísima línea. Lo malo es que fue contemporáneo -y paisano- de Severo Ochoa, que se llevó todos los méritos, por otra parte, más que merecidos. La catedrática de Fisiología de la Universidad de Oviedo, Ángeles Menéndez Patterson, fue la encargada de dar ayer una conferencia obligada en el programa de la alta institución, el homenaje al científico colungués en el centenario de su nacimiento. El escenario, la sala de grados de la Facultad de Biología, en colaboración con la de Medicina.

Fue un recorrido por la vida y obra de un hombre singular, cercano, afable, con gran capacidad de comunicación, que odiaba perder el tiempo y que se pasó su vida investigando. Tras la Guerra Civil, las autoridades franquistas lo inhabilitaron para la Universidad diez años y, cumplido el castigo, logró una cátedra en la Universidad de Zaragoza. «Era el año 1950 y su primer trabajo fue tapar los agujeros que habían dejado los obuses durante la guerra», explicó Ángeles Patterson.

En esas circunstancias los norteamericanos lo tuvieron fácil. El científico Ancel Keys lo fichó en 1953 para la Universidad de Minnesota. Era una estancia corta que se prolongó 21 años, hasta su regreso a España en 1974. Cuando en los Estados Unidos Grande Covián quiso hacer un estudio estadístico sobre los efectos de la ingesta de alcohol en la dieta, las autoridades del Estado pusieron a su disposición a los internos de la prisión central, pero con dos condiciones: el alcohol debía ser whisky y no vino, como pretendía el investigador, y los reclusos del experimento debían ser condenados a cadena perpetua. «Eran 180, aquella gente llevaba años sin probar el alcohol, y siempre recordaba Francisco Grande que salvo cuatro o cinco todos los demás aceptaron encantados», dijo Patterson. Empezaron por niveles de 0,45 gramos de alcohol por kilo de peso, y llegaron hasta el 1,35%.

Francisco Grande Covián andaba dándole vueltas al vino. Ya había comprobado que la dieta mediterránea frenaba las estadísticas de infartos, pero Francia, que se acercaba más a la dieta centroeuropea que a la mediterránea, tenía niveles de infartos más bajos que sus vecinos del Norte. «Hay algo en el vino que protege frente a las enfermedades coronarias», decía Grande Covián. Después se supo que estaba en lo cierto y que ese «algo» del que sospechaba es el resveratrol, un antioxidante presente en las uvas.

Ángeles Patterson recordó la llegada de un jovencísimo Francisco Grande a la Residencia de Estudiantes. Entró convencido de que quería ser médico, y salió con otros objetivos: «La Residencia marcó mi vida, porque allí decidí mi vocación científica, mi propósito de dedicarme a la investigación», escribió. En aquel vivero de saber el joven estudiante universitario pudo escuchar a Marie Curie, Einstein o Howard Carter.

La inhabilitación en la Universidad después de la guerra fue el mal menor para Francisco Grande Covián, que había trabajado en el Madrid republicano y había sido colaborador de Juan Negrín, presidente del Gobierno «rojo». «Nunca se metió en política», aclaró Ángeles Patterson. Covián estudió las carencias nutricionales de la población sitiada de la capital. Las penurias fueron tales que en diciembre del año 1938 la ingesta media diaria de los madrileños no superaba las 770 calorías.