Massiel llevaba un vestido casi de comunión, corto y primaveral, como de reina de unos juegos florales lavada en agua caliente. Se acompañaba bailando tipo tentetieso y, para equilibrar los bandazos de su cabeza, sacaba las manos, palmas paralelas al suelo, como diciendo «mucho cuidado». Mucho cuidado a la derecha, mucho cuidado a la izquierda. Y así, con mucho cuidado, acabó ganando el festival de Eurovisión.

La victoria en aquel evento de una medio asturiana fue una gloria nacional para un país acostumbrado a muy pocas glorias. Mientras algunos se preocupaban por los acontecimientos de mayo de 1968, Televisión Española, demostrando una preclara anticipación, ganaba el festival de Eurovisión en abril.

Era un indicio de cambio. No Massiel, pero sí la televisión. La sociedad asturiana estaba saliendo ya de la penuria de las dos primeras décadas del franquismo y no hubo chigre en el que no se viera tan triunfal actuación. Los años cuarenta se habían pasado en medio de una economía de guerra, con el fracaso de la autarquía, una industria dependiente de suministros que no llegaban y una agricultura pendiente de la lluvia que no caía. El tiempo, la fame, para entendernos. Con los cincuenta acabó la autarquía y llegaron los grandes proyectos industriales. Y ahí cambió todo. Con nuevas estrategias y la leche en polvo americana la economía se recuperó y los niveles de vida empezaron a parecerse a los que se habían registrado en los años treinta. Ese crecimiento tenía un punto flaco: sólo era posible si se sustentaba en un aumento del consumo.

Para eso llegaron al Gobierno los primeros tecnócratas del Opus Dei en 1957. Con ellos vino el Plan de Estabilización y Liberalización y una mayor apertura internacional. Quedaba estimular el consumo. Todas las medidas se enfocaron a lograr que, en la primera mitad de los sesenta, España entrara, con algunos decenios de retraso, en la sociedad del consumo de masas.

Por entonces el centro de Asturias se llenaba de industrias y de poblados obreros. Eso tenía sus peligros para la estabilidad del Régimen. El sesteo de la sociedad empezaba a perturbarse por las huelgas mineras de 1962, y las consecuencias de la ley de Asociaciones de 1964, que, sobre todo en Gijón, permitió la tímida organización de los sectores más críticos. A la vez, en medio de una década de «milagros» económicos, importantes capas de la población iban accediendo, primero a la vivienda y luego a los electrodomésticos pioneros.

El televisor fue, sin duda, el más importante de todos. En noviembre de 1960 se empezaba a ver la televisión en Oviedo. Las emisiones para toda Asturias se reforzaron con el repetidor del Gamoniteiro, cuatro años después. Ese mismo 1964, en mayo, Chocolates Osnola entregaba en Naveces su primer aparato de la campaña «El TV misterioso». Los nuevos medios protagonizaban el ocio de aquellos asturianos, cuyos referentes estaban encerrados en las 625 líneas de pantallas de 19 pulgadas (por encima de eso ya eran de lujo).

Y así la tele empezó a propagar un universo de consumo con un componente simbólico fundamental. A la vez que «Galas del sábado», «Ironside», «Los invasores» o «El agente de CIPOL», de la televisión salían otros mensajes. Se creaba la ilusión de una sociedad poblada por clases medias, es decir, consumidoras, que superaban lo más negro del pasado inmediato. Un nuevo grupo de adoradores de una técnica que permitía huir de los viejos tiempos de escasez, ocultando por otra parte el trabajo que se precisaba para acceder al consumo.

Por eso la publicidad, ya muy eficaz a través de la televisión, exaltaba los nuevos logros de la técnica, como aquella ropa de tergal, terlenka o tervilor que sabía esquivar la plancha. Pantalones, camisas o blusas ideales para ir en motos Vespa o Lambretta. También electrodomésticos que trabajaban solos. «¡Qué trabaje Ruton!», decía una célebre campaña del grupo Askar. «Enchufa el Askar», decía otra. Ambas frases pasaron al lenguaje de la calle como sinónimo de despreocupación; de no doblar el lomo. O traducido al picaresco lenguaje de los fuera del INI: «El que vale, vale y el que no pa la Ensidesa» (existe otra variante con Entrecanales).

Entre 1960 y 1966 en toda España se había dado un salto importante en el parque de televisores. Tenía tele casi un 32 por ciento de los hogares. En las zonas industriales esa cifra iba más aprisa, pero en los poblados de bloques, en los tocotes y tocarates asturianos, aún era normal acudir a ver la tale a casa del vecino más adelantado, mejor situado o que tenía mayor arrojo para lidiar con las letras (de cambio). Para algunos no había otro remedio que ver la tele en grupo, pues en lugares de crecimiento vertiginoso como Avilés, en esos años los realquilados se contaban por millares. Compartían todo, hasta la televisión.

Otras familias sufrían un más negro panorama y hacían sus chabolas con el cartón de los embalajes de esos mismos aparatos. Enclaves chabolistas había en Avilés, Gijón, Mieres, Turón, Las Segadas, Rioturbio, Olloniego y Tudela de Veguín. Patio trasero del desarrollismo en el que vivían miles de personas a razón de tres camas para cada cuatro familias.

Pese a todo el televisor, con una tasa de crecimiento comparable a la que se registraba en los países desarrollados, se convirtió en el centro del hogar, el electrodoméstico de distinción. El lugar para ver los toros y los goles del Real Madrid ye-yé. Johnny Yuma-El Rebelde (que a los justos protegió), Locomotoro, David Vincent, Napoleón Solo, la familia Cartwright o El Séneca, pasaron a formar parte cercana de mundo cotidiano y de la cultura popular. La televisión multiplicaba los espacios publicitarios, lanzando misivas como si fueran dirigidas a una verdadera sociedad de masas.

Era un ambiente cercano al de la música, consumida cada vez más en tocadiscos portátiles, de los de maleta. Grupos asturianos como los «Junior», los «Zafiros Negros», los «Archiduques» de Tino Casal o los «Stukas» comenzaban sus, por lo general, anglófilas grabaciones. Y, para lo castizo, frente al dominio ye-yé y manolescobarista, en 1969 Belter editaba un long play de Víctor Manuel con títulos como «La romería» o «El abuelo Vitor». También por eso lo de Massiel fue tan importante.

El franquismo tocaba a su fin. Como heraldo, en 1973, llegó la negra crisis del oro negro. Para entonces no había ningún chigre sin televisor y más de la mitad de hogares ya lo tenían, aunque la publicidad siguiera exagerando. Carmen Sevilla, flamenca ye-yé en un famoso spot, con música y en la tele, cantaba aquello de: «tengo do televisore, que en el mundo no hay mehore, pues siendo de Fili no cabe el engaño». O, tal vez, sí.