Una característica del pobre es que su vida cotiza menos que la del rico. Por ejemplo, 100.000 muertos en una guerra tribal africana valen bastante menos que 1.000 en los Balcanes, en términos de alarma social. En las catástrofes, lo mismo: 50.000 muertos en Haití no llegan, ni de lejos, a 5.000 en una ciudad del Primer Mundo, aunque sean ejemplos de pésimo gusto. Sin duda cuenta también la nacionalidad (un compatriota vale entre 10 y 100 veces un foráneo) y la distancia, y desde luego la raza, pero eso no quita peso al factor riqueza. Cuanto más lejano, diferente y miserable sea el prójimo menos impactan sus desdichas. La constatación de este lamentable fenómeno, y su incompatibilidad con el sistema de valores que se supone profesamos, debería llevar a aplicar en casos como el de Haití una ayuda de veras generosa, más allá de la que sirva para un somero lavado de conciencia.