La llegada cada año de las cigüeñas a ocupar sus nidos en la Meseta me conmueve. Imagina uno los primeros momentos, al revisar la casa (cañas que se han movido de sitio, un borde medio derrumbado, suciedad que lo cubre todo, cambios en paisaje y vecindario), y también, junto a estos desasosiegos, el sentimiento grato del reencuentro, el regreso a un lugar conocido y doméstico. Pero lo que más me conmueve es su entusiasmo en la repetición pura, sin novedad alguna, la alegría vital con que emprenden la campaña para hacer lo mismo que en la anterior, el hallazgo -como si llegara por primera vez- del látigo interior del instinto, la preparación del cortejo nupcial, quizás el pensamiento en los pollos, el gusto por las reuniones al atardecer, con toda la colonia de la zona, en algún lugar húmedo. Y, sobre todo, la dignidad con que lo hacen, como si los amos del mundo no estuviéramos.